Arlene llegó justo a las nueve y media. Kurtz la estaba esperando a la entrada del Harbor Inn. El frío viento que soplaba hacia el oeste procedente del lago olía a octubre. Hojas secas, periódicos y pequeños restos se batían por los vacíos campos industriales y revoloteaban entre los pies de Kurtz.
Se subió al Buick azul.
—Has recuperado el Pinto —dijo Arlene. Estaba aparcado detrás del edificio triangular, en su sitio habitual.
—Sí —afirmó Kurtz. Tuvo algunos problemas con la juventud local las primeras semanas que vivió allí, hasta que le dio una paliza al más robusto de la banda de saqueadores de coches y se ofreció a pagarle al más inteligente cien pavos a la semana a cambio de que protegiera la integridad del vehículo. Desde entonces no hubo ningún problema, salvo por el hecho de que ya había pagado varias veces el valor real del Pinto.
Al tiempo que giraba en redondo de regreso a las luces del centro de la ciudad, Arlene le dio unos golpecitos a un sobre sellado de manila que reposaba en la consola situada entre ellos.
—Ese tipo de la mafia peinado a secador apareció con el paquete, tal como dijiste.
—¿Lo has abierto?
—Por supuesto que no —dijo Arlene. Se encendió un Marlboro e hizo una mueca ceñuda hacia él.
Kurtz abrió el sobre. Una lista de cinco nombres y direcciones. Un tipo y dos miembros de su familia. Una mujer. Otro tipo.
—Angelina Farino Ferrara me contrató para averiguar quién ha estado cargándose a algunos de sus camellos de jaco y a sus clientes —dijo Kurtz—. Toma Gonzaga se cruzó conmigo esta tarde y me ofreció el mismo trabajo, con la diferencia de que él hablaba de los clientes de su familia.
—¿Alguien ha estado matando a los camellos de heroína de los Gonzaga y los Farino? —Arlene sonaba sorprendida.
—Evidentemente.
—No he oído nada del asunto en el canal de noticias. —Kurtz sabía que Arlene era lo bastante mayor para recordar y echar en falta a Irv Weinstein y aquellos telediarios en los que la noticia de portada siempre estaba relacionada con un suceso sangriento. Toda la carnicería y los cadáveres de un día resumidos en unos rápidos titulares de cuarenta y cinco segundos. Kurtz también lo echaba de menos.
—Se lo han callado —dijo Kurtz.
—¿Las familias se lo han callado?
—Sí.
—¿Cómo demonios ocultas cinco asesinatos?
—Es peor que eso. Veintidós asesinatos contando a los camellos y enganchados de Gonzaga.
—¿Veintidós asesinatos? ¿En cuánto tiempo? ¿Diez años? ¿Quince?
—En el pasado mes, creo —dijo Kurtz, y tocó el sobre—. No he leído todavía el papeleo.
—Jesús —exclamó Arlene, y tiró la ceniza por la ventana.
—Sí.
—¿Y estuviste de acuerdo en investigar para ellos, como si no tuvieras otra cosa que hacer?
—Me hicieron una oferta que no podía rechazar —aseguró Kurtz—. Tanto Gonzaga como la hija del don ofrecen dinero en efectivo y otros incentivos.
Arlene lo escudriñó a través del humo de su cigarrillo. Sabía que Kurtz casi nunca hacía bromas o referencias sobre películas, y desde luego nunca de El padrino.
—Joe —dijo con suavidad—. No es mi intención entrometerme, pero no creo que Angelina Farino haya velado nunca demasiado por tus intereses.
Kurtz no tuvo más remedio que sonreír.
—Ahí está el garaje del centro cívico —dijo—. ¿Tienes alguna idea de cómo vamos a entrar?
—¿Has dormido algo esta tarde? —Aparcó junto a la acera.
—Un poco. —Dormitó durante una hora hasta que el dolor de cabeza le despertó.
—He traído un poco de Percocet. —Agitó el frasco de pastillas.
Kurtz no preguntó ni quería saber por qué tenía Percocet.
