El nuevo hogar de Kurtz, el Harbor Inn, era un viejo y abandonado bar y hotel para barqueros de planta triangular de tres pisos que se erigía solitario entre los campos llenos de hierbajos al sur del centro de Búfalo. Para llegar, tenías que cruzar el río Búfalo por un puente de metal de un solo carril, entre elevadores de grano abandonados. El puente se alzaba verticalmente de una sola pieza para permitir el tráfico de barcazas, ya casi inexistente, y una señal en la superestructura informaba de que en caso de nieve: «Levantar el arado antes de cruzar». Una vez sobre lo que los lugareños llamaban la isla (aunque técnicamente no lo era), el aire olía a Cheerios porque las únicas estructuras operativas que quedaban entre los almacenes abandonados y los silos era la gran planta de General Mills situada entre el río y el lago Erie. La entrada principal al Harbor Inn, todavía tableada pero con una cerradura y una bisagra recién adquiridas, se hallaba en el vértice del triángulo del edificio, donde se unían las calles Ohio y Chicago. Había un faro de cuatro metros colgando sobre la entrada; la pintura blanca y azul y el logo del Harbor Inn de debajo estaban tan desconchados que parecían haber sufrido fuego de ametralladora. Un deslucido cartel en la puerta tableada declaraba: «Se alquila. Promotora Elicott» y mostraba un número de teléfono. Bajo el cartel había un viejo letrero incluso más deteriorado que anunciaba: «Alitas de pollo, chili, sándwiches, especiales del día».
Kurtz sacó la llave de repuesto de su escondite, abrió el candado de la puerta principal, quitó el madero, entró y lo volvió a colocar. Solo unos pocos rayos de luz se colaban a través de las tablas. Polvo, yeso y planchas de madera rotas inundaban la estancia, salvando solo el sendero despejado por Kurtz. El aire olía a moho y podredumbre.
A la derecha del pasillo, tras aquel espacio, había unas estrechas escaleras que conducían a los pisos superiores. Kurtz comprobó algunas de sus pequeñas trampas y subió, caminando lentamente y agarrándose a la baranda cuando el dolor de cabeza le causaba mareos.
Solo había arreglado tres habitaciones y un baño del segundo piso, si bien había escondrijos y rutas de escape en las otras nueve habitaciones de la planta superior. Sustituyó las ventanas y limpió la gran estancia triangular de la parte delantera, aunque no para que fuera su dormitorio, ya que para ello dispuso una habitación más pequeña junto a aquella. En su lugar, improvisó un gimnasio que contaba con un saco, una pera de velocidad, una cinta de correr rescatada de la basura del club de atletismo de Búfalo, varias pesas y un banco que tuvo que reparar. Kurtz nunca cayó en el endémico fetiche del culturismo durante sus once años y medio de condena en Attica. Sabía que la fuerza estaba bien, pero la velocidad y la habilidad para reaccionar rápido eran más importantes. Durante los últimos doce meses había hecho bastante terapia física. Dos de las ventanas daban a las calles Chicago y Ohio y a los silos abandonados y el complejo de fábricas al oeste. La ventana central mostraba el cartel lleno de agujeros del faro.
Su dormitorio no consistía en nada especial: un somier, un viejo armario donde guardaba sus trajes y el resto de la ropa y unas persianas de madera que cegaban la ventana. La tercera habitación tenía estantes de ladrillo y madera llenos de libros de bolsillo en dos de las cuatro paredes, una ajada alfombra roja, una lámpara de suelo que Arlene tenía pensado tirar y, sorprendentemente, una silla y un sillón otomano Eames que un idiota en Williamsville había dejado en un contenedor. Parecía que un gato de cuarenta kilos se hubiera despachado a gusto en el tapizado de cuero negro con sus uñas, pero Kurtz lo arregló con cinta aislante.
Se dirigió al final del oscuro pasillo, se quitó la ropa del anciano y se dio una ducha rápida pero muy caliente, asegurándose de mantener el chorro alejado de los vendajes.
Tras secarse, Kurtz sacó una cuchilla, se echó espuma en la palma de la mano y se miró al espejo por primera vez.
—Jesucristo… —exclamó con disgusto.
