14

—Bueno, ¿por qué querías que nos encontráramos aquí? —preguntó la detective Rigby King.

—Me gusta la comida de este local —contestó Kurtz. Miró su reloj. Eran las diez de la mañana.

Estaban en una zona de pequeños restaurantes, delante de un largo mostrador con una larga y ancha zona para comer justo al otro lado del pasillo, de cara al Broadway Market, un concurrido mercado interior. El mercado era una tradición en Búfalo y, como la mayoría de las tradiciones de América, había visto mejores días. En su época de esplendor fue un convulso mercado de carne fresca, fruta, flores y tchotchke situado en la vieja sección polaca y alemana de la ciudad. El Broadway Market estaba ahora rodeado por un gueto negro y solo cobraba vida en Pascua, cuando las muchas familias polacas que habían huido a Cheektowaga y otros barrios venían a comprar sus jamones de Pascua. Hoy, la mitad del espacio del mercado estaba vacío y se producían algunos intentos poco inspirados de realizar muestras y festividades en Halloween, pero solo unas pocas madres negras con sus niños disfrazados deambulaban por los pasillos.

Kurtz y Rigby se sentaban en el casi vacío mostrador del pasillo lateral del restaurante. Por alguna razón promocional, todas las camareras tras el largo mostrador llevaban pijamas de franela. Una de ellas tenía puesto una especie de gorro de dormir. No parecían muy felices y Kurtz no podía culparlas.

Kurtz y Rigby bebían café. Kurtz también había pedido un dónut, aunque lo mordisqueó sin entusiasmo. Niños pequeños con disfraces de supermercado de la Guerra de las Galaxias y Spiderman lo miraban, volvían a mirarlo y luego se enganchaban a las piernas de sus madres. Kurtz seguía llevando las gafas de Ray Charles, pero era evidente que los cardenales, parecidos a las rayas de un mapache, habían adquirido hoy una tonalidad anaranjada y asomaban un poco más por encima de las gafas. Llevaba una gorra negra de béisbol para cubrir la mayor parte del pequeño vendaje que mantenía debajo.

—¿Recuerdas venir aquí de pequeña? —preguntó Kurtz, sorbiendo de su café y observando cualquier movimiento que hubiera en el espacio cavernoso. Muchas de las madres parecían hastiadas y mortecinas, sus hijos, en cambio, hiperactivos.

—Recuerdo haber robado cosas aquí cuando era pequeña —dijo Rigby—. Las mujeres mayores solían gritarme en polaco.

Kurtz asintió. Conocía a otros huérfanos del padre Baker que venían aquí a coger cosas y salir corriendo. Él nunca lo hizo.

—Joe —dijo Rigby al tiempo que apoyaba su taza de café—, no me has llamado para que hablemos de los viejos tiempos. ¿Hay algo de lo que quieras hablar?

—¿Tengo que ocultar algo para tomarme un café con una vieja amiga?

Rigby gruñó ligeramente.

—Hablando de viejos amigos y cosas ocultas, ¿conoces a un exconvicto llamado Big Bore Redhawk?

Kurtz se encogió de hombros.

—En realidad no. Había un tipo en Attica con ese nombre absurdo, pero nunca tuve nada que ver con él.

—Él sí parece querer tener algo que ver contigo —dijo Rigby.

Kurtz se bebió el café.

—Se dice en la calle que el indio ha estado intentando cazarte, contándole a la gente en los bares que tiene una cuenta pendiente contigo. ¿Sabes algo de ese tema, Joe?

—No.

Rigby se incorporó hacia delante.

—Vamos a por él. Tal vez la cuenta que tenía contigo se saldó en el garaje del centro cívico. ¿Crees que deberíamos interrogarle?

—Claro —dijo Kurtz—. Sin embargo, el indio que recuerdo de Attica no parecía un tipo del calibre 22. Pero esa no es una razón para no hablar con él.

Rigby se echó hacia atrás en el asiento.

—¿Por qué me has traído aquí, Joe?

—Estoy recordando algunos detalles del tiroteo.

Rigby parecía escéptica pero siguió escuchando.

—Había dos hombres —dijo Kurtz.

