Kurtz estaba escuchando jazz en el Blues Franklin. No había ido a escuchar jazz pero cuando entró por la puerta, una de las nietas de Daddy Bruce (no Ruby la camarera sino una de las pequeñas, tal vez Laticia) reconoció el rostro de Kurtz bajo el ala del sombrero y corrió a la parte de atrás para buscar a Daddy. Había un joven negro en el escenario, tocaba el Steinway que Daddy Bruce reservaba para los mejores pianistas de jazz, así que Kurtz se acomodó en su mesa favorita junto a la pared del fondo y echó la silla hacia atrás mientras escuchaba.
Daddy Bruce salió de detrás secándose las manos en un delantal blanco. El viejo nunca se sentaba con sus clientes, pero se agarró al respaldo de la silla junto a la de Kurtz y sacudió la cabeza varias veces, chasqueando la lengua.
—Espero que el otro tipo tenga peor aspecto.
—No sé quién es el otro tipo —dijo Kurtz—. Por eso he venido. ¿Ha venido alguien por aquí preguntando por mí en los últimos días?
—Esta misma mañana —le contó Daddy Bruce, y se rascó su corta y blanca barba—. Vinieron muchos tipos blancos preguntando por ti esta mañana. Pensé en colgar un cartel en la puerta que dijera: «Joe Kurtz no está aquí, váyanse».
Kurtz esperó los detalles.
—Primero vino la mujer policía. Recuerdo haberte visto aquí con ella hace mucho, mucho tiempo, Joe, cuando erais los dos unos críos. Se identificó como la detective King, pero tú solías llamarla Rigby. Debí haberos echado a los dos entonces por ser menores de edad y todo eso, pero a ti siempre te gustó mucho la música y me di cuenta de que le enseñabas a ella a apreciarla. Además de intentar bajarle las bragas.
—¿Quién más?
—Tres espaguetis esta mañana. Matones tal vez. Muy educados. Decían que tenían mucho dinero para ti. Ajá, ajá. Tengo que encontrar a Joe Kurtz para darle una bolsa grande de dinero. Mucho rollo de ese.
Kurtz no tuvo que preguntar si Daddy Bruce les había dicho algo.
—¿Estaban bien vestidos? ¿Se peinaban a secador?
El viejo se echó a reír a carcajadas, ricas y flemosas.
—Tal vez de esa manera que los espaguetis entienden por ir bien vestidos. Ya sabes, esos collares blancos y picudos que no van con la camisa, trajes que no son a medida. ¿El pelo a secador? Esos tres se peinaban con tostadas de mantequilla.
Gente de Gonzaga, pensó Kurtz. No de Farino Ferrara.
—¿Alguien más?
Daddy Bruce se echó a reír de nuevo.
—¿Cuánta gente necesitas detrás de tu culo para sentirte popular? ¿Quieres una aspirina?
—No, gracias. ¿Entonces no has oído nada de alguien que quiera eliminarme?
—Bueno, no es eso lo que has preguntado. Lo último que oí fue hace tres semanas, un tipo medio indio que cojeaba. Se puso muy borracho y le contó a un par de tipos de la hermandad aria que iba a llevarte por delante.
—¿Cómo sabes que los otros eran de la hermandad aria?
Daddy Bruce suspiró.
—¿Crees que no reconozco a los de la hermandad aria cuando los huelo?
—¿Qué estaban haciendo aquí? —Blues Franklin nunca cometió el error de montárselo a lo grande, a pesar del Steinway y las estrellas invitadas ocasionalmente, y en general su clientela seguía siendo negra.
—¿Cómo carajo voy a saber por qué entraron? Solo sé por qué y cómo se fueron.
—¿Lester?
—Y Raphael, su amigo de Samoa. Tu indio y sus colegas se volvieron muy molestos a eso de la una de la mañana. Les ayudamos a salir por el callejón.
—Big Bore, el indio, ¿dio mucho que hacer?
—Nadie le da demasiado que hacer a Lester. ¿Quieres que te llame si el señor Big Bore vuelve?
—Sí. Gracias, Daddy.
Kurtz se puso en pie para marcharse, solo se tambaleó un poco.
—No puedes salir con ese aspecto, con los ojos tan hundidos y esos moratones. Asustas a los niños pequeños. Espera ahí, no te muevas.
Kurtz se quedó allí mientras Daddy Bruce se perdía en la habitación trasera y regresaba con unas grandes gafas de sol. Kurtz se las puso con cautela. La patilla derecha le rozaba los vendajes, pero la ajustó para que no le doliera.
—Gracias, Daddy. Me siento como Ray Charles.
—Debes sentirte como Ray Charles —dijo el viejo con una carcajada seca—. Eran suyas.
—¿Le robaste a Ray Charles sus gafas?
—Demonios, no —dijo Daddy Bruce—. Me gusta robar tanto como a ti. ¿Recuerdas cuando vino por aquí hará dos años en diciembre con…? No, no puedes acordarte, Joe. Estabas todavía en Attica. Fue un buen concierto. No anunciamos nada, no avisamos de que venía, y teníamos a seiscientas personas queriendo entrar.