El rostro sin afeitar que le contemplaba no parecía humano. Los vendajes estaban de nuevo sanguinolentos y se apreciaba la zona rasurada alrededor. Un hilillo de sangre le bajaba por la piel de la sien y la frente hasta los ojos hasta formarle una especie de máscara púrpura de mapache. El tono rojo de los ojos era tan intenso como el de los vendajes, y tenía magulladuras y rozaduras en la mejilla izquierda y la mandíbula, donde debió golpearse al caer al suelo de cemento del garaje. El ojo izquierdo tampoco tenía muy buen aspecto.
—Cristo —murmuró de nuevo. No entregaría ninguna carta de amor para buscaatuamor.com en un futuro cercano.
Afeitado y duchado, pero a pesar de ello sintiéndose de alguna manera más cansado y asqueroso, se puso unos pantalones vaqueros limpios, una camiseta negra, zapatillas nuevas y una chaqueta de cuero que una vez le dio a un viejo borracho drogadicto llamado Pruno, informante y conocido suyo. El hombre se la había devuelto, alegando que en realidad no era de su estilo. La chaqueta se encontraba todavía en perfecto estado, era obvio que el vagabundo nunca la llegó a usar.
Kurtz se colocó con cautela el sombrero y se dirigió a la habitación contigua a la suya, que estaba sin amueblar. No había reparado el yeso y parte del techo se estaba cayendo a pedazos. Kurtz alargó la mano sobre el marco de madera de la puerta, abrió un panel cubierto del mismo papel enmohecido que el resto de la pared y sacó una S&W del 38 de la caja de metal escondida en el agujero. El arma estaba envuelta en un trapo y olía a aceite. Había un fajo de billetes en la caja de metal. Kurtz contó quinientos dólares y dejó el resto en su sitio antes de desenvolver el arma del trapo aceitoso.
Comprobó que la cámara estaba cargada de balas, giró el cilindro, se metió el revólver en el cinturón, sacó un puñado de cartuchos de la caja, se los guardó en el bolsillo de la chaqueta y guardó el continente de metal y el trapo, colocando de nuevo con cuidado el panel en su lugar.
Volvió a la habitación triangular de la parte delantera de la segunda planta y miró en todas direcciones. Seguía siendo un precioso día azul de otoño; las calles Ohio y Chicago estaban vacías de tráfico. Nada que no fueran malas hierbas se interponía entre él y los cientos de metros de campo, silos y fundiciones al sudoeste.
Kurtz encendió el monitor, parte del sistema de vigilancia que Arlene y él usaron en su día para su antigua oficina en el sótano de un sex shop. Las dos cámaras montadas en la parte trasera del edificio del Harbor Inn mostraban campos crecidos y calles y aceras intransitadas y resquebrajadas.
Kurtz cogió el teléfono móvil de repuesto de un estante y marcó un número privado. Habló poco:
—Quince minutos. —Cortó la conexión y llamó a un taxi.
Las canchas públicas de baloncesto en Delaware Park eran un escaparate para las habilidades de algunos de los mejores talentos deportivos del oeste de Nueva York. Aunque era jueves por la mañana, día de escuela, las pistas estaban llenas de hombres y chicos negros jugando al baloncesto de una manera espectacular.
Kurtz vio a Angelina Farino Ferrara en cuanto salió del taxi. Llevaba una sudadera ajustada, pero no tanto como para revelar la presencia de la Compact Witness del 45 que suponía que todavía llevaba en una funda de extracción rápida bajo la prenda. La mujer parecía lo bastante en forma para saltar a las pistas, pero era demasiado baja y demasiado blanca, pese a su cabello oscuro y la tez olivácea, para que la invitaran a jugar.
Kurtz detectó de inmediato a sus guardaespaldas; le hubiera costado igual de poco aunque no fueran los únicos chicos blancos presentes en aquella zona del parque. Uno de los hombres estaba a unos diez metros a su izquierda, estudiando con esmero la actividad de las ardillas, y el otro estaba paseando quince metros a su derecha, casi en las pistas. El invierno anterior, sus guardaespaldas eran torpes y proletarios, de Jersey, pero estos dos eran tan delgados, estaban tan bien vestidos y llevaban el pelo tan bien peinado que bien podrían ser supermodelos de California. Uno de ellos se cruzó delante de Kurtz para interceptarle y registrarle, pero Angelina Farino Ferrara le hizo un gesto disuasorio con la mano.
