—Es usted un hombre difícil de rastrear, señor Kurtz.
La limusina, seguida del Lincoln Town Car en el que iban los otros guardaespaldas, se dirigía al oeste y estaba en aquel momento a tiro de piedra del lago y el río, cuyo cauce corría hacia el norte junto a la autopista. Sentaron a Kurtz en el asiento elevado cerca del pequeño armario de las bebidas, frente a Toma Gonzaga y uno de sus elegantes guardaespaldas. Este sostenía la 38 de Kurtz en la mano izquierda y le apuntaba su semiautomática directamente al corazón desde la altura de la rodilla. Un segundo guardaespaldas se sentaba en el mismo asiento de Kurtz, a su derecha, con los brazos cruzados.
Kurtz no dijo nada.
—Y resulta extraño haberle encontrado en un lugar como Knob Gobbler’s.
Kurtz se encogió de hombros.
—Oí que estaba buscándome. Supuse que le encontraría allí.
El guardaespaldas junto al don echó hacia atrás el martillo de su pistola. Toma Gonzaga sacudió la cabeza, sonrió ligeramente y puso la mano izquierda sobre el arma con suma delicadeza. Sus ojos nunca abandonaron los de Kurtz. El guardaespaldas bajó el arma con la mirada encendida.
—Está intentando provocarme, señor Kurtz —dijo Gonzaga—. Aunque en las actuales circunstancias no tengo ni idea de por qué. Supongo que ha oído que mi padre me exilió a Florida hace ocho años, cuando averiguó que era homosexual.
—Pensaba que preferíais la palabra gay —dijo Kurtz.
—No, prefiero homosexual, o incluso reinona —dijo Gonzaga—. Maricón puede valer en un momento dado.
—¿Publicidad veraz?
—Algo así. La mayoría de mis conocidos homosexuales de estos últimos años han sido gente muy gay, señor Kurtz. En el sentido alegre del término, me refiero.
Kurtz se encogió de hombros. Debía de existir un tema que le interesara aún menos, el fútbol tal vez, pero le costaría encontrarlo.
El teléfono móvil de Gonzaga vibró y el hombre atendió la llamada sin articular palabra. Mientras escuchaba a su interlocutor, Kurtz se dedicó a estudiar su rostro. Su padre, Emilio, era un hombre considerablemente feo, el espécimen resultante del experimento de un científico loco que trasplantó la cabeza de un besugo al cuerpo de un toro. Toma, que parecía estar en la cuarentena, tenía la misma barriga cervecera y las piernas igual de cortas, pero era bastante guapo, al estilo de un Tony Curtis mayor. Sus labios eran gruesos y sensuales como los de su padre, pero parecían curvados por el hábito de la sonrisa, al contrario que los de su progenitor, torcidos por la crueldad. Los ojos de Gonzaga eran azul pálido y el pelo corto y gris. Llevaba un elegante y caro traje gris acompañado de unos zapatos de cuero tan delicados que daba la impresión de que podrías guardarlos plegados en el bolsillo después de ponértelos.
En lugar de eso, Gonzaga se guardó el teléfono.
—Se sentirá aliviado al saber que Bernard ha recuperado la conciencia, más o menos, aunque puede que le haya roto dos o tres costillas.
—¿Bernard? —repitió Kurtz, enfatizando la segunda sílaba del mismo modo que lo había hecho Gonzaga. Primero Colin y ahora Bernard, pensó. ¿Dónde está llegando el mundo del hampa? Les había visto arrastrar al enorme guardaespaldas al exterior del Knob Gobbler’s y tenderlo en el asiento trasero del Lincoln que les seguía detrás.
—Sí —dijo Gonzaga—. Si me dedicara a lo mismo que Bernard, yo también me cambiaría el nombre.
—¿No es Toma nombre de chica? —dijo Kurtz. No estaba seguro de por qué estaba provocando a un hombre que puede que ya tuviera planeado matarlo. Tal vez era por el dolor de cabeza.
—Es un diminutivo de Tomas.
