3

Los dos hombres llegaron por la noche. Entraron en su habitación sobre las tres de la mañana.

Kurtz no tenía nada con lo que defenderse. Hubiera robado un cuchillo para esconderlo bajo la almohada si el hospital le hubiera dado de cenar, pero no había sido así, así que seguía esposado e indefenso. Se preparó de la única manera que se le ocurrió, deslizando en su mano izquierda la aguja intravenosa metida en su tubo flexible y concentrando sus energías en metérsela en el ojo al atacante si se acercaba lo suficiente. Pero si uno o ambos hombres sacaban una pistola, la única esperanza de Kurtz sería tirarse a su izquierda e intentar echarse la cama sobre el cuerpo gritando como un poseso.

Mientras escudriñaba las dos sombras en la entrada y soportaba el fuerte dolor de cabeza, Kurtz pensó que no estaba seguro de tener fuerzas para tirar de la cama. Además, los somieres, incluso los de una cama de hospital, no eran una protección muy fiable contra las balas.

Había un botón para llamar a la enfermera anclado encima de la almohada, sobre su cabeza, sin embargo las esposas le impedían llegar con la mano derecha y no estaba dispuesto a soltar o revelar la aguja en su mano izquierda.

Kurtz vio a los dos hombres silueteados en la entrada justo cuando accedían a la habitación, antes de que el tenue fulgor de los monitores médicos los iluminara.

Uno de los hombres era alto, delgado y asiático. Tenía el pelo negro peinado hacia atrás, un caro traje oscuro y las manos vacías. El hombre a su lado iba en una silla de ruedas con la que rodaba hacia la cama de Kurtz haciendo uso de sus poderosos brazos.

Kurtz no fingió estar dormido. Observó al hombre de la silla. Cualquier esperanza de que fuera un paciente errante del hospital dando paseos a las tres de la mañana desapareció al reparar en que también llevaba traje y corbata. Era viejo. Kurtz advirtió el fino pelo gris cortado al ras y las líneas y cicatrices en el rostro bronceado del hombre. Sin embargo, sus cejas eran negras, la mandíbula fuerte y la expresión fiera. El tren superior del hombre tenía un aspecto formidable y sus manos eran enormes, pero incluso bajo aquella exigua luz, Kurtz se dio cuenta de que los pantalones solo le servían para cubrir dos palos inútiles.

La expresión del asiático era neutral. Se quedó a medio metro del hombretón de la silla.

Las ruedas chirriaron en el suelo hasta que sus piernas inútiles tocaron la cama de Kurtz. Haciendo un esfuerzo por concentrarse, Kurtz miró más allá de su muñeca esposada los fríos ojos azules del hombre. Su único deseo es que la visita fuera amistosa.

—Miserable montón de mierda inútil —siseó el viejo—. Deberías haber sido tú el que recibiera la bala en el cerebro.

La teoría de la visita amistosa murió en aquel preciso instante.

El hombre en la silla levantó su enorme mano y abofeteó a Kurtz en un lado de la cabeza, justo donde los vendajes y tiritas se amontonaban sobre la herida.

La sensación de tolerar el dolor resultante de aquello debía de ser muy parecida a montar de pie en la montaña rusa de Crystal Beach. Kurtz quería vomitar y perder el sentido, pero se forzó a no hacer ni lo uno ni lo otro. Abrió los ojos y deslizó la larga aguja de la vía entre el tercer y cuarto dedo de la mano izquierda del mismo modo que había aprendido a sostener una hoja sin empuñadura en Attica.

—Maldito cabrón inútil —dijo el hombre de la silla, esta vez en voz alta—. Si muere, te mataré con mis propias manos. —Abofeteó de nuevo a Kurtz, un poderoso golpe en la boca con la mano abierta que no fue, ni de lejos, tan doloroso. Kurtz giró la cabeza y observó los ojos del hombre y las manos del asiático.

—Mayor —dijo el asiático con delicadeza. El tipo alto puso las manos en los agarres de la silla y arrastró al viejo un metro hacia atrás—. Tenemos que irnos.

Los ojos azules del viejo, con la expresión de los de un loco, nunca abandonaron el rostro de Kurtz. A él no le importó. Muchos expertos lo habían observado con odio, pero tenía que admitir que el viejo era todo un maestro en la materia.

—Mayor —susurró el hombre alto. El viejo de la silla al fin dejó de mirarlo, pero no sin antes levantar su enorme dedo índice y agitarlo delante de Kurtz como si le hiciera una promesa. Kurtz vio la sangre en el dedo un segundo antes de notar la que le caía a él mismo por la sien derecha.

El asiático dio media vuelta a la silla y empujó al viejo hacia la puerta, en dirección al poco alumbrado pasillo. Ninguno de los dos hombres miró atrás.