La detective cruzó los brazos delante de su pecho. Hoy llevaba una blusa Oxford azul y una chaqueta suave color camel, además de los habituales vaqueros. Su arma estaba fuera de la vista, a la derecha del cinturón.

—Dos hombres —dijo al fin—. ¿Viste sus caras?

—No, solo formas y contornos a quince metros de distancia. Un tipo me disparó hasta que yo le di a él. Entonces el otro cogió la veintidós y comenzó a disparar.

—¿Cómo sabes que era una veintidós? —preguntó Rigby.

Kurtz frunció el ceño.

—Es lo que tú y el cirujano me dijisteis. Es el casquillo que sacaron del cerebro de O’Toole y encontraron en mi cráneo. ¿De qué me estás hablando, Rigby?

—Pero ¿no estabas lo bastante cerca para saber qué tipo de veintidós?

—No. ¿No me escuchas? Pero lo sé por el sonido: fut, fut, fut.

—¿Silenciada?

—No. Pero más suave de lo que sonaría otra veintidós en un espacio cerrado y con un eco como aquel. Como si hubieran quitado un poco de la pólvora de cada bala. No supone mucha diferencia en velocidad de cañón, pero está claro que reduce el ruido.

—¿Quién lo dice? —preguntó Rigby.

—El Mossad de Israel, para empezar —dijo Kurtz—. Los asesinos que usaron para vengarse de la masacre de Munich usaron cargas reducidas en sus armas del calibre 22.

—¿Eres un experto en asesinos del Mossad, Joe?

—No —dijo Kurtz, y apartó a un lado la mitad que le quedaba del dónut—. Lo vi en una película.

—Una película —repitió Rigby mordiéndose el cachete por dentro—. De acuerdo, háblame sobre los dos hombres.

Kurtz se encogió de hombros.

—Tal como he dicho, dos siluetas. Nada de detalles. El tipo que disparó era más bajo que el que recogió la pistola y continuó disparando.

—¿Estás seguro de que le diste a uno?

—Sí.

—No encontramos sangre en el suelo del garaje, salvo la tuya y la de O’Toole.

Kurtz se volvió a encoger de hombros.

—Supongo que el segundo pistolero metió al hombre herido en el asiento trasero del coche y se marcharon cuando caí al suelo.

—¿Entonces disparaban desde detrás de su propio coche?

—¿Cómo demonios voy a saberlo? —protestó Kurtz—. ¿No lo harías tú?

Rigby se incorporó hacia delante, colocando el codo derecho en el mostrador.

—Seguro que no usaría una veintidós para matar a dos personas desde quince metros de distancia.

—No, pero no creo que tuvieran planeado disparar tan pronto —opinó Kurtz—. Esperaban a que O’Toole llegara a su coche, cerca de donde estaban ellos. Entonces el pistolero hubiera salido a su encuentro para dispararle a un par de metros de distancia.

Rigby alzó sus cejas oscuras.

—Entonces ahora sabes que iban detrás de la agente de la condicional y no de ti. Hoy estás recordando muchas cosas convenientes, Joe.

Kurtz suspiró.

—Mi coche estaba aparcado a la derecha, nada más bajar la rampa. Los pistoleros estaban en la rampa donde estaba aparcado el coche de O’Toole.

—¿Cómo sabes eso?

—Ella iba caminando en aquella dirección —dijo Kurtz—. Los dos lo vimos en la cinta. —Se aventuró con otro pedazo de dónut.

—¿Por qué dos hombres pero solo uno disparando? —siseó Rigby. Habían estado susurrando, pero ahora que había una camarera cerca, sus voces sonaban demasiado altas.

—¿Cómo coño voy a saberlo? —dijo Kurtz en un tono normal de conversación.

Rigby plantó un billete de cinco dólares en la mesa para pagar los dos cafés y el dónut.

—¿Recuerdas algo más?

—No. Es decir, recuerdo sobre todo lo que vimos en el vídeo de seguridad, al tratar de arrastrar a O’Toole de vuelta a la puerta, o al menos detrás del pilar, y luego recibir el disparo.

Rigby King estudió sus ojos.

