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El Dodger sabía sus nombres y dónde vivían. Tenía una foto. Llevaba una Beretta Elite II de 9 mm con silenciador metida en el bolsillo lateral de sus pantalones militares. El olor a aceite le subía hasta la nariz. El Dodger estaba empalmado.

El tipo vivía en el viejo barrio de Lackawanna y la casa era una mierda, una alta y estrecha construcción con los laterales grises enclavada en una larga fila de casas altas y estrechas. El tipo tenía un camino de entrada pero no un garaje. Nadie tenía garaje. Había una entrada de cuatro escalones en lugar de un porche. El vecindario entero tenía un aspecto feo y gris, incluso en aquel día soleado, como si el polvo de carbón de las viejas fundiciones hubiera recubierto todo de una capa de aburrimiento.

El Dodger aparcó su AstroVan, la cerró con un pitido y recorrió el corto paseo hacia la puerta delantera. La chaqueta militar ocultaba la erección, sin embargo la llevaba abierta para poder llegar al bolsillo de sus pantalones.

Una niña pequeña respondió la tercera vez que llamó con los nudillos. Parecía tener cinco, seis o siete años… el Dodger no tenía ni idea. No le interesaban demasiado los niños.

—Hola —dijo en un tono alegre—. ¿Es esta la casa de Terrence Williams?

—Papá está arriba en la ducha —dijo la pequeña. No hizo ningún comentario sobre el inusual rostro del Dodger, solo se dio la vuelta hacia la casa y le dio la espalda, con la intención de que la siguiera.

El Dodger entró sonriendo y cerró la puerta tras de sí.

Una mujer salió de la cocina, al fondo del pasillo. Se estaba secando las manos con un trapo y estaba ligeramente sonrojada, como si hubiera estado cocinando junto a una hornilla caliente. Al contrario de la chica, ella sí que reaccionó al ver su cara, si bien trató de ocultarlo.

—¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó. Era una mujer grande, de caderas anchas. No era el tipo de Dodger. A él le gustaban giratorias: mujeres pequeñas que podías sentar sobre tu polla y darles una buena vuelta.

—Sí, señora —dijo Dodger. Siempre era educado. De pequeño le enseñaron a ser educado—. Tengo un paquete para Terrence.

La mujerona agudizó su ceño fruncido. No tenía una mirada amistosa, decidió Dodger. Le gustaban las mujeres con la mirada amistosa. La pequeña corría desde el comedor al pasillo, pasando por la minúscula sala de estar, y luego repetía el recorrido. La casa era diminuta. Dodger concluyó que olía a moho y coles y que la mujerona de la mirada poco amigable probablemente también olía igual. Sin embargo, había un aroma agradable en el aire, como si hubiera estado horneando algo.

—¿Le ha enviado Bolo? —preguntó suspicaz.

—Sí, señora —dijo Dodger. La niña pasó de nuevo entre ellos, con los brazos extendidos y haciendo el sonido de un avión—. Me envía Bolo.

—¿Dónde está el paquete?

Dodger palpó el bolsillo derecho de sus pantalones militares, sintiendo el acero.

—Tendrá que esperar —dijo la mujer. Le hizo un gesto con la cabeza hacia la sala de estar, donde había un viejo sofá y un sillón con aspecto de no ser muy cómodo—. Puede sentarse ahí. —Miró la gorra de béisbol del Dodger con gesto resentido, como si debiera quitársela dentro de la casa. El Dodger nunca se quitaba su gorra de los Dodgers.

—No hay problema —dijo, sonriendo y agitando la cabeza ligeramente.

Entró en la salita, sacó la Beretta con silenciador, le disparó a la niña justo cuando entraba zumbando desde el comedor y después a la mujer de caderas anchas al pie de la escalera. Pasó por encima del cuerpo y subió buscando el sonido del agua de la ducha.

El tipo gordo abrió la cortina de la bañera y miró al Dodger cuando este entró con el arma. La piel blanca y peluda del gordo, llena de bultos, le resultó repulsiva. Odiaba ver a hombres desnudos.

—Hola, Terry —dijo el Dodger al tiempo que levantaba la pistola.

El gordo cerró rápidamente la cortina de baño, como si eso fuera a protegerle. El Dodger se echó a reír, aquello tenía gracia, y disparó cinco veces a través de la cortina. Tenía peces azules, rojos y amarillos que nadaban en un banco. Dodger no creía que los peces azules, rojos y amarillos nadaran de semejante manera.

El gordo arrancó la cortina de su raíl cuando cayó pesadamente hacia fuera. Ni siquiera era una ducha de verdad, solo una bañera con una cortina y un teléfono de ducha enganchado a la pared. Ahora el gordo estaba despatarrado en el borde de la bañera. Dodger no entendía cómo la gente podía vivir de esa manera.

El culo gordo y peludo de Terry se elevaba sobre el borde de la bañera; los brazos, la cabeza y el torso quedaron envueltos en la estúpida cortina de ducha con peces. La sangre le corría por los dedos de los pies hacia el desagüe; al menos dos orificios de salida eran visibles y burbujeaban en la espalda de Terry. El Dodger no quería tocar aquella piel húmeda y pegajosa, así que palpó la cortina hasta encontrar la cabeza del hombre, lo agarró del pelo a través del plástico barato, le levantó la cabeza y presionó el silenciador contra su frente. Notaba los ojos muy abiertos y fijos en él a través del plástico. Apretó el gatillo.

Dodger cogió el casquillo, volvió abajo, pasó por encima de la mujer y registró todas las habitaciones, comenzando por el sótano para luego ir subiendo hasta la segunda planta, rescatando de paso los otros casquillos. Había disparado ocho balas pero le quedaban dos, por si había otro niño o una tía inválida en la casa. Y contaba con su cuchillo de supervivencia.

No había nadie. El único sonido era el del agua corriendo en la ducha y el repentino silbido de una tetera en la cocina.

El Dodger entró a apagar el fuego. Era una vieja hornilla de gas. Había galletas con pedacitos de chocolate recién cocinadas en la encimera. Dodger se comió tres y luego bebió de una botella de leche del frigorífico. Era de cristal, pero todavía tenía puestos los guantes.

Desenroscó el silenciador, lo guardó junto a la pistola en el bolsillo de sus pantalones, abrió el pestillo de la puerta de la cocina, regresó a la entrada de la casa y miró a la calle a través de las pequeñas ventanas junto a la puerta principal. La calle estaba tan desierta y gris como cuando llegó. Salió por delante, cerrando detrás de sí.

El Dodger regresó a su AstroVan y la metió de culo en el estrecho camino de la casa. La furgoneta lo ocupó por completo. Los vecinos no verían una mierda con una furgoneta tan grande bloqueando la vista. Dodger eligió tres grandes sacos de correo del tamaño adecuado y entró de nuevo en la casa. Dio tres viajes, y en cada uno soltó un saco en la parte trasera de la furgoneta causando un sonido extrañamente hueco en el suelo de metal. Dejó a la niña para el final, para saborear el alivio tras el esfuerzo de transportar al señor y la señora Culogordo.

Quince minutos después, saliendo de la ciudad por la I-90, sintonizó la cadena WBFO, en el 88.7 del dial. Era la mejor emisora de jazz de Búfalo, y al Dodger le gustaba el jazz. Silbaba y aporreaba el volante al tiempo que conducía.