Mientras se acercaba, Kurtz abrió los brazos como si fuera a abrazarla, pero su verdadera intención era demostrar que no llevaba armas en las manos ni en los bolsillos de la chaqueta.
—Maldita sea, Kurtz —dijo la mujer cuando se detuvo a metro y medio de ella.
—Yo también me alegro de verte.
—Te pareces a Spirit.
—¿A quién?
—Un personaje de cómic de los años cuarenta. También llevaba sombrero y una máscara azul. Tenía su propia página en el Herald Tribune. Mi padre las coleccionaba en una gran carpeta de cuero durante la guerra.
—Ajá —dijo Kurtz—. Interesante. —Lo que venía a decir que se dejara de rollos.
Angelina Farino Ferrara sacudió la cabeza, se echó a reír y comenzó a caminar hacia el zoo, dirección este. Las madres blancas llevaban a sus hijos preescolares a las puertas del zoo, mirando con recelo a los amenazadores negros que jugaban al baloncesto. La mayoría de los hombres solo vestía unos pantalones cortos, incluso en aquel frío día otoñal, y tenían la piel cubierta de sudor.
—He oído que ayer os dispararon a ti y a tu agente de la condicional —dijo Angelina—. De algún modo te las arreglaste para que la bala a ti solo te rebotara en la dura cabezota y a ella le entrara en el cerebro. Enhorabuena, Kurtz. Siempre fuiste nueve partes suerte por una de habilidad y sentido común.
Kurtz no iba a discutirle eso.
—¿Cómo te has enterado tan rápido?
—Mis amigos policías.
Por supuesto, pensó Kurtz. La conmoción debía de haberle dejado medio estúpido.
—Bueno, ¿quién lo hizo? —preguntó la mujer. Tenía un rostro ovalado que parecía salido de una escultura de Donatello, inteligentes ojos marrones, el pelo liso hasta los hombros recogido en una coleta y el físico de una corredora. Era la primera mujer don en funciones en la historia de la mafia americana, un grupo que no había evolucionado tanto en corrección política como para reconocer términos como «mujer don en funciones». Siempre que Kurtz pensaba que era especialmente atractiva, recordaba aquella vez que le contó que ahogó a su bebé recién nacido, producto de una violación de Emilio Gonzaga, líder de una familia rival de Búfalo, en el río Belice de Sicilia. Su voz sonó calmada cuando se lo relató, casi satisfecha.
—Tenía la esperanza de que tú me dijeras quién me disparó —dijo Kurtz.
—¿No viste a nadie? —Había dejado de caminar. Las hojas se alborotaban entre sus piernas. Los dos guardaespaldas mantenían las distancias pero no apartaban los ojos de Kurtz.
—No.
—Bueno, veamos —dijo Angelina—. ¿Tienes algún enemigo que quiera hacerte daño?
Kurtz esperó a que la mujer dejara de reírse de su propia gracia.
—La mezquita del bloque D todavía mantiene la fatwa contra ti —dijo—. Y el Club Social Seneca aún piensa que tuviste algo que ver en que su temerario líder, Malcolm Kibunte o como se llame, se cayera por las cataratas el invierno pasado.
Kurtz esperó.
—Además, está ese indio gigante con cojera que le cuenta a todo el que quiera escucharle que va a matarte. Big Bore Redhawk. ¿Es ese su verdadero nombre?
—Deberías saberlo —dijo Kurtz—, tú fuiste la que contrató a ese idiota.
—En realidad lo hizo Stevie. —Se refería a su hermano.
—¿Cómo está Pequeño Jaco? —se interesó Kurtz.
Angelina se encogió de hombros.
—Nunca volvió junto a los presos comunes de la cárcel tras el ataque con el punzón en Attica la primavera pasada. A la escoria no le gustan los pedófilos. Incluso la escoria tiene una escoria más baja a la que despreciar. Apuesto a que Stevie está bajo protección federal en un club de campo de alguna parte.
—Su abogado debe saberlo —dijo Kurtz.
—Su abogado sufrió un desgraciado accidente doméstico en junio. No sobrevivió.