—Esa parte sobre rescatar a O’Toole, arriesgar tu vida para llevarla a una zona segura… no me parece propio del Joe Kurtz al que conocía. Siempre fuiste la personificación de la teoría de la sociobiología para mí, Joe.

Kurtz sabía de lo que estaba hablando. Su mentor, un vagabundo borracho llamado Pruno, le había dado una larga lista de lecturas para sus años en Attica, y Edward O. Wilson estaba en el año seis de la lista. No obstante, no quiso hacerle ver a Rigby que había entendido su comentario. Le dedicó la mirada más plana de la que fue capaz.

—Me puse a O’Toole a la espalda a modo de escudo. Es una mujer corpulenta. Hubiera detenido una bala del veintidós a esa distancia —dijo.

—Bueno, de hecho lo hizo —dijo Rigby. Se levantó—. Si recuperas algo de memoria, Joe, cuéntamelo por teléfono.

La mujer salió por la puerta sudoeste del Broadway Market.

El teléfono de Kurtz sonó mientras conducía el Pinto de vuelta a la calle Chippewa.

—El recado está hecho —informó la voz de Angelina Farino Ferrara.

—Gracias.

—Y una mierda gracias —dijo la don en funciones—. Me debes una, Kurtz.

—No, considéranos en paz cuando te devuelva el adelanto, y gasta bien los quince mil. Ve a comprarle un nuevo sujetador a tu Boxster.

—Vendí el Boxster la primavera pasada —dijo Angelina—. Era demasiado lento. —Colgó.

La oficina olía a café y cigarrillos. Kurtz nunca adquirió el hábito del tabaco y se sentía demasiado mareado para disfrutar del aroma del café.

La memoria del ordenador de O’Toole lo escupió todo en cuanto fue interrogada: los archivos protegidos con contraseña de sus treinta y nueve clientes, sus notas… todo excepto los correos, también protegidos con contraseña. La mayoría era basura. Resultaba obvio que O’Toole no usaba el ordenador para sus asuntos personales, solo para el trabajo.

Los informes de cada uno de los exconvictos, incluyendo el del propio Kurtz, consistían en la acostumbrada retahíla de relatos tristes y morralla referente a la condicional. Solo veintiuno de los treinta y nueve eran «clientes activos», es decir, convictos que tenían que presentarse semanal, bisemanal o mensualmente en el despacho de su agente de la condicional. Ni una sola de las notas de O’Toole escritas en las últimas semanas comenzaba con la sentencia «el cliente tal o cual amenazó hoy con matarme». De hecho, el nivel de banalidad era sorprendente. Todos aquellos tipos eran unos perdedores, muchos de ellos adictos a una o varias cosas, ninguno (a pesar del velado lenguaje de los fríos y profesionales resúmenes de O’Toole) parecía mostrar señales reales de querer enderezarse.

Y ninguno parecía tener un motivo para matar a la agente de la condicional. Todos los clientes de O’Toole eran hombres. Tal vez, pensó Kurtz, no le agradaba la persuasión femenina de las exconvictas.

Kurtz suspiró y al frotarse la barbilla se escuchó la aspereza de su barba. Se había duchado aquella mañana, moviéndose con lentitud entre la nebulosa causada por el dolor y el mareo, pero decidió que la pelusilla iba en consonancia con su máscara púrpura y anaranjada de mapache y el semblante disoluto. Además, afeitarse le provocaba dolor de cabeza.

Arlene se había marchado de la oficina tras la reunión matutina. Los viernes solía ir a tomarse un café con su cuñada, Gail, a menudo para hablar sobre la hija de Sam, Rachel, cuya tutora legal era ahora Gail. Así que Kurtz disponía de la oficina para él solo. Se paseó arriba y abajo, sintiendo el calor de la sala trasera llena de servidores que zumbaban en un extremo de su paseo y el frío que se colaba por la larga fila de ventanas en el otro. El día anterior había sido fresco y radiante, hoy, por el contrario, el ambiente era frío y lluvioso. Los neumáticos de los coches chirriaban en la calle Chippewa, pero el tráfico no era demasiado denso antes del mediodía.