—Me tomé un par de aspirinas —dijo, haciendo un gesto con la mano para rechazar el frasco—. Todavía no sé cómo vamos a entrar. El lugar está muy bien cerrado de noche. Incluso el aparcamiento tiene una reja de metal que se abre solo desde dentro.
Arlene levantó su gran bolso, del tamaño de un maletín, como si eso explicara algo.
—Vamos a pasar por la puerta principal y los detectores de metal. Si llevas pistola, déjala aquí afuera.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó el guardia junto a los detectores de metal. Una de las puertas principales no estaba cerrada, pero solo conducía a un amplio vestíbulo.
Arlene se acercó y sacó una identificación y una carta de aspecto oficial, con el escudo de la ciudad en el sobre, y se la entregó al guardia. Kurtz evitó las luces y mantuvo el rostro entre las sombras y el lado vendado de la cabeza hacia un lado.
—¿Oficina del fiscal del distrito? —dijo el guardia después de haber leído el papel moviendo los labios muy levemente—. ¿Qué quieren a esta hora de la noche? Todo está cerrado y todo el mundo se ha ido a casa.
—Lo acaba de leer —sentenció Arlene—. El mismísimo fiscal del distrito tiene una audiencia a las nueve de la mañana ante el juez Garman, nada menos, y la mitad del papeleo de la libertad condicional del convicto no ha sido enviado.
—Bueno, señora… Johnson… yo no debería…
—Esto debe hacerse rápido, agente Jefferson. El fiscal está cansado de tanta incompetencia por aquí. Si le avergüenzan mañana por no haber conseguido hoy los papeles… —Arlene había sacado su móvil y lo estaba abriendo.
—De acuerdo, de acuerdo —accedió el agente Jefferson—. Deme su bolso y pasen por los detectores.
Kurtz cruzó primero y se situó en una zona de poca luz. Jefferson extrajo el pesado disco duro con asas… parecía dudoso.
—Es un disco duro portátil —dijo Arlene, apenas disimulando un suspiro y poniendo los ojos en blanco—. ¿No creerá que vamos a copiar los archivos a mano, verdad?
Jefferson agitó la cabeza, le devolvió el disco duro y cogió una caja negra rectangular de doce pulgadas de largo con varias ranuras de entrada y de la que salía un cable.
—Es mi copiadora portátil para archivos que tienen que copiarse a mano —explicó Arlene, mirando su reloj—. El fiscal del distrito necesita esos archivos antes de las diez y media, señor Jefferson. Detesta quedarse levantado hasta tarde.
Jefferson cerró la cremallera del bolso gigante y se lo devolvió a Arlene.
—No he recibido ninguna llamada respecto a esto, señorita Johnson.
Arlene sonrió.
—Agente, es la oficina del fiscal del distrito. ¿Ha tratado antes con nosotros? El fiscal es un hombre maravilloso, pero tiene suerte si recuerda subirse la bragueta.
—La señora Feldman está de baja por defunción esta semana —dijo el agente.
—Lo sabemos, pero el fiscal necesita esos archivos.
Jefferson sonrió.
—Sí. —Miró a Kurtz—. Debería llevarles arriba, al despacho de la señora Feldman, pero será en un par de minutos. Leroy sigue haciendo sus rondas.
Arlene sacó una llave plateada.
—La hermana de Carol nos dio la llave. Serán solo unos minutos. —Le dio la pesada bolsa a Kurtz—. Aquí tienes, Thomas, lleva esto.
Kurtz la siguió, obediente, camino del ascensor del vestíbulo. Jefferson hizo un gesto con la mano a modo de despedida cuando entraron.
—Esto quedará en el vídeo de seguridad —dijo Kurtz cuando se cerraron las puertas.
Arlene se encogió de hombros.
—No ha tenido lugar ningún crimen, no hay necesidad de comprobar los vídeos de seguridad.
—Supongo que la oficina de la señora Feldman está cerca de la de O’Toole.
—A pocas puertas de distancia.