Kurtz la miró con intensidad, pero la expresión de Angelina Farino Ferrara no reveló nada. Su hermano era su único rival por el control de la familia criminal Farino, y perder al abogado limitaba la habilidad de Pequeño Jaco para operar. Casi tanto como el ataque con el punzón y las palizas resultantes de una historieta sobre pedofilia que Angelina filtró a la prensa.
—¿Quién más pudo querer matarme? —prosiguió Kurtz—. Alguien de quien no haya oído hablar.
—¿Qué me llevo yo a cambio?
Kurtz se encogió de hombros.
—¿Qué quieres?
—Esa chaqueta —dijo Angelina Farino Ferrara.
Kurtz bajó la mirada.
—¿Quieres mi chaqueta a cambio de información?
—No, mierdoso. Es uno de los regalos de después del polvo que repartía Sophia. Las compraba al por mayor en Avirex.
Mierda, pensó Kurtz. Había olvidado que la ya fallecida hermana pequeña de Angelina le había regalado aquella chaqueta. Fue una de las razones por las que se la había dado a Pruno. Y sí, de hecho, se la regaló después de un polvo. Ahora se preguntaba si su conmoción lo tenía tan idiotizado que no debía salir a la calle. De acuerdo, dijo la parte más cínica de su dolorido cerebro, échale la culpa a la conmoción.
—Te daré la chaqueta ahora mismo si me dices quién más podría haber estado ayer en el aparcamiento —le prometió.
—No quiero la chaqueta —dijo Angelina—. Ni el sexo que hizo que Sophia te la regalara. Quiero contratarte del mismo modo que ella lo hizo. Igual que papá.
Kurtz parpadeó perplejo. Cuando salió de Attica un año atrás, comprobó la teoría de que, si no podía trabajar de investigador privado con licencia, sí podía tener trabajos deshonestos pero estables haciendo investigaciones para personajes sombríos como don Farino o su hija Sophia. A Kurtz no le fue bien. Sin embargo, al don y a su hija les fue aún peor; acabaron muertos.
—¿Estás loca? —dijo Kurtz.
Angelina Farino Ferrara se encogió de hombros.
—Esas son mis condiciones para la información.
—Entonces estás loca. ¿Quieres contratarme en calidad de qué? ¿Peluquero de tus chicos? —Señaló con la cabeza a los bellos guardaespaldas.
—No estabas escuchando, Kurtz, quiero contratarte como investigador.
—¿Con mi sueldo diario?
—Una tarifa plana por los servicios prestados —dijo Angelina.
—¿Cómo de plana?
—Quince mil dólares por un nombre y una dirección. Diez mil solo por el nombre.
Kurtz respiró y esperó. Le pareció que alguien le desplazaba la cabeza medio metro a la izquierda. Incluso el color de las hojas que revoloteaban a su alrededor le dolía en los ojos. Los jugadores de baloncesto gritaron algo sobre un magnífico rebote bajo el tablero. En algún lugar del zoo, un león viejo carraspeó. Se alargó el silencio.
—¿Estás pensando, Kurtz, o es solo un momento de senilidad?
—Dime qué se supone que debo investigar y te diré si acepto.
La mujer se cruzó de brazos y observó un partido de baloncesto durante un minuto. Uno de los jóvenes jugadores reparó en ella y le silbó. Los guardaespaldas se pusieron alerta. Angelina le sonrió al chico de la pelota. Entonces se volvió hacia Kurtz.
—Alguien ha estado matando a nuestra gente. A cinco, para ser exactos.
—Alguien que no conoces.
—Sí.
—¿Quieres que averigüe quién lo está haciendo?
—Sí.
—¿Y que me lo cargue?
Angelina Farino Ferrara puso los ojos en blanco.
—No, Kurtz, tengo a gente para eso. Solo que lo identifiques y nos des un nombre que no deje lugar a la duda razonable. Cinco mil más si nos proporcionas una dirección vigente.
—¿No puede tu gente encontrarle y matarle?
—Son especialistas —dijo Angelina.
Kurtz asintió.
—Esos tipos cercanos a ti a los que se han cargado, ¿son matones y gente así?
—No. Contactos. Conexiones. Te lo explicaré luego.
Kurtz se lo pensó. El efectivo de su bolsillo era casi el único dinero que le quedaba. Pero ¿dónde estaba la ética de encontrar a alguien con el fin de que estos mafiosos lo mataran? Era evidente que tenía un dilema entre manos.
