13

Big Bore Redhawk era un indio convertido. Nacido Dickie-Bob Tingsley, nunca había prestado ninguna atención a la mínima parte de sangre nativo americana que su madre le había dicho que corría por sus venas hasta que fue arrestado por contrabando de joyas a los veintiséis años y descubrió, gracias a un comentario sarcástico del juez de su audiencia, que hubiera podido vender joyas legalmente y sin pagar impuestos gracias a su supuesta sangre india.

Big Bore Redhawk eligió con cuidado su nombre Tuscarora, aunque en realidad no era miembro de esa tribu. Gran admirador de las armas de fuego de grueso calibre, Dickie-Bob admiraba la pistola Magnum Ruger Big Bore Redhawk 357 más que a cualquiera de las otras armas similares que había poseído. Mató a sus dos primeras esposas con una Big Bore Redhawk, por lo que tuvo que deshacerse de ambas armas y dar varios golpes en tiendas de licores para ganar el suficiente dinero para sustituirlas por otras. Fue durante uno de estos atracos (utilizando una totalmente inadecuada Beretta del 22 y con la intención de reemplazar con el botín el segundo Magnum perdido, que se oxidaba en los terrenos de la reserva, no muy lejos de su segunda esposa) cuando fue arrestado y enviado a Attica.

La única petición legal de Big Bore antes de que lo encerraran fue cambiarse el nombre. El juez, divertido, accedió.

Big Bore conocía a Joe Kurtz de los años que ambos pasaron en Attica, pero el indio se mantuvo alejado de él a pesar de ser más grande que el exdetective. La mayoría de los hombres eran más pequeños que Big Bore Redhawk. El indio consideraba a Kurtz un jodido loco; cualquier hombre que matara a ese cabrón de Ali, el negro musulmán, en una pelea de ducha y saliera indemne, engañando a los guardas pero atrayendo hacia sí un precio por su cabeza impuesto por la mezquita del bloque D, era un jodido loco. Big Bore no quería saber nada de él. Big Bore se juntaba con sus colegas de la hermandad aria y dejaba trabajar a su abogado para que lo sacara de allí, usando la premisa de que él, Big Bore Redhawk, era una víctima de la discriminación contra los nativos americanos.

Entonces, el invierno pasado, Pequeño Jaco Farino, que todavía cumplía condena por asesinato en Attica, le dijo a través de su hermana, Angelina Nosequé Nosecuántos, que le pagarían diez mil dólares por cargarse a Kurtz.

Había sonado bien. La hermana sexi de Pequeño Jaco le pagó dos mil dólares por adelantado y Big Bore se pegó una semana de borracheras mientras hacía sus planes. No iba a resultar muy complicado matarle, ya que tenía su nueva Big Bore Redhawk 357, una navaja Bowie con la hoja de veinte centímetros y Kurtz no sabía que iba a por él.

Pero Kurtz se enteró de alguna manera, condujo a la reserva de Tuscarora, al norte de Búfalo, en mitad de una puta tormenta, sorprendió a Big Bore y le desafió a una lucha justa. Incluso tiró su pistola para pelear. Entonces Big Bore sonrió, sacó su cuchillo gigante y dijo algo parecido a esto:

—De acuerdo, vamos a ver lo que tienes, Kurtz.

Y Kurtz respondió:

—Tengo una 45.

Y sacó una segunda pistola de debajo de su chaqueta y le disparó a Big Bore en la rodilla.

Le dolió mucho.

Ya que Kurtz había amenazado con revelar los detalles de dónde estaban enterradas sus dos esposas (Big Bore había fardado mucho de ello en el trullo), el indio le contó a la policía que se había volado su propia rodilla mientras le limpiaba la pistola a un amigo. Los polis no se quedaron impresionados con aquella historia, pero por otra parte les importaba un bledo la rodilla destrozada de Big Bore, así que lo dejaron tranquilo.