—Algún día el fiscal del distrito seguirá el rastro de todo esto hasta llegar a la secretaria ejecutiva de su predecesor —dijo Kurtz.
—No en esta vida —replicó Arlene.
En un bolsillo oculto del bolso de Arlene estaban las herramientas de allanamiento que Kurtz siempre usaba para este tipo de trabajos. Abrió la oficina de Feldman primero, encendió las luces y cerró la puerta. La puerta de O’Toole estaba cruzada con tres tiras de cinta de escena del crimen, pero se abría hacia dentro y pudieron pasar. Kurtz apenas necesitó quince segundos para forzar la cerradura.
Bajaron las persianas venecianas, sacaron una cámara infrarroja de bolsillo sin flash, muy útil para ambientes con poca luz, y tomaron cuatro fotos de tal modo que pudieran volver a dejarlo todo exactamente como estaba. Acto seguido, encendieron un par de linternas halógenas. Ambos llevaban guantes. El ordenador de Peg O’Toole continuaba en el escritorio. Arlene buscó un enchufe para el disco duro, conectó un cable USB al ordenador, encendió la máquina de la agente de la condicional y la suya, y le susurró a Kurtz que ya estaba todo listo.
—¿Cuánto tiempo tardará esto? —susurró a su vez Kurtz.
—Depende de los archivos que contenga —murmuró Arlene, tocando con los dedos enguantados el teclado de O’Toole—. Tardé cuarenta y ocho minutos en salvar los archivos de campanasdeboda.com.
—¡No tenemos cuarenta y ocho minutos! —siseó Kurtz.
—No pasa nada —dijo Arlene—. Campanas de boda tiene tres mil trescientos ochenta archivos. La señorita O’Toole tiene ciento seis. —Una luz verde comenzó a parpadear en la unidad de disco duro y esta comenzó a ronronear—. En ocho minutos estamos fuera.
—¿Y qué pasa si están encriptados, protegidos por una contraseña o algo así? —susurró Kurtz.
—No creo que lo estén —dijo Arlene—. Pero nos ocuparemos de eso cuando volvamos a la oficina. Haz lo que tengas que hacer con los archivos. —Le entregó el escáner portátil.
Los cajones del mueble archivador estaban cerrados. Logró abrirlos en apenas veinte segundos. Al usar la linterna, vio el equivalente a varios años de gruesas carpetas que contenían documentación sobre decenas de convictos en libertad condicional. Lo que necesitaba era una lista reciente… allí estaba. Peg O’Toole tenía actualmente treinta y nueve «clientes» activos, incluyendo a un tal Joe Kurtz. Hizo espacio, enchufó el escáner-copiadora digital y comenzó a pasar las páginas por el pequeño dispositivo. Existían escáneres más pequeños, algunos del tamaño de un bolígrafo, pero este era fiable y engullía rápidamente documentos enteros, eliminando la necesidad de pasar la punta del escáner por las líneas de texto. Kurtz lo alimentó con la lista actualizada de clientes, sus direcciones y números de teléfono.
Arlene echó un vistazo por la habitación y encontró una grabadora de casetes y un montón de cintas.
—Debe de grabar sus notas para luego transcribirlas, Joe —dedujo Arlene en voz baja—. Y faltan las cintas de las últimas tres semanas.
—La poli —susurró Kurtz. Estaba digitalizando la agenda de O’Toole usando el modo más lento y pasando la luz por las entradas escritas a mano de O’Toole.
—Tendremos que tener la esperanza de que le diera tiempo a pasar sus notas a ordenador. —Terminó de copiar las tres primeras páginas de cada uno de los archivos de los treinta y nueve convictos activos, incluido él mismo, guardó los originales, cerró los cajones del mueble archivador y regresó junto al escritorio.
La unidad de disco ya había parpadeado para indicar que había terminado. Arlene la dejó enchufada y colocó un cedé en la bandeja del ordenador de O’Toole.
—Quiero su correo —susurró Arlene.
Kurtz sacudió la cabeza.
—Eso seguro que estará protegido por una contraseña.