Kurtz no creía que después de aquello pudiera quedarse dormido o al menos perder la conciencia, la única posibilidad real de dormir bajo semejante dolor. No obstante, debió de conseguirlo porque se despertó a primera hora de la mañana. James Bond le estaba mirando.

No era el verdadero James Bond, Sean Connery, sino el tipo nuevo: pelo oscuro peinado hacia atrás, sonrisa sardónica, un traje impecable de Saville Row o algo así… —Kurtz no tenía ni idea de qué aspecto tenía un traje de Saville Row—. Camisa blanca brillante de amplio cuello, elegante corbata de cachemir con un nudo windsor, pañuelo de bolsillo doblado perfectamente y no demasiado desmañado para ir a juego con la corbata y un refinado Rolex ligeramente visible bajo el puño, almidonado a la perfección.

—¿Señor Kurtz? —dijo James Bond—. Mi nombre es Kennedy. Brian Kennedy.

Kurtz pensó que también se parecía un poco a aquel retoño de Kennedy que estrelló su avión y a sus pasajeros en el mar.

Brian Kennedy le ofreció a Kurtz una tarjeta de visita color crema, vio las esposas y, sin interrumpir el movimiento, dejó la tarjeta en la mesilla.

—¿Cómo se siente, señor Kurtz? —preguntó Kennedy.

—¿Quién es usted? —lo interrogó Kurtz. Pensó que se sentía mejor, ya que las tres sílabas solo hicieron que su visión cabalgara sobre el dolor, pero no le dieron ganas de vomitar.

El tipo atractivo tocó su tarjeta.

—Soy propietario y gerente de Empire State, empresa de seguridad y protección ejecutiva. Nuestra filial de Búfalo fue la proveedora de las cámaras de seguridad del garaje en el que tuvo lugar ayer el tiroteo.

Cuando entramos en el garaje algunas luces estaban rotas, una sí y otra no, pensó Kurtz. Aquello fue lo que me puso en guardia. El recuerdo del tiroteo estaba regresando a su magullado cerebro igual que un charco de lodo bajo una puerta.

No le dijo nada a Kennedy-Bond. ¿Lo visitaba por temor a una potencial demanda hacia su compañía? El dolor le impedía a Kurtz poner nada en claro, así que miró fijamente a Kennedy y le dejó continuar hablando.

—Le hemos dado a la policía la cinta original de vigilancia del garaje —continuó Kennedy—. Las imágenes no muestran a los que dispararon, pero es obvio que sus acciones y las de la agente O’Toole son claramente perceptibles y no dejan lugar a la sospecha.

Entonces ¿por qué sigo esposado?, pensó Kurtz.

—¿Cómo está ella, O’Toole? —se las arregló para decir en lugar de aquello.

Cuando habló, el rostro de Brian Kennedy se mostró igual de frío que el de James Bond.

—Le dispararon tres veces. Casquillos del veintidós. El primero le rompió una costilla del costado izquierdo. Otro le atravesó la parte superior de un brazo, rebotó y le dio a usted. Sin embargo, un tercero le penetró en la sien y la bala se alojó en su cerebro, en el lóbulo frontal izquierdo. Se la sacaron tras cinco horas de cirugía, y además tuvieron que extraer parte del tejido cerebral dañado. Está en un coma parcialmente inducido, sea lo que sea eso, pero parece que tiene opciones de sobrevivir, si bien no de recuperarse por completo.

—Quiero ver la cinta —dijo Kurtz—. Dice que le dio a la poli la original, lo que significa que posee una copia.

Kennedy ladeó la cabeza.

—¿Por qué…? Oh, no recuerda el ataque, ¿verdad? Dijo la verdad a los detectives.

Kurtz esperó.

—De acuerdo —convino Kennedy—. Llámeme al número de Búfalo que aparece en la tarjeta cuando esté listo para…

—Hoy —dijo Kurtz—. Esta tarde.

Kennedy se detuvo junto a la puerta y sonrió con aquella cínica y divertida sonrisa de James Bond.

—No creo que… —comenzó a decir antes de quedarse callado y mirar a Kurtz—. De acuerdo, señor Kurtz —dijo—, a los agentes investigadores no les va a gustar cuando se enteren, pero tendremos la cinta preparada si se pasa por nuestras oficinas esta tarde. Supongo que se ha ganado el derecho a verla.

Kennedy reemprendió su camino, pero de nuevo se detuvo y se dio la vuelta.

—Peg y yo estamos comprometidos —dijo con suavidad—. Teníamos planeado casarnos en abril.

Entonces se fue y una enfermera entró a toda prisa con una bandeja con algo parecido a un desayuno.