—Quince mil garantizados. Quiero la mitad ahora. Lo encontraré y averiguaré dónde vive —aseguró. Ya que debía afrontar el dilema ético, quería una buena compensación.
—Un tercio ahora —dijo Angelina Farino Ferrara. Se dio la vuelta para tapar con el cuerpo la visión desde la pista y le entregó los cinco mil dólares que tenía preparados en un compacto rollo de billetes.
A Kurtz le encantaba ser predecible.
—Puedo decirte ahora mismo quién lo está haciendo.
Angelina dio un paso atrás y lo miró. Sus ojos eran de un marrón muy intenso.
—El nuevo Gonzaga —dijo Kurtz—. El chico de Emilio, recién llegado de Florida.
—No —dijo Angelina—. No es Toma.
Kurtz alzó las cejas ante el uso del nombre de pila del hijo del don fallecido. A ella nunca le gustaron los Gonzaga. Los finos instintos de investigador privado de Kurtz le decían que tenía algo que ver con que Emilio la hubiera violado y además dejara lisiado a su padre hace unos años.
—De acuerdo —dijo—. Empezaré a investigarlo en cuanto arregle mi propio asuntillo. ¿Me vas a dar los detalles sobre los golpes?
—Enviaré a Colin a tu oficina de Chippewa esta tarde con sus notas. —Señaló al más alto de los dos guardaespaldas.
—¿Colin? —Kurtz alzó de nuevo las cejas y decidió que no volvería a hacerlo—. De acuerdo, mi turno. ¿Quién me disparó?
—No sé quién te disparó —dijo Angelina—, pero sé quién te ha estado buscando durante estos últimos días.
Había estado fuera de la ciudad entregando cartas de buscaatuamor.com.
—¿Quién?
—Toma Gonzaga.
Kurtz sintió el aire frío a su alrededor.
—¿Por qué?
—No lo sé con seguridad —confesó la mujer—, pero ha puesto a una docena de sus nuevos chicos a buscar, algunos dan vueltas por ese basurero en el que vives cerca de la fábrica de Cheerios. Otros montan guardia en tu oficina en Chippewa. Un par se pasean por el Blues Franklin.
—De acuerdo —dijo Kurtz—. No es mucho, pero gracias.
Angelina se subió la cremallera de la sudadera.
—Hay otra cosa, Kurtz.
—¿Sí?
—Un rumor… de momento solo un rumor callejero… de que Toma ha hecho llamar al Danés.
En ese momento, Kurtz sintió un leve acceso de náusea. El Danés era un legendario asesino europeo que solo venía a Búfalo por negocios. Kurtz lo había visto en acción la última vez que estuvo aquí, el día que el don Byron Farino y su hija, Sophia, además de varios otros, fueron tiroteados en la supuesta seguridad del complejo Farino.
—Bueno… —comenzó Kurtz. No se le ocurrió decir otra cosa. Sabía, y suponía que Angelina Farino Ferrara también, que si Toma Gonzaga quería muerto a Joe Kurtz por alguna razón, no tenía necesidad de traer al Danés. Lo más probable es que Gonzaga solo contratara a alguien de tal calibre para eliminar a su verdadero rival en el oeste de Nueva York: Angelina Farino Ferrara.
—Bueno, comenzaré a investigar en cuanto sepa quién me hizo esto a mí —le aseguró Kurtz.
La don en funciones de la familia Farino asintió, se acabó de subir la cremallera de la sudadera y comenzó a correr hacia la parte trasera del zoo, primero por el césped lleno de hojas amarillas, luego por el ventoso camino interior del parque. Los dos guardaespaldas se apresuraron a montarse en su Lincoln Town Car para poder alcanzarla.
Kurtz se reajustó el sombrero para aliviar la presión de los vendajes contra el cráneo roto. No funcionó. Buscó un banco para sentarse, pero por suerte no había ninguno a la vista; era probable que si lo hubiera, se habría recostado en posición fetal y se hubiera quedado dormido.
Los jugadores de baloncesto cedieron la pista a otros mientras los tipos sudorosos que la abandonaban intercambiaban palmadas e insultos ingeniosos entre ellos. Kurtz sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y llamó a un taxi.