—¿Y te dio sus gafas de sol?
Daddy se encogió de hombros.
—Lester y yo le hicimos un favor y me las dio como una especie de recuerdo. Viaja con un par extra. Pero son las únicas gafas de Ray Charles que tengo, apreciaría que me las devolvieras cuando termines con ellas. Pienso usarlas yo mismo cuando tenga mal la vista.
Pruno se encontraba en su temporada sabática, pero su compañero de chabola, Soul Dad, continuaba en su habitual lugar de estancia diurna, jugando al ajedrez en la fundición sobre los viejos terrenos de los trenes. Soul Dad le dijo que no había oído nada, pero le prometió a Kurtz que se pondría en contacto con él si lo hacía. Los dos hombres compartían un ordenador portátil en su chabola junto a las vías y, dado el caso, Soul Dad le mandaría un correo electrónico con la información. Kurtz no tuvo otro remedio que sonreír, hasta los soplones e informadores callejeros se habían pasado a la alta tecnología.
Un taxista llamado Enselmo, al que Kurtz había ayudado en un par de asuntos, le dijo que no había oído a nadie en el asiento trasero de su taxi comentar nada respecto a liquidar a Kurtz o a una agente de la condicional. Sí había oído rumores de que Toma Gonzaga le andaba buscando desde hacía varios días. Kurtz le dio las gracias a Enselmo y le pagó doscientos dólares para que le llevara de un lado a otro en su taxi el resto de la tarde.
La señora Tuella Dean, una vagabunda que se hospedaba junto a una alcantarilla en la esquina de Elmwood y Market (incluso en verano) le dijo que había oído rumores de que un árabe loco había estado fanfarroneando sobre que iba a dispararle a alguien, pero nunca mencionó el nombre de Kurtz. No sabía el nombre del árabe. No recordaba dónde oyó el rumor. Pensó que tal vez estaba mezclando ideas con las noticias que no paraban de sonar por su radio portátil.
Aún no era mediodía, pero Kurtz comenzó una ruta de bar en bar con la idea de buscar viejos contactos y gente con ganas de charla. Tenía un par de horas que matar antes de ir a las oficinas de Brian Kennedy. Le venía bien la espera, pues en realidad quería aclararse la vista un poco antes de ver la cinta del garaje.
Primero fue a los bares de estriptis que servían a los hombres de negocios el especial de la hora del almuerzo: el Rick’s Tally-Ho en Genessee, con su andrajosa fila de sofás, o el club Chit Chat en Hertel, donde según había oído Kurtz, el factor culo roto era alto y el potencial de empalme bajo. Su fuente estaba en lo cierto, aunque Kurtz pensó para sí que su potencial de empalme actual ya era de menos quinientos. Por si fuera poco, la música y el olor de aquellos lugares le aumentaron el dolor de cabeza.
A Kurtz le hubiera gustado echar un vistazo en los clubs de alta gama al norte de la frontera, en Canadá, como el Pure Platinum al otro lado del río, pero los convictos en libertad condicional no pueden dejar el país, por muy cerca del puente Peace que se queden. Así que se concentró en ese oxímoron de los oxímorones, el área de Gran Búfalo.
Acudió a algunos bares deportivos como el Mac’s City y el Papa Joe’s, pero el ruido allí era todavía peor e hizo que le latieran las sienes, por lo que decidió dejar para otro día ese tipo de bares. Además, los soplones y contactos callejeros que buscaba no solían frecuentarlos, preferían bares oscuros de dudosa clientela.
Enselmo le estaba haciendo descuento, no le cobraba los tiempos de espera, así que Kurtz fue a otros clubs como el Queen City Lounge y el Bradford, en la misma calle de su oficina, y el reabierto Cobblestones, cerca del HSBC Arena. Era la peor hora del día y la clientela equivocada. Estaba casi seguro de que perdía el tiempo.
Pero ya que estaba en el barrio, pensó que sería buena idea mirar en los bares de ambiente. Obviamente, Enselmo no aprobó aquello, a tenor de la cantidad de miradas y muecas extrañas que le vio hacer por el espejo retrovisor, pero a Joe Kurtz no podía importarle menos lo que Enselmo aprobara o no. El Buddies de Johnson Park estaba repleto de viejos que lanzaron sonrisas hacia las gafas de sol de Kurtz, inspeccionaron la chaqueta bomber y le ofrecieron una copa. Ninguno parecía saber nada. Un cartel en los urinarios del Cabaret de Allen Street decía: «Los hombres que mean en vallas electrificadas consiguen un nuevo peinado», y un anuncio en la pared del bar ofrecía: «No te quedes en casa con el mismo viejo consolador». El lugar, sin embargo, estaba bastante muerto.
Kurtz se derrumbó en el asiento trasero del taxi.
—Knob Gobbler’s. Será el último —dijo.
—No, no, jefe, no quieres ir al Knob Gobbler’s.
—Knob Gobbler’s —insistió Kurtz.
