Kurtz sabía que Arlene estaba feliz de volver a tener la oficina en la calle Chippewa. Antes de recalar en Attica tenía su despacho de investigador privado en Chippewa, cuando todavía era una zona conflictiva. El año pasado, tras ser liberado de prisión, se mudaron a un espacio barato en el sótano de un sex shop en el centro de Búfalo. En primavera, después de que la manzana fuera condenada y demolida, Kurtz consideró poner la oficina en el Harbor Inn o en uno de los elevadores de grano abandonados, pero Arlene apareció con el dinero para la de Chippewa, así que al final se mudaron allí.
El negocio de investigador privado que tuvo trece años atrás lo componían él mismo, su compañera, Samantha Fielding, y la propia Arlene haciendo funciones de secretaria. La calle era mala, pero ya entonces se estaba comenzando a recuperar gracias a la apertura de un montón de cafeterías locales, tiendas de libros usados, una tienda de armas que le venía muy bien a Kurtz y al menos cuatro salones de tatuaje. En los setenta, cuando Kurtz era muy joven, la calle Chippewa estaba plagada de librerías porno, prostitutas y camellos. Kurtz pasaba mucho tiempo allí.
La calle Chippewa era ahora el único lugar donde se respiraba actividad en el cuerpo podrido que era la gran zona metropolitana de Búfalo. Si uno nunca abandonaba esta franja de la calle Chippewa, podía llegar a creer que Búfalo, Nueva York, era una realidad todavía viable. En las tres manzanas entre Elmwood y Main había corazón: luces, bares especializados en vino, clubes nocturnos, limusinas parando junto a la acera, restaurantes de moda y gente andando por la calle después de las seis de la tarde y también pasadas las dos de la mañana, cuando cerraban los clubes. Y un Starbucks. Kurtz pensaba que los lugareños estaban ilógicamente orgullosos de su Starbucks.
Cuando Arlene consiguió el dinero para la oficina, Kurtz solo estipuló que no fuera encima del Starbucks. Odiaba los Starbucks. El café estaba bien, Kurtz no era muy exigente en general con el café a no ser que tuviera cucarachas flotando o algo peor, pero cuando aparecía un Starbucks en el barrio es que este se había ido a la mierda, sin discusión, hasta tal punto que la zona se convertía en una parodia Disney de sí misma.
Arlene convino en evitar aquel paraíso del café, así que estaban a una manzana y media de distancia al este y dos plantas por encima. No obstante, había rumores de que iban a poner uno enfrente.
Ahora, mientras subía los dos tramos de escaleras hacia la oficina del tercer piso, entendió por qué Arlene quiso instalarse allí. Su secretaria perdió a su hijo en un accidente de tráfico y luego a su marido de un ataque al corazón mientras Kurtz estaba en Attica. Los dos eran genios de los ordenadores y Arlene era la mejor hacker, o como carajo se llamara, de la familia. Todavía usaba los códigos de acceso a los archivos y fondos de la oficina del fiscal del distrito del condado de Eerie y llevaba sin trabajar allí cinco años.
No obstante, trabajaba demasiado y fumaba en exceso. Su única afición era leer novelas de detectives. Llevar el negocio de Busca a tu amor y Campanas de boda era lo que la mantenía encerrada en aquella oficina a todas horas del día y de la noche y los fines de semana, aunque de vez en cuando hasta accedía a los servidores desde su casa de las afueras en Cheektowaga. Incluso a las dos de la madrugada. Kurtz se dio cuenta de que la vista desde la ventana frente a su escritorio, orientada al sur, estaba llena de vida, luces, gente y sonidos de tráfico, casi como si vivieran en una ciudad de verdad.
Se detuvo en la entrada. No estaba seguro de cómo reaccionaría ella a las heridas en la cabeza, los vendajes, los moratones, las desolladuras y los ojos de demonio.
—Eh —la saludó, dejando atrás su desordenado escritorio y acercándose al de ella, inmaculado.
—Eh —espetó Arlene sin dejar de aporrear el teclado y con los ojos pegados a la pantalla a pesar de que el Marlboro le pendía del labio. El humo se enroscaba en su cabeza para luego escaparse por el pequeño ventanuco entreabierto que había sobre el gran ventanal de cristal.
Kurtz se apoyó en el borde del escritorio y se aclaró la garganta.
Ella dejó de teclear, soltó ceniza y lo miró a menos de un metro de distancia.
—Tienes buen aspecto. ¿Has perdido peso?
Kurtz suspiró.
—¿Te ha llamado Gail?
—Gail DeMarco, cuñada y buena amiga de Arlene, era enfermera en el centro médico del condado de Eerie, donde Kurtz había estado esposado pocas horas antes.
—Por supuesto que lo hizo —dijo Arlene—. Ahora solo trabaja en turno de mañana para poder estar con Rachel. Vio tu nombre en la lista de admitidos cuando entró a las ocho. Cuando subió a verte ya te habías marchado.