Arlene asintió.
—El programa que acabo de cargar… oh… ahí está. Se quedará escondido dentro y, si alguien más sabe su contraseña y usa este ordenador, el programa nos reenviará un informe de todas las pulsaciones del teclado.
—¿Es eso posible? —quiso saber Kurtz. La idea de que aquello pudiese suceder le afectó e hizo que empeorara su dolor de cabeza.
—Lo acabo de hacer —susurró Arlene. Extrajo el cedé y lo guardó en su bolso.
—Entonces ¿todas las cosas del disco duro están ahora en el cedé?
—No. La agente O’Toole no tenía una unidad grabadora de cedés en esta vieja máquina. He enviado los datos al disco duro portátil.
—¿No encontrarán los polis tu programa de detección de pulsaciones de teclado si vuelven a mirar?
Arlene sonrió.
—Se autodestruirá antes de eso. Dios, ojalá pudiera fumar aquí dentro.
—Ni lo pienses. Ahora muévete, necesito registrar el escritorio.
—Está cerrado —susurró Arlene.
—Ajá —exclamó Kurtz, y usó dos piezas dobladas de metal para abrir los cajones antes de que Arlene se apartara por completo de su camino. Allí encontró los habituales objetos de cajón de oficina: lápices, clips, una regla, bolígrafos. Folios y sellos oficiales en el cajón superior derecho. Viejos diarios de citas en el cajón central derecho.
El día anterior, O’Toole había sacado las fotos del parque de atracciones del cajón inferior derecho. También había unos cuantos objetos personales allí: tampones modestamente arrinconados al fondo, pasta de dientes, un cepillo en un tubo de viaje, cosméticos, un pequeño espejo. Nada de fotos. Ningún sobre similar al que tenía guardadas las fotos. Kurtz rebuscó una segunda vez para estar seguro y luego cerró los cajones. Las fotos no estaban entre los papeles sueltos o los archivos que acababa de examinar.
—¿Se las llevó la policía? —preguntó Arlene, que sabía lo que estaba buscando.
Kurtz se encogió de hombros. Puede que llevara las fotos en el bolso cuando le dispararon.
—¿Hemos terminado?
Cuando Arlene asintió, volvió a bloquear todas las cerraduras y comprobó las fotos digitales infrarrojas en la pantalla LCD para asegurarse de que todo seguía igual que lo encontraron. Regresó junto al escritorio y ajustó la posición de un lápiz. Abrieron un poco la puerta, se aseguraron de que el pasillo estaba vacío y salieron.
Siete minutos y doce segundos.
Kurtz abrió la puerta de la oficina de la señora Feldman, apagó las luces y volvió a cerrar la puerta.
Pasaron junto al otro guardia, Leroy, que en aquel momento salía del ascensor.
—Phil me dijo que estaban ustedes aquí. ¿Ya han terminado?
Arlene alzó el grueso archivador, lleno de viejos papeles de buscaatuamor.com, que había sacado de su maletín.
—Ya tenemos lo que necesita el fiscal del distrito —dijo.
Leroy asintió y continuó su ronda por el pasillo para comprobar las puertas.
Fuera, Arlene no esperó a que llegaran al Buick. Le dio el bolso a Kurtz y se encendió un Marlboro.
—¿Has disfrutado de esto? —le preguntó Kurtz cuando subieron al coche.
—Ya te digo. Hacía más de doce años que no ayudaba en un trabajo de campo.
Kurtz pensó en aquello. Ni siquiera recordaba haber requerido a Arlene para trabajos de ese tipo.
—Con Sam —aclaró Arlene. A Kurtz le sorprendió que Samantha se hubiera llevado a Arlene a hacer trabajos de campo y nunca se lo hubiera dicho. Era evidente que pasaron muchas cosas en la agencia de las que no tenía conocimiento.
—¿Volvemos a la oficina? —preguntó Arlene.
—Volvemos a la oficina —confirmó Kurtz—. Pero pasa por un Burger King o algo por el camino.
Llevaba más de treinta horas sin comer nada.