Su reacción al llegar y entrar por la puerta fue que debió de haber hecho caso del consejo de Enselmo. En el Knob Gobbler’s no eran en absoluto tan entusiastas respecto a la presencia de clientes heteros corrientes, así que no querían allí a un hetero vendado, herido y con gafas de sol en mitad del día, durante lo que anunciaban como la hora del Wrinkle Club. Kurtz no quería saber lo que era el Wrinkle Club.
El camarero llamó a un enorme matón al que sin mucha imaginación apodaba Diminuto, y este alzó un dedo del tamaño de la minga de un toro para mostrarle la salida.
Kurtz asintió con pasividad, sacó la 38 y la presionó con el percutor hacia atrás contra la cara de Diminuto hasta que la nariz del matón se quedó plana bajo el cañón. Puede que no fuera la mejor opción en tales circunstancias, pero Kurtz no estaba de buen humor.
El camarero no llamó a la poli, la hora Wrinkle estaba en su máximo apogeo y no quería espantar a los clientes con un tiroteo. El hombre cambió de posición el palillo de su boca, hizo un movimiento brusco de cabeza y envió a Diminuto de vuelta a su gruta.
Kurtz consideró aquello una victoria inútil, ya que de todos modos no tenía a nadie allí con quien hablar, a no ser que quisiera interrumpir algo que en realidad no quería ver y mucho menos interrumpir. Al menos en los clubes de estriptis conocía a algunas de las chicas. Se dirigía a la salida con la 38 en el cinturón cuando un hombre el doble de grande que Diminuto le bloqueó la salida. El monstruo llevaba un traje bombacho y una camisa azul con el cuello blanco picudo. Parecía que se había peinado con una tostada de mantequilla.
—¿Eres Kurtz? —gruñó el hombretón.
—Oh, mierda —exclamó Kurtz. La gente de Gonzaga le había encontrado.
El hombretón señaló con el pulgar la puerta a su espalda.
Kurtz volvió al bar. El monstruo negó una vez con la cabeza, casi con tristeza, y lo siguió al espacio abierto y oscuro. Las actividades del Wrinkle Club se estaban desarrollando en una sala contigua. El matón ni siquiera miró de soslayo en aquella dirección.
—¿Vas a venir por las buenas o por las malas? —le preguntó el hombretón.
—Las malas me valen —dijo Kurtz, y se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo de la chaqueta.
El hombre de Gonzaga sonrió. Era obvio que él también prefería que fuera por las malas. Se puso un puño americano y comenzó a acercarse a Kurtz con los brazos abiertos como un gorila y los ojos fijos en los vendajes. Su estrategia era bastante obvia.
—Eh, eh —gritó el camarero—. Salid del local.
La mirada del simio se distrajo una mera fracción de segundo a causa del sonido, pero le dio la oportunidad a Kurtz de sacar la 38 y levantarla con toda su fuerza contra el lateral de la cabeza del hombre.
El matón de Gonzaga se sorprendió pero permaneció vertical. El camarero estaba sacando una recortada de detrás de la barra.
—¡Suéltala! —espetó Kurtz al tiempo que apuntaba al barman con la 38. Obedeció.
»Dale una patada —le ordenó, y el barman empujó el arma con el pie.
El enorme tipo seguía allí de pie, sonriendo ligeramente con una expresión interrogante, casi introspectiva en su rostro. Kurtz le dio una patada en las pelotas, esperó un minuto a que las lentas neuronas pasaran el mensaje al cerebro del monstruo y luego le dio un rodillazo en la cara, una vez que la masa de carne se dobló lentamente por la cintura.
El hombre volvió a ponerse derecho, sacudió la cabeza una sola vez y cayó al suelo causando el mismo estruendo que hubiera producido una máquina tragaperras.
Estaba cansado y le dolía la cabeza. Es probable que por eso pateara al matón de Gonzaga en un lateral de la cabeza y luego en las costillas. Fue igual que golpear una bola de billar y un saco de sebo de ciento cincuenta kilos.
Kurtz salió por la puerta de atrás cojeando un poco, con la 38 todavía en la mano.
El callejón olía a heroína y orín. Sin las gafas, la luz del sol era demasiado brillante para los ojos de Kurtz. Tuvo que parpadear para ajustar la visión y, cuando lo hizo, ya era demasiado tarde para cualquier otra cosa. Había una enorme limusina al ralentí a veinte metros de él, en la calle Delaware; su negra presencia bloqueaba la entrada del callejón por ese lado, mientras que un Lincoln Town Car taponaba la otra.
Dos hombres ataviados con abrigos oscuros totalmente inapropiados para aquella preciosa tarde de octubre le apuntaban al pecho con sus pistolas semiautomáticas.
—Suéltala —dijo el más bajito de los dos—. Solo con dos dedos. Lentamente.
Kurtz hizo lo que se le pidió.
—Métete en el coche, gilipollas.
Aceptando en silencio que, de hecho, era un gilipollas, Kurtz volvió a hacer lo que se le pedía.