Kurtz asintió.
—Además —dijo Arlene, tecleando de nuevo—, los polis estuvieron husmeando aquí esta mañana.
Kurtz se quitó el sombrero y se rascó la cabeza bajo los vendajes.
—¿Kemper?
—Y una detective llamada King.
Kurtz la miró. Rigby y él terminaron antes de que montara la agencia con Sam y contratara a Arlene. Y Sam no sabía nada de Rigby. Por lo que Arlene tampoco podía saberlo. ¿Verdad?
De repente, el suelo y el escritorio se elevaron como un bote sobre una gran ola. Kurtz respiró hondo y caminó hacia su escritorio para dejarse caer sobre la silla giratoria, con mayor fuerza de lo que tenía previsto. Soltó el sombrero con el interior manchado de sangre.
Arlene apagó su cigarrillo y se acercó a él. Le apartó los vendajes con los dedos. Hizo un intento por apartarla, pero era como si tuviera el brazo aún esposado.
—Estate quieto, Joe.
Le quitó los vendajes. Kurtz se mordió el labio pero no dijo nada.
—Oh, Joe —dijo. Le dolía cuando le tocaba con los dedos, pero no era nada nuevo. Más ruido sobre el ya atronador rugido del motor.
—Creo que se ve el cráneo entre los puntos gruesos —dijo Arlene sin perder la calma—. Parece como si alguien te hubiera quitado un pedazo. No, no toques. Y no te muevas, agarra la cinta adhesiva.
La secretaria tiró el vendaje a la papelera. Kurtz reparó en que la gasa tenía pelo pegado, además de sangre seca. Arlene buscó en el cajón izquierdo y sacó el botiquín que siempre tenía allí. En el cajón superior derecho tenía un revólver Ruger 357.
Kurtz cerró los ojos un momento, mientras ella le echaba en la herida algo que quemaba tanto como el queroseno y le cambiaba las gasas, cortando pedazos de adhesivo del rollo.
—Entonces ¿qué vamos a hacer, Joe? ¿Sabes quién te disparó?
—No recuerdo el tiroteo.
—¿Crees que iban a por ti o a por O’Toole? Gail me dijo que la agente de la condicional no estaba bien.
—No sé a quién de los dos querían matar —dijo Kurtz—. No creo que vinieran a por ambos, no tenemos enemigos comunes. Lo normal es que el objetivo fuera yo.
—Sí —dijo Arlene. Terminó el vendaje—. No lo toques durante un rato. —Volvió a su escritorio, sacó una botella de Jack Daniel’s y dos vasos, los llenó y le tendió uno a su socio.
—Por la suerte —brindó Arlene, y se bebió su whisky de un solo trago.
A Kurtz le supo a medicina, pero el calor le vino bien para el dolor de cabeza, al menos durante unos momentos.
—Tengo que sacar cosas de un ordenador —dijo al tiempo que se echaba hacia delante para apoyar los codos en el escritorio. Las carpetas de archivos de Busca a tu amor crujieron bajo sus brazos. Miró el vaso vacío.
—¿Cuántas cosas? —Arlene encendió otro Marlboro.
—Todo lo que hay.
—¿Del ordenador de quién?
—De la agente O’Toole —respondió Kurtz. Se puso de nuevo el sombrero, con cuidado, bajando la aleta suavemente.
Arlene lo escudriñó entre el humo.
—Es probable que los polis se lo hayan llevado ya para buscar pruebas en el disco duro.
—Sí, ya lo he pensado —dijo Kurtz—. Pero la máquina estaba en las oficinas del condado de todas formas. Ya era de su propiedad. Existe la posibilidad de que hayan… hecho lo que se haya que hacer para copiar los archivos. Si es así, ¿quedaría información todavía en el disco duro?
—Claro —dijo Arlene—. Pero también es posible que extrajeran el disco duro y lo llevaran a un laboratorio forense para hacer el registro.
Kurtz se encogió de hombros.
—Pero si lo hicieron allí mismo… o todavía no lo han hecho…
—Podemos copiarlo todo —declaró Arlene—. Pero ¿cómo esperas entrar en el despacho de O’Toole en pleno día? En el mismo edificio donde te dispararon, además. Lo más seguro es que haya forenses y policías husmeando en su despacho, y estará rodeado de cinta amarilla.
—Lo haré esta noche —dijo Kurtz—. ¿Puedes conseguirme lo que necesito para copiar los archivos?
—Claro, pero la vas a cagar. Apenas sabes conectarte a internet o bajarte un archivo.
—Eso no es cierto.
—Bueno, de todas formas la cagarías al hacer una copia de seguridad del disco, aunque es fácil. Iré contigo.
—Y una mierda.
—Iré contigo —repitió Arlene—. ¿Hay que hacer algo más ahora?