Esto parece la maldita estación central, pensó Kurtz. El doctor Singh entró después de que Kurtz hubiera ignorado todo el contenido de la bandeja salvo el cuchillo. Le puso la luz de su pequeña linterna en los ojos, miró bajo los vendajes, palpó el evidente sangrado (Kurtz no mencionó el guantazo en la cabeza del señor Silla de Ruedas), le pidió a la enfermera que sustituyera la gasa y la cinta, le comunicó a Kurtz que le mantendrían en observación otras veinticuatro horas y ordenó que le hicieran una radiografía craneal. Finalmente, Singh le comentó que el agente que vigilaba al final del pasillo se había marchado ya.

—¿Cuándo se fue? —preguntó Kurtz. Sentado con la espalda sobre la almohada, notó que aquella mañana le era más fácil centrar los ojos. El dolor de cabeza continuaba actuando como una llovizna permanente sobre un tejado de metal, pero era mejor que las estacas clavándose en su cerebro de la noche anterior. Círculos rojos y amarillos de dolor causados por el haz de la linterna danzaban alrededor de su visión.

—Yo no estaba trabajando —dijo Singh—, pero creo que alrededor de medianoche.

Antes de que aparecieran Silla de Ruedas y Bruce Lee, pensó Kurtz.

—¿Hay alguna posibilidad de que me quiten las esposas? No he podido tomarme el desayuno con la mano izquierda —dijo.

Singh pareció sentir un dolor físico al oír aquello, sus ojos marrones se mostraban tristes tras las gafas.

—Lo siento de verdad, señor Kurtz. Creo que uno de los detectives está abajo. Estoy seguro de que lo liberará.

Así era y así lo hizo.

Rigby King apareció diez minutos después de que Singh saliera al concurrido pasillo del hospital. Llevaba una chaqueta vaquera azul, una camiseta blanca, vaqueros nuevos y unas zapatillas de correr. La funda de la 9 mm en el lado derecho de su cinturón permaneció oculta bajo su chaqueta hasta que echó el cuerpo hacia delante. No dijo nada mientras le quitaba las esposas que, como la poli veterana que era, guardó enseguida en la parte trasera de su cinturón. Kurtz no quería ser el primero en hablar, pero necesitaba información.

—He tenido visita durante la noche —dijo—. Después de que me quitarás al agente uniformado del pasillo.

Rigby se cruzó de brazos y frunció el ceño ligeramente.

—¿Quién?

—Dímelo tú —dijo Kurtz—. Un viejo en una silla de ruedas y un asiático alto.

Rigby asintió pero no dijo nada.

—¿Me vas a decir quiénes son? —preguntó Kurtz—. El viejo de la silla me abofeteó el lateral de la cabeza. Dadas las circunstancias, debería saber quién está enfadado conmigo.

—El hombre de la silla debía de ser el mayor retirado O’Toole —dijo Rigby King—. El vietnamita probablemente era su socio en el negocio. Vinh, Trinh o algo así.

—El mayor O’Toole… —repitió Kurtz—. ¿El padre de la agente de la condicional?

—Su tío. El hermano mayor del famoso gran John O’Toole, Michael.

—¿Gran John?

—EL viejo de Peg O’Toole fue un heroico policía de esta ciudad, Joe. Murió en acto de servicio hace cuatro años, no mucho antes de que le tocara retirarse. Supongo que no te enteraste allá en Attica.

—Supongo que no.

—Dices que te golpeó.

—Me abofeteó —la corrigió Kurtz.

—Debe de pensar que tuviste algo que ver con que le dispararan a su sobrina en la cabeza.

—No es así.

—¿Recuerdas algo ahora?

Su voz seguía provocando cosas extrañas en él, aquella mezcla entre suave y áspera. O tal vez todo se debía a la conmoción.

—No —dijo Kurtz—. No recuerdo nada con claridad después de dejar la oficina de la agente tras la entrevista. Pero sé que fuera lo que fuera lo que le pasó a O’Toole en el garaje, yo no tuve nada que ver.

—¿Cómo sabes eso?

Kurtz levantó su recién liberada mano derecha.

Rigby sonrió muy ligeramente a causa de aquello y Kurtz recordó que su sonrisa era como un rayo de sol.

—¿Tenías algún problema con la agente O’Toole? —le preguntó.

Kurtz sacudió la cabeza y acto seguido se vio obligado a sostenérsela con ambas manos.

—¿Te duele mucho, Joe? —El tono era bastante neutral, pero parecía contener un ligero matiz de preocupación.

—¿Recuerdas al tipo contra el que tuviste que usar tu porra en Patpong, en el callejón de Pussies Galore?

—¿En Bangkok? ¿Te refieres al tipo que le robó la cuchilla de afeitar a la bailarina exótica y trató de usarla contra mí?

—Sí.

Se dio cuenta de que, en efecto, lo recordaba.

—Me echaron la bronca por escrito, aquella panda de burócratas… ese gilipollas, como se llame…

—Sheridan.