Al principio, Big Bore consideró la idea de dejar aquel asunto en paz (Kurtz era un jodido cabrón) y había planeado mudarse a algún lugar del oeste. Arizona o Nevada o Indiana o uno de esos estados donde vivían los indios de verdad, para tal vez sembrar su propio peyote y tener su propio tipi con aire acondicionado y venderles a los turistas alfombras falsas o algo parecido.

Pero tras varias semanas entrando y saliendo de hospitales donde los médicos no paraban de trastear en el poco cartílago y hueso que le quedaba en la rodilla y la parte superior de la pierna, le dieron a Big Bore una bisagra de plástico y acero a modo de prótesis (se negaba a llamar aquello una rodilla) y le condenaron a cuatro meses de aquel infierno que llamaban rehabilitación. Cada vez que Big Bore se quejaba o maldecía por el dolor, unas cien veces al día, pensaba en Joe Kurtz. Y en lo que le iba a hacer a Joe Kurtz.

Y entonces, el septiembre pasado, dos buenos amigos suyos pertenecientes a la hermandad aria salieron de Attica en libertad condicional y los tres juntos comenzaron a buscar a Kurtz. Sin embargo, sus dos colegas, Moisés y Faraón, eran poco fiables porque estaban colocados de jaco la mitad del tiempo. Ahora Big Bore estaba buscando a Kurtz por su cuenta. Confiaba en su adorada Magnum Big Bore Redhawk 357 de doble acción y cañón de dieciocho centímetros. El enorme revólver se hacía más grande, si cabe, con la inclusión de la mirilla de pistola 2x Burris LER adosada al cañón.

El arma era gigante con aquel ensamblaje. Ninguna de sus dos exesposas podría haberla levantado con una sola mano, ni tampoco apretar el durísimo gatillo. El arma con mirilla no cabía en la cartuchera de hombro estándar de la Ruger, así que la transportaba en una pequeña bolsa de gimnasio junto a unas cien balas marca Buffalo Bore.

Llevaba la bolsa cuando volvió aquella noche al Blues Franklin para disculparse ante el propietario del local (aquel viejo negro llamado Daddy Bruce) y explicarle que el otro día estaba borracho y los dos tipos de la hermandad aria no eran amigos suyos. Y para preguntar, como quien no quiere la cosa, si Daddy había visto a Joe Kurtz hace poco. Daddy había aceptado las disculpas de Big Bore, le invitó a un trago y le dijo que si Joe Kurtz no aparecía antes de las once de la noche, ya no lo haría.

Big Bore esperó hasta las once y media, manteniendo la alerta, y se tomó otras tres copas mientras lo hacía. Una banda estaba tocando, probablemente algo de jazz; a Big Bore toda la música le sonaba igual. Barajó varios planes pero finalmente optó por el más simple: cuando Kurtz entrara por la puerta levantaría la Magnum 357, le haría un agujero en el pecho lo bastante grande para que cupiera dentro la pequeña nieta de Daddy Bruce y luego se montaría en su Dodge Power Wagon e iría directo a Arizona o donde fuera, tal vez parando en Ohio para visitar a su primo Tami.

A las doce menos cuarto, Big Bore se dio cuenta de que Kurtz no iba a venir. Justo cuando salió del Blues Franklin, le sobrevino la sensación de que le estaban tendiendo una trampa. Nada había impedido a Daddy Bruce llamar a Kurtz. Tal vez le pagaba al negro para que le avisara.

La calle Franklin estaba oscura, todos los locales estaban cerrados salvo el club de blues y la cafetería, tres puertas más abajo. Big Bore sacó la enorme pistola de doble acción de la bolsa del gimnasio y la empuñó sin levantarla, con el cañón presionado contra su pierna y el enorme percutor echado hacia atrás. Se movió de sombra en sombra, vigilando los flancos con el rabillo del ojo, tal como le habían enseñado en el ejército antes de que lo expulsaran.

Nadie en la calle. Nadie en el callejón. Un único coche, un oscuro y silencioso Lincoln, estaba aparcado a media manzana de su camioneta Dodge Power Wagon de enormes ruedas, al otro lado de la calle. ¿Lo había cerrado al salir?