—Quiero que averigües todo lo que puedas sobre el viejo de Peg O’Toole. El gran John O’Toole. Era…
—Un poli —le informó Arlene, que no pudo evitar que se le cayeran las cenizas de su cigarrillo—. Murió en el cumplimiento del deber hace cuatro años. Recuerdo todo el jaleo que se montó en la prensa y en la tele.
—Sí —dijo Kurtz, y le habló de la visita que recibió la noche anterior—. Indaga lo que puedas sobre el hermano de gran John, el mayor O’Toole, el tipo de la silla de ruedas. Y un hombre asiático, es probable que también de sesenta y tantos años, tal vez vietnamita, Vinh o Trinh. Hay una conexión entre los dos. Puede que Vinh trabaje para el mayor.
—Vinh o Trinh y un mayor —dijo Arlene—. ¿Algún nombre de pila?
—Eso me lo dirás tú.
—De acuerdo. Tendré lo que pueda esta noche. ¿Quieres algo más?
—Sí —dijo Kurtz.
A Arlene solo le hicieron falta unos minutos para buscar la lista en Google e imprimirla, a Kurtz otros tantos para echarle un vistazo. Incluía ciento veintitrés parques temáticos y de atracciones del estado de Nueva York, contando los del código postal 716 y las regiones adyacentes. La lista comenzaba con El castillo de Aladino, en Alberta Drive, Búfalo, y terminaba con el Wackey World para niñoz (con z, sí) en la calle Market de la ciudad de Niagara Falls, Nueva York.
—Entonces ¿qué sacas en claro? —preguntó Arlene.
—Que esta gente no sabe mucho de ortografía.
—¿Aparte de eso?
—El parque de atracciones abandonado que le interesaba a O’Toole no está en la lista —dijo Kurtz—. En esta lista hay sobre todo salas recreativas de centros comerciales y parques acuáticos.
—Y el Six Flags de Dorien.
—Sí.
—Fantasy Island, en Grand Island, es un parque de atracciones de verdad —añadió Arlene, que esta vez acertó en el cenicero de cristal y miró afuera justo en el momento en que una racha de viento otoñal azotó el gran ventanal.
—Ese sigue funcionando —dijo Kurtz—. Las fotos que vi eran de un lugar abandonado. Es probable que desde hace años, tal vez décadas.
—Entonces, quieres que haga una búsqueda seria, por zonas, viendo permisos de construcción del condado, títulos, artículos de noticias… ¿desde qué fecha?
—¿Los sesenta, tal vez? —sugirió Kurtz.
Arlene asintió, soltó el cigarrillo y anotó algo en su libreta.
—¿Solo en el área de Búfalo?
Kurtz se frotó las sienes. El dolor palpitaba y latía, unas veces peor que otras, pero nunca le daba unos segundos de respiro.
—Ni siquiera sé si el lugar que buscaba O’Toole se encuentra en el estado de Nueva York. Busquemos en el oeste del estado, digamos… desde Finger Lakes a las fronteras estatales.
De nuevo, Arlene tomó nota de algo.
—Supongo que mirarás de nuevo las fotos que te enseñó anoche cuando vayamos a copiar el disco duro.
—Voy a robarlas —dijo Kurtz.
—¿Sin tener ni idea de si son importantes?
—Ni la más remota idea, no —admitió Kurtz—. Es posible que no signifiquen nada. Pero fue extraño que me las enseñara.
—¿Por qué, Joe? Eres… eras… un investigador privado.
Kurtz frunció el ceño y se levantó para irse.
—No pensarás conducir, ¿verdad? —le preguntó Arlene.
—No puedo. Los polis tienen mi Pinto. Seguramente estará en un depósito o rodeado de cinta amarilla en la escena del crimen.
—Es probable que eso mejore su aspecto —dijo Arlene, y apagó su cigarrillo—. ¿Quieres que te lleve?
—Todavía no. Cogeré un taxi, tengo gente con la que hablar.
—Pruno está en su octubre sabático, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo —dijo Kurtz. Uno de sus mejores informadores de la calle, un viejo vagabundo borracho, desaparecía cada octubre durante semanas. Nadie sabía adónde iba.
—Deberías hablar con esa Ferrara —le sugirió Arlene—. Está enterada de todos los asuntos turbios que suceden en la ciudad. Normalmente porque está implicada en ellos.
—Sí —dijo Kurtz—. Lo que me recuerda que va a pasarse por aquí un mafioso vestido de Armani para dejar una carpeta llena de papeles. No le dispares con el arma que guardas bajo el escritorio.
—¿Un tipo de la mafia vestido de Armani?
—Colin.
—Un tipo de la mafia llamado Colin —dijo Arlene—. La herida en la cabeza te está creando alucinaciones, Joe.
—Recógeme a las nueve y media en el Harbor Inn —dijo Kurtz—. Iremos juntos al centro cívico.
—A las nueve y media. ¿Vas a durar tanto?
Kurtz se tocó el ala de su sombrero y salió por la puerta para bajar las escaleras. Había treinta y nueve escalones. Todos le dolieron.