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A Kurtz le dolía demasiado la cabeza para poder expresar su opinión sobre aquella feliz revelación. Encendió el ordenador, descargó los archivos y los abrió al tiempo que comía y daba sorbos a una Coca-Cola.

El gran John O’Toole fue policía callejero de Búfalo durante casi veinte años, y todo aquel tiempo lució el mismo uniforme. Según el Buffalo News, era sargento y estaba a tres meses de retirarse cuando le dispararon durante una redada de drogas que salió mal, hacía cuatro años, y murió a causa de las heridas. O’Toole estaba actuando por su cuenta, algo extraño para un sargento de tanta antigüedad, investigando una serie de incendios de coches en la zona de Hertel (un vecindario famoso por la quema de vehículos para reclamar luego el dinero del seguro), cuando presenció tráfico de heroína y trató él solo de llevar a cabo el arresto. Uno de los tres sospechosos (todos escaparon a pesar de la enorme persecución) disparó a O’Toole y le alcanzó en la cabeza.

Extraño, pensó Kurtz. Un policía experimentado, de uniforme, tratando de atrapar a varios camellos sin pedir refuerzos. No tenía sentido.

Había varios artículos relacionados, incluido uno que cubría el enorme funeral del sargento John O’Toole. Parecía que todos los policías del oeste de Nueva York se habían presentado allí, y Kurtz reconoció a la agente Margaret O’Toole, ligeramente más joven y algo más delgada, de pie bajo la lluvia junto a la concurrida tumba. Recordó que una vez le dijeron que trabajaba para antivicio en aquella época, cuando era una poli de verdad.

Kurtz hojeó el resto de la información sobre el gran John O’Toole. Se trataba sobre todo de citaciones, algunos asuntos relacionados con la comunidad de hacía una década y artículos sobre la poco fructífera búsqueda de los sospechosos del tiroteo. Después examinó lo que había sobre el hermano mayor del heroico policía, el mayor Michael Francis O’Toole.

Las fotos independientes de cada uno (parece que no existían imágenes de los dos juntos) evidenciaban un vago parecido entre los dos hermanos, con ese romo estilo irlandés, pero el rostro del mayor era más ancho, más duro y malvado que el del poli. Arlene había accedido de alguna forma a los registros militares. Kurtz nunca le preguntaba cómo lograba hacer tales cosas. Imprimió las páginas para leerlas con mayor facilidad.

Michael Francis O’Toole, nacido en 1936, se alistó en el ejército en 1956, obtuvo una serie de destinos en América y Europa antes de su primer tour en Vietnam, en 1966. O’Toole había escalado rangos por sus propios méritos, fue enviado a la escuela de oficiales a principios de los sesenta y ya era capitán en su primer tour de combate. Había varias citaciones, medallas y detalles sobre su heroísmo. Una vez corrió desde un helicóptero, bajo fuego enemigo, para rescatar a uno de sus hombres heridos, que fue dejado atrás durante una confusa evacuación. Su especialidad fue trabajar con el ARVN (el ejército de la República de Vietnam) y los Kit Carson Scouts, unas tropas vietnamitas entrenadas por los americanos y caracterizadas por su alta moral, muy útiles para realizar exploraciones, interrogatorios y traducciones para el ejército estadounidense y la CIA en el interior del país. O’Toole fue enviado de vuelta a los Estados Unidos tras ser herido leve, le ascendieron a mayor y enseguida se prestó voluntario para regresar a Vietnam. Al aterrizar en una posición de vanguardia en el valle de Dan Lat, pisó una mina antipersonal y perdió el uso de las dos piernas.

Aquel fue el fin de la carrera militar activa del mayor O’Toole. Tras su recuperación en un hospital de veteranos en Virginia, O’Toole se retiró del ejército y regresó al pueblo natal de su familia, en Chappaqua, Nueva York. Había varios recortes de periódico sobre el traslado del mayor O’Toole a Neola, Nueva York, una pequeña ciudad de alrededor de veinte mil habitantes a cien kilómetros al sur de Búfalo, en la frontera con Pensilvania. El mayor había abierto un gran negocio de importación y exportación de productos del sudeste asiático junto a su socio vietnamita, el coronel Vinh Trinh. Llamaron al pequeño negocio la Compañía de Comercio del Sudeste Asiático, o SEATCO, que a Kurtz le sonaba como otro de aquellos estúpidos acrónimos militares a los que estaba acostumbrado de su temporada en la policía militar.

De acuerdo, pensó Kurtz. El dolor de cabeza había empeorado, así que se frotó las sienes. ¿Qué demonios significa todo esto, aparte de que la pobre y moribunda Peg O’Toole tenía por padre a un heroico aunque no muy brillante poli y a un tío héroe de Vietnam?

—Mira ese archivo antes de seguir adelante con los hermanos O’Toole —dijo Arlene como si le hubiera leído la mente a Kurtz, al tiempo que aplastaba la colilla de su cigarrillo.

—¿El archivo llamado Nube Nueve?

—Sí.

Kurtz cerró el resto de cosas de la pantalla y abrió el archivo de Nube Nueve. Era un artículo promocional aparecido en el Neola Sentinel sobre el maravilloso parque de atracciones abierto en las montañas que dominaban Neola. Era de esperar que este nuevo y moderno parque de atracciones atrajera a visitantes de todo el oeste de Nueva York, el norte de Pensilvania y el norte y centro de Ohio. El parque incluía un tren a escala uno-tres con capacidad para sesenta jóvenes pasajeros y con dos kilómetros y medio de vías tendidas por y alrededor de la cima de la montaña. El parque también ostentaba una enorme noria, una montaña rusa «solo comparable a la Comet del Crystal Beach de Canadá», un pabellón de coches de choque y un surtido de otras atracciones.