Continuó barajando las cinco páginas con los treinta y nueve nombres e informes y consideró descartarse a sí mismo como sospechoso. Los instintos perfeccionados de un investigador profesional entrenado. Ninguna otra estrategia o conclusión asaltó su mente. Incluso reducir la lista a los veinte clientes «activos» que veía semanal o bisemanalmente carecía de lógica, pues tampoco era lógico pensar que uno de sus clientes actuales fuera el autor del tiroteo, ya que podía haber sido cualquiera de los cientos de miles que tuvo antes. A Kurtz le harían falta una o dos semanas para encauzar una investigación puerta por puerta.

Pero algo roía el cerebro magullado de Kurtz como un ratón. Uno de los nombres…

Barajó las hojas. Ahí estaba. Página tres. Yasein Goba, 26 años, ciudadano americano naturalizado, de descendencia yemení, vive en una zona de Lackawanna llamada «tras el puente», refiriéndose a que estaba al sur del primer puente de acero de América, en el que ahora era uno de los barrios más duros del país. Goba estaba con la condicional tras cumplir una condena de dieciocho meses por atraco a mano armada.

Kurtz intentó recordar lo que le había dicho su informadora vagabunda, la señora Tuella Dean, respecto a los rumores sobre un árabe loco de Lackawanna que hablaba de matar a alguien.

Bastante fina. De hecho, pensó Kurtz, la palabra «fina» era demasiado grandilocuente para definir semejante conexión. Tal vez «invisible» fuera la adecuada.

Kurtz sabía que la búsqueda de este yemení, si la emprendía, le conduciría al corazón de la pregunta más acuciante en aquel momento: si existía la posibilidad de que alguien fuera a por Peg O’Toole en lugar de a por mí, ¿por qué demonios estoy investigando este tema en lugar del asunto del asesino de la heroína? Después de todo, Toma Gonzaga iba a matar a un tipo llamado Joe Kurtz en, miró su reloj, setenta y ocho horas, a menos que resolviera el problema que tenía el mafioso con el asesino en serie. Kurtz solo conocía a Toma de su reciente encuentro, pero le daba la poderosa sensación de que el hombre se tomaba en serio lo que decía. Además, los cien mil dólares le podían venir muy bien.

Entonces ¿por qué estoy investigando el tiroteo si es probable que O’Toole fuera el objetivo? Ponte a trabajar con el jodido asesino de la heroína, Joe.

Kurtz se acercó al mapa de Búfalo de metro por metro y medio que había colgado en una pared de la oficina. Sam usaba mucho el mapa en la antigua oficina y Arlene lo había colocado en esta a pesar de las protestas de Kurtz, que insistía en que no necesitaban la maldita cosa. Aquella mañana, sin embargo, Arlene y él repasaron los lugares de los asesinatos detallados en las listas de Angelina Farino Ferrara y Toma Gonzaga y pusieron una marca roja en cada uno. Catorce lugares distintos, veintidós personas desaparecidas y presumiblemente muertas.

Las marcas estaban literalmente por todo el mapa: había tres en Lackawanna, cuatro en el gueto negro al este de la Main, varias en Tonawanda y Cheektowaga, cuatro más en el propio Búfalo y otras pocas en barrios de relativa clase alta, o al menos media, como Amherst y Kenmore.

Kurtz sabía que ningún investigador del mundo podría resolver aquellos asesinatos en tres días, incluso con todos los recursos forenses policiales a su disposición, si el perpetrador no quería ser pillado. Demasiados cientos de kilómetros cuadrados por cubrir, demasiados cientos de posibles testigos y sospechosos potenciales que entrevistar, demasiadas docenas de huellas que comprobar (aunque Kurtz ni siquiera poseía un kit de juguete para coger huellas) y demasiados posibles asesinos locales, estatales y nacionales que se beneficiarían de cargarse el imperio de la droga de Gonzaga en el oeste de Nueva York.

