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La empresa de seguridad y protección ejecutiva Empire State tenía sus oficinas en la vigésimo primera planta de uno de los pocos edificios altos y modernos de Búfalo. La recepcionista era una atractiva mujer euroasiática vestida de manera impecable que ignoró con educación los vendajes y los ojos magullados de Kurtz. Sonrió y avisó al señor Kennedy en cuanto Kurtz le dio su nombre. Le preguntó si quería café, un zumo de naranja o agua embotellada. Kurtz dijo que no, pero una sensación de ligereza ajena al dolor en su cráneo le recordó que no había comido ni bebido nada en las últimas veinticuatro horas.

Kennedy apareció por un pasillo enmoquetado, le estrechó la mano a Kurtz como si fuera un cliente de su negocio y lo condujo a través de un corto laberinto de pasillos y salas con ventanales de cristal donde varios hombres y mujeres trabajan en terminales de ordenador con grandes monitores de pantalla plana.

—El negocio de la seguridad parece estar en auge —observó Kurtz.

—Lo está —corroboró Brian Kennedy—. A pesar de la mala situación económica. O tal vez a causa de ella. Los que no tienen piensan en modos ilegales de conseguirlo. Los que todavía tienen están dispuestos a pagar más para conservarlo.

El despacho de Kennedy, en la oficina de la esquina, tenía particiones sólidas que lo separaban del resto del laberinto comunal, pero las dos paredes exteriores orientadas a Búfalo eran totalmente de cristal.

La oficina contaba con un escritorio moderno pero no estrafalario, tres ordenadores, un cómodo sofá de cuero y una pequeña mesa de conferencias oval cerca de la esquina de las paredes de cristal. En un carro con ruedas había un reproductor de vídeo de calidad profesional y un monitor. Rigby King estaba sentada al otro lado de la mesa oval.

—Joe.

—Detective King —dijo Kurtz.

Kennedy no dudó en indicarle a Kurtz que se sentara a la derecha de Rigby. Él se acomodó en el lado opuesto del óvalo.

—La detective King me preguntó si podía sentarse con nosotros, señor Kurtz. No creí que a usted le importara.

Kurtz se encogió de hombros y se sentó en una silla. Dejó la carpeta de cuero de Gonzaga en el suelo junto a ella.

—¿Puedo traerle algo, señor Kurtz? Café, agua mineral, una cerveza… —Kennedy miró a Kurtz a los ojos cuando este se quitó las gafas de Ray Charles—. No, una cerveza no le haría mucho bien en este momento. Debe de estar tomando una cantidad respetable de medicación para el dolor.

—Estoy bien —dijo Kurtz.

—Esta mañana dejaste el hospital de manera algo precipitada, Joe —le reprochó Rigby King. Sus ojos marrones eran tan atractivos, profundos, inteligentes y vigilantes como recordaba—. Te dejaste tu ropa.

—Encontré otra —adujo Kurtz—. ¿Estoy arrestado?

Rigby sacudió la cabeza. Su pelo corto y ligeramente de punta le hacía parecer más joven de lo que era, al fin y al cabo era tres años mayor que Kurtz.

—Veamos el vídeo —sugirió.

—Peg sigue conectada al respirador y continúa inconsciente —informó Kennedy, como si alguien le hubiera preguntado—. Sin embargo, los doctores esperan poder pasar su situación de crítica a reservada en un par de días.

—Bien —dijo Rigby—. Llamé hace una hora para saber cómo estaba.

Kurtz miró la imagen congelada en el monitor.

—Esta es la cámara de la puerta por la que salieron Peg y usted —dijo Kennedy.

El vídeo estaba en blanco y negro, o bien en color pero con tan poca iluminación que no se apreciaba, y solo mostraba la zona de ocho metros por ocho metros frente a las puertas que daban acceso al garaje del centro cívico.

—¿Ninguna cámara enfoca la zona de coches aparcados? —preguntó Kurtz cuando se comenzó a reproducir el vídeo cuya fecha, hora, minuto y segundo, sobreimpresionados en blanco en la parte inferior derecha de la imagen, correspondían al día anterior.

—La hay —dijo Kennedy—, pero la ciudad eligió la disposición de cámaras más económica, de tal modo que la siguiente apunta a la dirección opuesta, a veinticinco metros de esta cobertura. El o los que les dispararon se situaron en esa zona entre las dos vistas. Las imágenes no se solapan.