El parque había sido construido «a modo de regalo para la juventud de Neola» por el alcalde Michael Francis O’Toole, presidente de Compañía de Comercio del Sudeste Asiático de Neola, Nueva York.

—Ajá —dijo Kurtz.

Arlene paró de teclear.

—No te había oído decir ajá desde los viejos tiempos, Joe.

—Es un término especializado, solo conocido por los investigadores privados profesionales —bromeó Kurtz.

Arlene sonrió.

—Solo que esta vez tú eres el investigador. No hice ni una maldita cosa para sacar esta información. Habéis sido tú y tu ordenador.

Arlene se encogió de hombros.

—¿Has leído ya el archivo «Neola H. S.»?

—Todavía no —dijo Kurtz. Lo abrió.

Fechada el 27 de octubre de 1977 por el Neola Sentinel, el Buffalo News y el New York Times. Un estudiante de instituto, Sean Michael O’Toole, de dieciocho años, entró ayer en el instituto de Neola armado con un rifle del 30-06 y disparó a dos compañeros de clase, al profesor de gimnasia y al ayudante del director, antes de ser reducido y derribado por cuatro miembros del equipo de fútbol de Neola. Las cuatro víctimas del tiroteo fueron declaradas muertas en la escena del crimen. Resulta que Sean Michael O’Toole es hijo del importante hombre de negocios de Neola y propietario del parque de atracciones Nube Nueve, el mayor Michael O’Toole, y la recientemente fallecida Eleanor Rains O’Toole. No se conocen los motivos del tiroteo.

—Uau, antes de Columbine —dijo Kurtz.

—¿Recuerdas algo de esto? —preguntó Arlene.

—Solo era un niño —dijo Kurtz. Aunque era el tipo de noticia que le hubiera llamado la atención incluso entonces.

—En ese momento ya vivías en el orfanato del padre Baker —le recordó Arlene. El juez solía enviar a los chicos allí.

Kurtz se encogió de hombros. En aquel archivo también aparecía el resultado de la audiencia en el juzgado del hijo del mayor, que tuvo lugar el 27 de enero de 1978. Sean O’Toole fue examinado por una batería de psiquiatras para decidir si era apto para someterse a juicio. Lo mandaron a una institución psiquiátrica destinada a criminales, en Rochester, Nueva York, donde le realizaron pruebas adicionales y se sometió a «una continua evaluación y terapia dentro de un ambiente seguro». Kurtz conocía la casa de locos de Rochester, era la mazmorra de algunos de los asesinos más perturbados del Estado de Nueva York.

—¿Has leído la última parte del archivo de Nube Nueve? —preguntó Arlene.

—Todavía no.

—Es solo un recorte del Neola Sentinel fechado en mayo del setenta y ocho —dijo Arlene— anunciando que el parque de atracciones Nube Nueve, acuciado por las dificultades financieras y la baja asistencia, iba a cerrar para siempre sus puertas.

—Pobre juventud de Neola —lamentó Kurtz.

—Evidentemente.

—Pero si su tío llevaba este negocio y el parque de atracciones de Neola, ¿cómo es que Peg O’Toole no lo sabía? —musitó Kurtz en voz alta—. ¿Cómo es que me enseñó las fotos del parque abandonado, si es que era Nube Nueve, y no sabía que pertenecía a su viejo tío?

Arlene se encogió de hombros.

—Tal vez sabía que las fotos no eran del parque de atracciones abandonado de su tío. O tal vez no sabía que existía Nube Nueve. Su padre, el gran John, no se mudó a Búfalo para trabajar de poli hasta el noventa y dos. Puede que el mayor y su hermano estuvieran distanciados. No vi la silla de ruedas del mayor en las fotos del funeral del gran John, hace cuatro años. Es de imaginar que, siendo su tío, debería haber estado junto a la señorita O’Toole, ya que la madre de Peg estaba muerta.

—Aun así… —dijo Kurtz.

—¿Recuerdas que me comentaste que uno de los coches de choque volcados de la foto que viste tenía escrito el número nueve?

—Nube Nueve —dijo Kurtz—. Todo está aquí. Es solo que no tiene sentido. Vuelvo enseguida.

Kurtz se levantó rápidamente, se apresuró camino del diminuto baño junto a la ronroneante salita del servidor de los ordenadores, se arrodilló junto al váter y vomitó varias veces. Cuando terminó, se enjuagó la boca y se lavó la cara. Las manos le temblaban con violencia. Era evidente que su conmoción no quería que comiese nada todavía.

—¿Estás bien, Joe? —se interesó Arlene cuando regresó a la habitación principal.

—Sí.

—¿Necesitas otras búsquedas relacionadas con esto?

—Sí —dijo Kurtz—. Quiero averiguar lo que le pasó a este chico, al que disparó. ¿Permaneció encerrado en Rochester? ¿Ha salido ya? Y necesito algunos detalles de la historia específica del mayor en Vietnam, no solo las medallas, sino nombres, lugares, con quién trabajó, lo que hacía y cuándo.

—Los archivos médicos y militares son dos de las cosas más difíciles de hackear —reveló Arlene—. No estoy segura de que pueda conseguirlo.

—Haz lo que puedas —dijo Kurtz. Sonó su teléfono móvil. Se giró para contestar.

Del aparato surgió la voz de Daddy Bruce.

—Joe, querías que te avisara si el indio Big Bore volvía al Blues para buscarte.

—Sí.

—Está aquí.