Justo antes de llegar al puente International, el conductor giró a la derecha en la Scajaquada y la limusina se dirigió al este hacia Kensington seguida del Lincoln.
—¿Conoció a mi padre, señor Kurtz?
De eso se trata, pensó Kurtz.
—No.
—¿Se encontró con él alguna vez, señor Kurtz?
—No.
Gonzaga se cepilló una pelusa invisible del grueso pliegue de sus pantalones grises.
—Cuando mi padre regresó a Nueva York para acudir a una reunión y fue asesinado, desaparecieron la mayoría de sus socios más cercanos de Búfalo. Es difícil saber lo que sucedió durante los últimos días de mi padre aquí.
Kurtz miró al guardaespaldas que le apuntaba con la Glock de 9 mm. Los polis tenían Glocks. Ahora todos los matones las querían. Habían girado al sur por Kensington, de vuelta al centro. Si iba a sucederle algo, no sería en la limusina de Toma Gonzaga.
—¿Por casualidad conoció a un hombre llamado Mickey Kee? —preguntó Gonzaga.
—No.
—No le creo. El señor Kee era el más duro de los… socios de mi padre. Lo encontraron muerto en la vieja estación de trenes abandonada de Búfalo dos días después de la gran tormenta que tuvieron ustedes aquí en febrero. Aquella semana hizo veinticinco grados en Miami.
—¿Me ha arrastrado hasta aquí a punta de pistola para darme un informe del tiempo? —preguntó Kurtz.
Toma lo escudriñó y Kurtz se dio cuenta de que estaba patinando sobre una fina capa de hielo. Puede que este hombre se parezca a Tony Curtis, pensó, pero sus genes se remontan a la casta de asesinos de los Gonzaga.
—Le he invitado para hacerle una oferta que no va a poder rechazar —dijo Gonzaga.
¿De verdad ha dicho eso?, pensó Kurtz. Estos idiotas de la mafia ya eran lo bastante cansinos para encima ponerse autorreferenciales e irónicos. Kurtz adoptó una expresión que se suponía que era tan receptiva como neutral.
—Angelina ha hablado hoy con usted sobre el problema de la desaparición de alguna de su gente, tanto encargados del suministro de drogas como consumidores —dijo Toma Gonzaga.
¿Angelina?, pensó Kurtz. No le sorprendió que el don gay supiera que Angelina Farino Ferrara le había ofrecido el trabajo. Gonzaga tendría a gente siguiéndola, o simplemente ambos hablaron tras la oferta, pero Kurtz no se acababa de creer que los dos dones de Búfalo de verdad se estuvieran llamando por el nombre de pila. ¿Angelina? Y ella lo llamó Toma. Sí, era difícil de creer. Siete meses antes, Angelina Farino Ferrara hizo todo lo que estaba en su mano para liquidar al padre de Toma Gonzaga, incluyendo contratar a Joe Kurtz.
—¿Acaso no le ofreció el trabajo de localizar al asesino? —le presionó Gonzaga—. Ambos discutimos la idea de hablar con usted sobre esta situación.
Kurtz parpadeó. La conmoción le estaba mareando.
—No dijo nada sobre drogas —comentó tratando de no involucrarse demasiado.
—¿Le dijo que el grupo Farino había perdido a cinco personas a manos de un loco que las mataba? —persistió Toma Gonzaga, creando la inflexión de la pregunta elevando el tono solo en la última palabra.
—Dijo algo sobre eso —admitió Kurtz—, pero no me dio los detalles. —Todavía. Se preguntó si el guardaespaldas peinado a secador le había entregado ya la información a Arlene. Y tú vas a ser mi primer sospechoso si acepto este trabajo, pensó Kurtz, mirando a Gonzaga fijamente a los ojos.
—Bueno, nosotros hemos perdido a diecisiete personas en las últimas tres semanas —le contó el don.
Kurtz parpadeó. Hasta parpadear le dolía.
—¿Diecisiete de los suyos muertos en apenas tres semanas? —repitió escéptico.
—No se trata de mi gente —aclaró Gonzaga—. Y la gente que ha perdido Angelina tampoco es realmente suya. No directamente.