—Sí —afirmó Rigby—. Fuerza excesiva dijo… solo porque el tipo que encerré tenía un poquito de cerebro asomando por las orejas.

—Bueno, aquel tipo no tiene ni idea de cómo me siento yo ahora —dijo Kurtz.

—Una situación difícil —dijo Rigby. Ahora en su voz había desaparecido cualquier viso de preocupación. Kurtz sabía que aquella definición se podía abreviar: «S. D.». Caminó hacia la puerta—. Si recuerdas al teniente Sheridan, puedes recordar lo de ayer, Joe.

Se encogió de hombros.

—Cuando lo hagas, llámanos. A Kemper o a mí. ¿De acuerdo?

—Quiero irme a casa y tomarme una aspirina —dijo Kurtz. Trató de que en su voz sonara solo un leve matiz de queja.

—Lo siento. Los médicos quieren tenerte aquí otro día. Tu ropa y tu cartera han sido… guardadas… hasta que estés listo para partir. —Comenzó a marcharse.

—¿Rig? —la llamó.

Se detuvo, pero frunció el ceño, como si no le gustara que usara el diminutivo de su viejo apodo.

—No le disparé a O’Toole y no sé quién lo hizo.

—De acuerdo, Joe —dijo—. Pero sabes, y lo sabes bien, que Kemper y yo suponemos que el objetivo no era ella. Alguien estaba tratando de matarte en aquel garaje y la pobre O’Toole se interpuso en su camino.

—Sí —dijo Kurtz, cansado—. Lo sé.

Se fue sin decir una palabra más. Kurtz esperó unos minutos, salió laboriosamente de la cama, luchó un rato por estabilizarse agarrándose a la baranda y luego rebuscó por la habitación y el baño en busca de su ropa, aunque sabía que era imposible que estuviese allí. Ya que había ignorado la cuña de la enfermera Ratchet, se detuvo en el baño a echar una meada. Le provocó dolor de cabeza.

Entonces Kurtz tomó la vía con ruedas y la echó a rodar por el pasillo. Nada en el mundo resulta tan patético e indefenso como un hombre en bata de hospital arrastrando una vía con el culo al aire y andar tambaleante. Una enfermera, no la suya, le paró para preguntarle adónde creía que iba.

—Rayos —dijo Kurtz—. Me dijeron que cogiera el ascensor.

—Cielos, no debería estar caminando —dijo la enfermera, una joven rubia—. Iré a buscar a un auxiliar y una camilla. Vuelva a su habitación y échese.

—Claro —dijo Kurtz.

En la primera habitación que miró había dos señoras mayores en sus respectivas camas. La segunda pertenecía a un chico joven. El padre, sentado en la silla junto a la cama, estaba esperando la primera ronda del médico y miró a Kurtz como un ciervo mira la linterna de un cazador: alarmado, esperanzado, resignado, esperando el disparo.

—Lo siento —dijo Kurtz, y desapareció en la siguiente habitación.

Era obvio que el anciano de la tercera habitación se estaba muriendo. La cortina estaba echada hasta el límite de lo posible, era el único ocupante de la habitación doble y la carpeta a los pies de su cama tenía un pequeño papel azul en el que se indicaba que no se le reanimara en caso de parada. La respiración del anciano, incluso con el oxígeno puesto, se acercaba bastante al patrón descrito por Cheyne-Stokes.

Kurtz encontró ropa doblada y guardada ordenadamente en el estante inferior del pequeño armario. Era el atuendo de un anciano: pantalones de pinzas, camisa de cuadros, calcetines de lana, unos zapatos Florsheim de rayas ligeramente grandes para Kurtz y una gabardina que parecía sacada del armario de Colombo. Por fortuna, el anciano también había traído un sombrero, un Bogey con auténticas manchas de sudor y el ala hacia abajo formando un pliegue perfecto. Kurtz se preguntaba qué pariente se encargaría de despejar aquel armario en un día o dos y si echaría de menos el sombrero.

Caminó hacia los ascensores con más brío en el paso del que realmente era capaz, sin mirar a izquierda o derecha. En lugar de detenerse en el vestíbulo, cogió el ascensor hasta el garaje y luego subió por la rampa para salir al aire fresco bajo la luz del sol.

Había un taxi cerca de la puerta de urgencias. Kurtz abrió la puerta antes de que el taxista lo viera venir y se derrumbó en el asiento trasero. Le dio al conductor la dirección de su casa.

El taxista se volvió.

—Se supone que debo recoger al señor Goldstein y a su hija —dijo, sin dejar caer de sus labios un palillo de dientes.

—Soy Goldstein —dijo Kurtz—. Mi hija está visitando a otra persona en el hospital. Adelante.

—Se supone que el señor Goldstein tiene ochenta y tantos años y le falta una pierna.

—Los milagros de la medicina moderna —dijo Kurtz. Miró al taxista a los ojos.

—Conduzca.