Si Kurtz hiciera una lista de sospechosos de los asesinos de la heroína ahora mismo, Angelina Farino Ferrara coparía los cinco primeros puestos. La mujer tenía mucho que ganar si destruía la reclamación histórica del negocio de la droga en la zona de Búfalo. Era ambiciosa. Dios mío, vaya si lo era. La ambición de su vida había sido matar a Emilio Gonzaga (algo que consiguió el invierno pasado usando a Joe Kurtz como uno de sus muchos peones) mientras debilitaba el afianzamiento de la familia criminal Gonzaga y fortalecía lo que quedaba del poder de la familia Farino.

Toda esta mierda de «Toma» y «Angelina» y tanto nombre de pila tenía sentido para Kurtz solo si la mujer jugaba al viejo juego de hacerse amiga de su adversario mientras planeaba su destrucción.

Pero había cinco marcas azules en el mapa: los camellos o yonquis de la familia Farino que habían desaparecido dejando tras ellos solo manchas de sangre.

¿Quién decía que estaban muertos?

Angelina Farino Ferrara. Su familia, en el primer año de su reconstitución, se había apropiado de suficiente acción periférica en el ámbito de la droga que sería demasiado sospechoso si solo asesinaran a gente de Gonzaga. ¿Qué supondría la pérdida de unos pocos camellos y consumidores si aquello significaba ganarse la confianza de Toma Gonzaga? Tal vez fueron recolocados en Miami o Atlantic City mientras la señorita Farino Ferrara continuaba asesinando a los drogadictos de Gonzaga.

Kurtz estaba convencido de que Gonzaga no confiaba en Angelina. Sería estúpido confiar en una mujer que disparó a su primer marido y guardó la pistola por motivos sentimentales, según ella. Una mujer que se casó con su segundo y anciano marido para que la entrenara en estrategias y tácticas de robo, y que admitió con toda la calma del mundo haber ahogado a su bebé porque llevaba los genes de Gonzaga.

Kurtz observó de pie junto a la ventana la fría lluvia que caía en la calle Chippewa. Tenía sentido que Gonzaga le «contratara» a él para encontrar en cuatro días al asesino relacionado con la heroína. Cuanto menos, el fracaso de Kurtz le daría a Gonzaga otra razón para cargárselo, si es que su posible implicación en la muerte del padre del mafioso no era suficiente. Y Angelina no iba a montar en cólera cuando supiera que se lo habían cargado; aceptaría la explicación de Toma sin rencores. La vida de un tal Joe Kurtz no era tan importante en el gran plan maestro de las cosas de aquella mujer, especialmente cuando el plan maestro incluía venganza y ambición, que parecían ser el alfa y el omega del espectro emocional de Angelina Farino Ferrara.

Kurtz no tuvo otro remedio que sonreír. Sus opciones eran escasas. Al menos había neutralizado esa bala perdida que era Big Bore Redhawk, sin olvidarse de grabar la conversación telefónica con Angelina para preparar el golpe. Por supuesto, la grabación incriminaba a Joe Kurtz incluso más que a la propia don. En realidad, ambos fueron tan circunspectos al teléfono que la cinta resultaba bastante inútil.

Entonces todo se reducía a los cinco mil dólares en el sobre con el dinero del adelanto que Kurtz seguía llevando encima. Los usaría el martes por la mañana, día de Halloween, cuando se marchara para siempre de Búfalo, Nueva York, después de comprar un coche usado para cruzar la frontera del estado (y violar su condicional). Kurtz conocía a unas cuantas personas en el país, tal vez la más importante ahora mismo era un cirujano plástico de Oklahoma City que proporcionaba a gente como Joe Kurtz nuevos rostros e identidades a cambio de una buena cantidad en efectivo.

Sin embargo, iba a necesitar bastante más dinero. Kurtz conseguiría quince mil en un instante, con solo pedirle a Arlene que comprara su teórica parte de campanasdeboda.com y buscaatuamor.com, pero no haría tal cosa. Su secretaria llevaba años esperando para empezar un negocio online como aquel, si bien la idea de las búsquedas de amores de instituto la barruntó Kurtz durante su condena en la prisión de Attica.

Bueno, siempre podía conseguir dinero de otras maneras.

Kurtz se colocó su gorra de béisbol, se metió la 38 en el cinturón y se encaminó al Pinto. Tenía que ver a alguien en Lackawanna.