Kurtz no entendía nada de aquello, así que esperó.
—Son los camellos callejeros y consumidores con los que nos asociamos para mover las drogas duras —explicó Gonzaga—. Heroína, para ser precisos.
Kurtz se sorprendió al enterarse de que los Farino traficaban ahora con jaco. Era la única fuente de beneficios que el viejo don, Byron Farino, le tenía prohibida a su familia. Su hijo mayor, David, yendo hasta arriba de coca, empotró su Ferrari contra un árbol y murió, y desde entonces el don acabó con todos los negocios de droga de la familia. Siempre fue Emilio Gonzaga el encargado de controlar las drogas duras en el oeste de Nueva York.
—He estado fuera de la ciudad estos últimos días —dijo Kurtz, sin creerse nada de aquello—, pero me hubiera enterado en las noticias nacionales si hubiera habido veintidós asesinatos relacionados con drogas.
—Los polis y la prensa no han oído nada al respecto.
—¿Cómo puede ser eso? —dijo Kurtz.
—Porque el loco que los mata nos llama después, sobre todo a mí, a Angelina solo un par de veces, para decirnos dónde tienen lugar los asesinatos. Llevamos un mes limpiando lo que ensucia.
—No lo pillo —dijo Kurtz—. ¿Por qué le ayudan a ocultar sus crímenes? ¿Me está diciendo que no los mataron ustedes?
—Por supuesto que no los matamos nosotros, idiota —graznó Gonzaga—. Son nuestros clientes y camellos a pie de calle.
—Razón por la cual hacen la limpieza —dijo Kurtz—. No sea que se enteren los otros adictos a la heroína aún capaces de conducir o mantener su trabajo y decidan ir a Cleveland u otras partes a pillar.
—Sí. El hecho de que todos nuestros intermediarios y camellos estén siendo asesinados no significa que los yonquis dejen su hábito, no pueden, pero puede impedir que nos compren a nosotros. Especialmente cuando el psicópata deja señales a su paso del tipo «pilla de Gonzaga y morirás».
—¿Le llama a usted? —musitó Kurtz.
—Sí, pero no hemos podido averiguar nada sobre él. La voz está distorsionada con uno de esos dispositivos que se ponen junto al teléfono. Es probable que sea blanco, no dice «cabrón» o «ya sabes» cada dos o tres palabras, pero no hemos podido identificar la voz, ni siquiera su edad.
—¿Han intentado rastrear…?
—Por supuesto que hemos intentado localizar las llamadas. Le pedí al Departamento de Policía de Búfalo que me ayudara con eso, la familia sigue teniendo a hombres y mujeres en el cuerpo. Pero este psicópata conoce una manera de puentear las llamadas en el sistema telefónico. Mi gente nunca llega a la cabina de turno a tiempo.
—Entonces… ¿qué hacen con los cuerpos de las víctimas? —preguntó Kurtz. Trató de no echarse a reír—. Supongo que tienen sus lugares favoritos para estas cosas. Entierros forestales masivos.
A Gonzaga no parecía hacerle ninguna gracia.
—No hay ningún cuerpo.
—¿Qué?
—Me ha oído. Vamos y limpiamos la sangre y los sesos o ponemos yeso en los agujeros de bala cuando tenemos que hacerlo, pero el asesino no deja cuerpos. Se los lleva consigo.
Kurtz pensó un minuto sobre aquello. La cabeza le dolió más. Se frotó las sienes.
—Ya tengo a un cliente que me contrató para este lío —le comunicó Kurtz—, no puedo aceptar a otro.
—Está hablando como un investigador privado —dijo Gonzaga—. Ya no lo es, señor Kurtz. Le estoy ofreciendo un trato privado, de un civil a otro.
La limusina salió de la autopista y volvió al centro.
—Angelina le va a pagar diez mil por encontrar al tipo…
—Quince —dijo Kurtz. No solía revelar información de manera voluntaria, pero le dolía la cabeza y estaba cansado de la conversación. Cerró los ojos durante un segundo.