Big Bore sacó una linterna y se pasó la bolsa del gimnasio al brazo izquierdo. Entonces se desplazó con presteza hacia delante, al tiempo que apuntaba la linterna hacia el frente, a la cabina, con la Ruger medio levantada.

Ambas puertas estaban cerradas, la alta cabina vacía. Big Bore soltó la bolsa, buscó a tientas las llaves, abrió la puerta del conductor, usó la linterna una vez más para estar seguro, miró por encima del hombro para comprobar que nadie salía del Lincoln, luego calle arriba y calle abajo y, acto seguido, entró en la cabina soltando la bolsa en el asiento del copiloto y la pistola encima.

Sintió la brisa en su cuello un segundo antes de que el cañón de un arma se presionara contra su nuca. Un hijoputa había quitado el cristal trasero de la cabina y estaba escondido en el lecho de la camioneta.

—Joe, tienes que entender…

—Entiendo que la siguiente palabra que digas será la última —siseó Kurtz en el oído de Big Bore—. Una bala por cada palabra adicional, a partir de ahora.

Big Bore se las arregló para mantener la calma. Su pierna izquierda comenzó a temblar, pero entonces lo recordó. Tengo el cuchillo en el cinturón, debajo del chaleco, y sabía que Kurtz hablaría y le amenazaría; entonces sería cuando Big Bore lo abriría en canal como a un pescado. Casi sonrió.

—Escucha —susurró Kurtz—. Arranca el motor y coloca la mano derecha sobre el volante, junto a la izquierda. Así está bien. Gira dejando las dos manos ahí arriba.

—Tengo que cambiar… —comenzó Big Bore, y luego hizo una mueca; cerró los ojos y esperó la bala. Kurtz presionó el cañón con tal fuerza contra su cuello que fue como si una bala penetrara de verdad en su piel.

—Nada de cambios —sentenció Kurtz—. Está en segunda, arrancará igualmente, déjalo así. Las dos manos en el volante. Ese coche de delante va a arrancar. Síguelo, pero no te pongas demasiado cerca. Colócate a menos de seis metros de su parte trasera y te vuelo la cabeza. Quédate quince metros atrás y te vuelo la cabeza. Sube de los cincuenta kilómetros por hora y te vuelo la cabeza. Asiente si te ha quedado claro.

Big Bore asintió.

El Lincoln Town Car de delante arrancó, encendió las luces y se apartó de la acera, dirigiéndose lentamente por el sur hacia la calle Franklin.

—Gira aquí a la izquierda —dijo Kurtz. La camioneta siguió al Lincoln cuando giró al este.

Tal vez alguien vea a Kurtz en el lecho de la camioneta, detrás de mí, pensó Big Bore, pero la punzada de esperanza se desvaneció rápido. Estaba demasiado oscuro, los laterales de la Power Wagon eran demasiado altos y Kurtz estaba cubierto por la vieja lona.

El Lincoln se movía con lentitud. Cruzaron la Main y pasaron por el gueto negro; cada vez había menos luces.

—No podías dejar las cosas como estaban, ¿verdad, Big Bore? —dijo Kurtz.

El indio abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, pero entonces recordó la amenaza de Kurtz.

—Te permito responder a esto —dijo Kurtz—. ¿Sabes algo sobre el aparcamiento?

—¿El aparcamiento? —repitió Big Bore.

Kurtz adivinó por el tono de voz tembloroso de Big Bore Redhawk que el indio no tenía nada que ver con el tiroteo del día anterior.

El Lincoln aparcó delante de una fila de tiendas abandonadas en la zona más oscura del barrio negro.

—Para tres metros detrás, ponlo en punto muerto y echa el freno de mano —susurró Kurtz—. Haz algo distinto y te mato aquí mismo.

Big Bore consideró la idea de echar mano de su cuchillo, pero el cañón que le presionaba la nuca era más persuasivo que su desesperación.