En la pantalla, la puerta se abrió y Kurtz se vio a sí mismo salir y hacerle un gesto de cabeza a la sombra que era Peg O’Toole sosteniendo la puerta. Kurtz caminó delante de la mujer, que se quedó atrás.

Les separaban unos tres metros y ya habían comenzado a tomar caminos diferentes cuando algo ocurrió. Kurtz se vio a sí mismo agacharse, estirar el brazo, señalar a la puerta y gritar algo. O’Toole se quedó quieta, miró a Kurtz como si estuviese loco, sacó el arma de su bolso y entonces giró la cabeza y miró hacia la oscuridad tras la cámara sobre sus cabezas. Todo estaba en silencio.

Saltaron chispas después de que una bala impactara en el pilar de cemento, tres metros por detrás de él. O’Toole extrajo su Sig Pro de 9 mm y viró en la dirección de donde provenían los disparos. Kurtz se vio a sí mismo dando la vuelta, como si fuera a buscar cobijo en el pilar, pero entonces O’Toole se estremeció. Su cabeza dio un latigazo hacia atrás.

Kurtz lo recordó entonces. Recordó partes. El futfutfut y el resplandor del cañón en el sexto o séptimo coche frente a ellos. No era un arma con silenciador. Kurtz se dio cuenta en su momento y lo recordó ahora: era casi seguro una pistola del calibre 22, solo una, que sonaba más suave que la mayoría de las veintidós, como si el asaltante hubiera reducido la carga de pólvora.

O’Toole cayó. Una herida negra floreció en su pálida frente. Su arma se deslizó por el pavimento.

En el vídeo, Kurtz se lanzó en pos de la Sig Sauer, la cogió, se hincó de una rodilla delante de la oficial de la condicional, agarró la pistola con las dos manos y devolvió fuego; el destello del cañón iluminó la pantalla.

Había dos figuras, recordó Kurtz. Sombras. El pistolero cerca del maletero del coche y otro hombre, más alto, detrás del vehículo, solo se le veía un poco a través del cristal. El más bajito era el único que disparaba.

Kurtz estaba disparando en la pantalla. De repente se detuvo, arrastró a O’Toole por el suelo, la levantó y comenzó a llevarla hacia la puerta.

Le di al pistolero, recordó Kurtz. Se le giró el cuerpo y se golpeó contra el coche. Ahí fue cuando intenté sacar a O’Toole. Entonces el otro hombre cogió la pistola y siguió disparándonos.

El brazo de la agente O’Toole pareció dar un respingo. La bala pasando por la parte superior de su brazo, pensó Kurtz al recordar la explicación del médico. El tronco superior de Kurtz se giró y su cabeza se agitó hacia la izquierda justo cuando trataba de volver a apuntar la Sig Pro. Acto seguido cayó con dureza, arrastrando consigo a la mujer. Los dos acabaron tendidos en el cemento. Un charco de sangre de color negro se formó en el suelo.

Pasó un minuto completo con la imagen de los dos cuerpos inmóviles.

—No había cobertura de la rampa de salida —dijo Rigby—. No vimos el coche irse… al menos hasta que llegó al torno del tique.

—¿Por qué no se acercó para rematarnos? —se preguntó Kurtz, y contempló su propio cuerpo sobre el de O’Toole y pensó en el segundo pistolero.

—No lo sabemos —dijo Kennedy—. Pero una taquígrafa va a salir por esa puerta dentro de un momento… ah, ahí está… y pudo haber asustado el pistolero.

Pistoleros, pensó Kurtz. Recordar la adrenalina de aquellos momentos provocó que le doliera más la cabeza.

En la pantalla apareció una mujer, se puso las palmas de las manos en las mejillas, gritó en silencio y volvió dentro corriendo.

Kennedy detuvo la cinta.

—Pasan tres minutos y medio antes de que baje alguien, un guarda de seguridad. No vio a nadie más, solo a usted y Peg tendidos en el suelo. Pidió una ambulancia por radio. Luego otros diez minutos de gente curioseando hasta que llegaron los paramédicos. Es una suerte que Peg sobreviviera a semejante pérdida de sangre.

¿Por qué no nos remató el segundo pistolero?, se preguntó Kurtz. ¿A quién de nosotros intentaba matar?

Kennedy extrajo la cinta y metió otra. Kurtz miró a Rigby King.

—¿Por qué estaba esposado en el hospital? —Su tono de voz no fue agradable.