—De acuerdo. Mi oferta es mejor. Hoy es jueves. El lunes que viene es Halloween. Nos va a decir quién es ese gilipollas la medianoche de ese lunes. Le pagaré cien mil dólares y además le dejaré vivir.
Kurtz abrió los ojos. Le bastó un solo vistazo a los de Toma Gonzaga para saber que el don gay hablaba en serio. Kurtz se dio cuenta de que si este hombre sabía que él había estado involucrado en los sucesos que condujeron a la muerte de su padre, ya no le importaba. La historia no significaba nada. Kurtz acababa de oír su sentencia de muerte.
A no ser que encontrara al hombre que eliminaba a los consumidores de heroína y sus camellos.
—Una cosa más —añadió Gonzaga al tiempo que esbozaba una breve sonrisa, como si acabara de recordar un detalle divertido—. Debería decirle que este psicópata no solo se carga a los camellos y los consumidores. Va a sus casas y elimina a familias enteras. Niños. Suegras. Tías de visita.
—Veintidós personas asesinadas y desaparecidas —dijo Kurtz.
—Gente asesinada y cuerpos desaparecidos, pero nadie los echa de menos —matizó Gonzaga—. Todos son yonquis o camellos. Adictos a la heroína y sus familias. Nadie ha denunciado todavía su desaparición.
—Pero alguien lo hará pronto —aventuró Kurtz—. No se pueden tapar veintidós asesinatos.
—Por supuesto —dijo Gonzaga—. Bobby. —Le hizo un gesto de cabeza al guardaespaldas sentado en el asiento lateral.
Bobby le pasó a Kurtz una carpeta delgada.
—Esto es lo que sabemos, los nombres de los que han sido asesinados, fechas, direcciones… todo lo que tenemos —lo ilustró Gonzaga.
—No quiero este trabajo —dijo Kurtz—. Esta mierda no tiene nada que ver conmigo. —Trató de devolver la carpeta, pero el guardaespaldas le sujetó los brazos.
—Ahora tiene mucho que ver con usted. O lo tendrá en la medianoche del lunes, creo que entonces ya es Halloween. Sobre todo si no encuentra a este hombre —lo amenazó Gonzaga.
Kurtz no dijo nada.
Gonzaga le entregó un teléfono móvil.
—Así se pondrá en contacto con nosotros. Marqué el único número de la agenda. Alguien responderá sea de día o de noche y yo mismo le devolveré la llamada en veinte minutos.
Kurtz se guardó el móvil en la chaqueta y señaló al guardaespaldas que sostenía la 38. El guardaespaldas miró a Gonzaga, que asintió. El hombre extrajo el cargador con la palma de la mano y le entregó a Kurtz el arma vacía.
—¿Le dejamos en alguna parte? —preguntó Toma Gonzaga.
Kurtz miró al exterior a través de las lunas tintadas. Se encontraban cerca del Hyatt y el centro de convenciones, a una manzana del edificio de oficinas donde Brian Kennedy tenía el cuartel general de su compañía de seguridad en Búfalo.
—Aquí —dijo Kurtz.
—Una cosa más, señor Kurtz —le dijo Gonzaga una vez salió del coche y estuvo de pie en la acera, junto a la puerta abierta.
Kurtz esperó. El aire frío resultaba agradable tras haber estado en el interior de la limusina, sobrecargado por el aroma de la colonia de los escoltas.
—Se dice que Angelina ha contratado a un asesino profesional llamado el Danés —dijo Gonzaga—. Y le ha pagado un millón de dólares por adelantado para saldar viejas cuentas.
Perfecto, pensó Kurtz. Angelina Farino Ferrara le advirtió de que Gonzaga había traído al Danés. Gonzaga le advertía ahora de que lo había hecho ella. Pero ¿por qué iba a querer ninguno de los dos advertirme?
—¿Qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó.
—Puede que quiera trabajar duro para ganar los cien mil dólares que le he mencionado —dijo Gonzaga—. Sobre todo teniendo en cuenta que usted es una de esas viejas cuentas que ella quiere saldar.