Tres hombres salieron del Lincoln y se acercaron a la ranchera Dodge. Dos de ellos apuntaron con sus armas a Big Bore, le ordenaron salir de la cabina, le cachearon, le quitaron el gigante cuchillo y lo condujeron al Lincoln, donde le hicieron tenderse en el maletero. El maletero del Town Car contaba con un aislamiento muy bueno y los gemidos y ruegos del indio se acallaron en seco en cuanto lo cerraron.

—Entiendo que debe tener lugar mañana, en el jodido Erie, exactamente a las diez de la mañana —dijo Colin, el guardaespaldas personal de Angelina Farino Ferrara.

—Sí —convino Kurtz, y levantó la enorme Ruger con mirilla en su mano enguantada—. ¿Puedes darle algún uso a esto?

—¿Estás de broma? —dijo Colin—. Esa cosa es casi tan grande como mi polla. Me gustan las armas más pequeñas. Agitó en el aire su pequeña 32.

Kurtz asintió y arrojó la Ruger al asiento del copiloto. No tenía ninguna duda de que la camioneta y la pistola ya habrían desaparecido a las tres de la mañana.

—La señorita Ferrara dijo que debería darme un sobre —dijo Colin.

—Dile que le enviaré el dinero este fin de semana.

El guardaespaldas miró a Kurtz pero luego se encogió de hombros.

—¿Por qué a las diez de la mañana?

—¿Qué? —A Kurtz le zumbaba la cabeza.

—¿Por qué exactamente a las diez? Lo del indio, mañana.

—Es algo sentimental —le contó Kurtz, y se bajó de un salto de la Power Wagon y comenzó a caminar hacia donde estaba aparcado el Pinto, frente a una farmacia abandonada con las ventanas rotas.

Cuando contactó con Angelina en su línea privada tras recibir la llamada de Daddy Bruce sobre la presencia de Big Bore Redhawk en el Blues Franklin, la don pensó que estaba de broma.

—No lo estoy —le dijo Kurtz—. Encontraré al exterminador de camellos y puedes quedarte con tus quince mil…

—Diez mil solo por encontrarle —le recordó Angelina—. Ya te he dado cinco de adelanto.

—Lo que sea. Te devolveré el adelanto y puedes quedarte con el resto a cambio de este pequeño favor.

—Pequeño favor —repitió Angelina en tono divertido—. ¿Nosotros hacemos esta… cosita por ti a cambio de tu promesa de hacer otra cosa por nosotros algún día?

—Sí —afirmó Kurtz. Y tras un minuto de silencio, añadió—: Tú empezaste este asunto de Big Bore el invierno pasado, señorita. Considéralo una manera de limpiarlo y de ahorrar algo de dinero al mismo tiempo.

Se produjo otro silencio al otro lado de la línea.

—De acuerdo. ¿Esta noche cuándo? ¿Dónde?

Kurtz contestó a aquellas preguntas.

—Este no es tu estilo, Kurtz —le replicó ella—. Siempre pensé que te encargabas de tus propios asuntos.

—Sí —dijo Kurtz con aire cansado—. Es solo que ahora mismo estoy algo ocupado.

—Pero no más favores como este —le exigió Angelina Farino Ferrara.

Ahora Kurtz se sentaba en su Pinto y observaba el Lincoln Town Car alejarse lentamente. El enorme Dodge Power Wagon se quedó solo en la oscura acera, sus pesados soportes para la cuchilla del quitanieves parecían mandíbulas, el resto de su masa tenía un aspecto oxidado, desolado y algo así como triste, aquí tan alejado de su elemento, en la ciudad.

Kurtz sacudió la cabeza, se preguntó si estaba volviéndose blando y condujo de vuelta al Harbor Inn para dormir un poco. Arlene y él iban a repasar el resto de material del ordenador de O’Toole a las ocho de la mañana del día siguiente. Hizo otra llamada de camino al Blues Franklin y concertó una cita para las diez de la mañana.