—Aún no habíamos visto la cinta —dijo.

—¿Por qué no?

—Las cintas no estaban marcadas —dijo Brian Kennedy, respondiendo por ella—. Hubo algo de confusión. No tuvimos la posibilidad de mostrarles las imágenes a los agentes Kemper y King hasta después de que le visitaran ayer por la noche.

Estuve esposado toda la jodida noche, pensó Kurtz, mirando con odio a Rigby King. Me dejaste indefenso y esposado en aquel maldito hospital toda la noche. Estaba claro que la detective estaba recibiendo el mensaje tácito, pero se limitó a devolverle la mirada.

—Esta es la cámara de seguridad de la salida de la calle Market —dijo Kennedy, pulsando el mando a distancia con el pulgar.

Una joven mujer negra estaba leyendo el National Enquirer en su cubículo de cristal. De repente, un coche de carrocería antigua rugió por la rampa y salió del garaje, rompiendo la valla de metal en pedazos y derrapando al girar a la derecha en la calle vacía justo antes de desaparecer.

—¿Fotograma fijo? —dijo Kurtz.

Kennedy asintió y rebobinó la cinta hasta que el coche quedó congelado en la acción de impactar en la puerta. Solo el conductor era visible, un hombre de asalvajado cabello largo, pero su rostro estaba vuelto hacia el otro lado y el cuerpo no era más que una silueta. La angulación de la cámara era la propicia para que se distinguiera la matrícula, pero la placa trasera de aquel coche estaba empañada de barro. Casi todas las letras y números eran ilegibles.

—¿Lo vio bien la empleada? —preguntó Kurtz.

—No —dijo Kennedy—. Estaba demasiado asustada. Hombre. Tal vez blanco. Tal vez hispano o incluso negro. Pelo muy grande y oscuro. Camisa clara.

—Ajá —dijo Kurtz—. Puede que hubiera otro hombre en el asiento trasero.

—¿Recuerdas a un segundo hombre? —preguntó Rigby.

Kurtz la miró.

—No lo sé —dudó—. Solo decía que tal vez hubiera un segundo hombre en la parte de atrás.

—Sí —dijo Rigby—. Y un coro de mormones en el maletero.

—El detective Kemper cree que es un Pontiac oscuro, quizás de los ochenta, con manchas de óxido en la parte trasera derecha y el maletero —dijo Brian Kennedy.

—Eso agilizará la búsqueda —dijo Kurtz—. Solo hay treinta mil así en Búfalo.

Kennedy hizo un gesto hacia la imagen congelada y la matrícula.

—Hemos agrandado el fotograma y pensamos que puede haber un dos en la matrícula, puede que el último dígito sea un siete.

Kurtz se encogió de hombros.

—¿Han investigado los archivos del ordenador de la agente O’Toole? ¿Han visto si tiene algún cliente enfadado?

—Sí, los detectives copiaron los archivos del ordenador y repasaron los archivos de sus estantes, pero… —comenzó Kennedy.

—Estamos prosiguiendo la investigación con diligencia —dijo Rigby para cortar el flujo de información procedente de Kennedy.

Kennedy miró a Kurtz y sonrió como si le transmitiera una confidencia de hombre a hombre. Mujeres y policías, ¿qué le vamos a hacer?

—Me voy a casa —dijo Kurtz, y todos se pusieron de pie. Kennedy le ofreció de nuevo su mano.

—Gracias por venir, señor Kurtz. Le agradezco que tratara de proteger a Peg del modo en que lo hizo. En cuanto vi el vídeo, me di cuenta de que no estaba usted involucrado en el tiroteo. Se comportó como un héroe.

—Ajá —farfulló Kurtz, mirando a Rigby King. Me dejaste allí esposado toda la noche para que un hombre en una silla de ruedas me diera de bofetadas. Cualquiera podría haberme matado.

—¿Quieres que te lleve a casa? —se ofreció Rigby.

—Quiero recuperar mi Pinto.

—Hemos terminado con él. Está en el garaje del centro cívico. Y tengo tu ropa y tu cartera en mi coche. Vamos. Te llevaré al garaje.

Kurtz caminó hacia el ascensor junto a Rigby King, pero Kennedy se acercó corriendo antes de que lo cogieran.

—Olvida su carpeta, señor Kurtz.

Kurtz asintió y tomó la cartera de cuero con la información sobre los diecisiete asesinatos ignorados por la policía y los medios.