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Cuando Kurtz se despertó en el hospital, supo enseguida que le habían disparado, pero no recordaba cuándo, dónde ni quién lo había hecho. Tenía la sensación de que alguien le acompañaba cuando ocurrió, pero no lograba recordar los detalles, y cualquier intento de hacerlo le producía la misma sensación que si le estuvieran clavando estacas en el cerebro.

Kurtz conocía las variedades y cosechas de dolor del mismo modo que otros hombres conocían las de vinos, pero este dolor en la cabeza se encontraba más allá de cualquier umbral de juicio y se adentraba ya en un reino donde gritar era la única respuesta. Pero no gritó. Le dolería demasiado.

La habitación del hospital estaba en su mayor parte oscura, pero incluso la tenue luz de la mesilla junto a la cama le hacía daño en los ojos. Todo estaba envuelto en una especie de nimbo a su alrededor y, cuando trató de centrar la vista, la náusea se elevó sobre el dolor como la aleta de un tiburón cortando en un mar lleno de olas. Lo solucionó cerrando los ojos. Entonces le sobrevinieron los inevitables sonidos de hospital desde detrás de la puerta cerrada: los anuncios procedentes del altavoz, el chirrido de suelas de goma en los azulejos, conversaciones inaudibles en ese tono amortiguado que solo se oye en los hospitales y los salones de apuestas… todos y cada uno de aquellos sonidos, incluyendo el rasposo de su propia respiración, le parecían demasiado altos.

Comenzó a levantar la mano para frotarse la parte derecha de la cabeza, el epicentro de su universo de dolor. Su mano se detuvo cerca de la baranda de metal.

Kurtz necesitó de otros dos intentos y de varios segundos de esfuerzo mental con el fin de lograr abrir los ojos antes de darse cuenta de por qué no le funcionaba el brazo derecho: estaba esposado al asidero de metal de la cama.

Le fue necesario otro minuto para ser consciente de que su mano izquierda sí estaba libre. Lenta, laboriosamente, Kurtz se la llevó a la cara. Apretó los párpados para controlar las náuseas y se tocó la parte derecha de la cabeza, justo encima de la oreja, desde donde el dolor emitía sus frecuencias del mismo modo que las ondas de radio concéntricas al principio de una de aquellas películas antiguas de la RKO.

Reparó en que la parte derecha de su cabeza era una masa de vendajes y tiritas. Al ver que solo tenía dos tubos de suero metidos en el cuerpo, una máquina de monitorización pitando a unos centímetros de la cama y que no había médicos o enfermeras rodeándole con un carrito de reanimación, imaginó que no estaba a punto de palmarla. O eso o ya le habían dado por perdido. Es posible que hubieran emitido una orden de no reanimación y se hubieran ido a tomar café dejándolo morir allí solo en mitad de la oscuridad.

—A la mierda —dijo Kurtz, e hizo una mueca cuando el dolor pasó de 7,8 a 8,6 en su propia escala de Richter. Estaba habituado al dolor, pero aquello era… estúpido.

Dejó caer la mano en el pecho, cerró los ojos y se concedió el placer de apartarse de la línea de fuego.

—¿Señor Kurtz? ¿Señor Kurtz?

Kurtz se despertó con la misma visión borrosa y las mismas náuseas, pero con un dolor diferente. Este era peor. Un idiota estaba tirándole de los párpados y poniéndole una luz en los ojos.

—¿Señor Kurtz? —El rostro que emitía los sonidos era marrón, masculino, de mediana edad y con gesto amable bajo las gafas de montura negra. Llevaba una bata blanca.

—Soy el doctor Singh, señor Kurtz, me encargué de sus heridas en urgencias y acabo de llegar de operar a su amiga.

Kurtz enfocó el rostro. Quería preguntarle a qué amiga se refería, pero todavía no merecía la pena intentar hablar. Todavía no.

—Una bala impactó en el lado derecho de su cabeza, señor Kurtz, pero no penetró en el cráneo —dijo Singh con su voz suave y cantarina. A Kurtz le sonaba igual que tres sierras eléctricas funcionando al mismo tiempo.

Soy Superman, pensó Kurtz. Las putas balas me rebotan.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿Qué, señor Kurtz?

Kurtz tuvo que cerrar los ojos al pensar que tendría que hablar de nuevo. Se forzó a articular las palabras.

—¿Por qué… la bala… no… penetró?

Singh asintió al comprender.

—Era una bala de pequeño calibre, señor Kurtz. Del veintidós. Antes de impactar en usted atravesó el brazo de… la persona que le acompañaba… y rebotó en una columna de cemento de detrás. Estaba muy aplastada y había perdido gran parte de su energía cinética. Sin embargo, si hubiera tenido la cabeza girada hacia la derecha en lugar de hacia la izquierda, estaríamos extrayéndosela ahora mismo del cerebro, probablemente en una sala de autopsias.

En resumen, pensó Kurtz, más información de la que necesitaba de momento.

—Tal como están las cosas —continuó Singh, junto al suave canturreo que aserraba su cráneo—, tiene una conmoción entre moderada y severa y un hematoma subcraneal que de momento no requiere trepanación. Su ojo izquierdo no dilata, la sangre ha descendido a la parte trasera de sus ojos y los tiene notoriamente inyectados en sangre, pero ese no es un factor importante. Examinaremos sus habilidades motrices y los posibles efectos secundarios por la mañana.

—¿Quién…? —comenzó Kurtz. No estaba seguro de lo que iba a preguntar. ¿Quién me disparó? ¿Quién va a pagar esto?

—La policía está aquí, señor Kurtz —le interrumpió el doctor Singh.

—Es la razón por la que no le hemos administrado ningún calmante desde que ha recuperado la conciencia. Tienen que hablar con usted.

Kurtz no volvió la cabeza para mirar, pero cuando el doctor se hizo a un lado vio a dos detectives de paisano, un hombre y una mujer, uno negro y la otra blanca. Kurtz no conocía al hombre negro. Una vez estuvo enamorado de la mujer blanca.

El detective negro iba pulcramente vestido con un traje de tweed, chaleco y corbata de colegial. Se acercó a él.

—Joseph Kurtz. Soy el detective Paul Kemper. Mi compañera y yo estamos investigando el tiroteo en el que se vieron involucrados usted y la agente de la condicional Margaret O’Toole… —comenzó el hombre con una voz resonante, casi paternal.

Oh, mierda, pensó Kurtz. Cerró los ojos y recordó a O’Toole abriendo una puerta para que pasara.

—… puede ser usado contra usted ante un jurado —estaba diciendo el hombre—. Si no puede permitirse un abogado, se le asignará uno de oficio. ¿Entiende sus derechos tal como se los acabo de explicar?

Kurtz dijo algo entre el dolor.

—¿Qué? —dijo el detective Kemper. Kurtz cambió de idea. La voz del hombre ya no era tan paternal y amistosa.

—Yo no le disparé —repitió Kurtz.

—¿Ha entendido sus derechos tal como se los he explicado?

—Sí.

—¿Y desea tener a un abogado presente?

Deseo un darvocet, o morfina, pensó Kurtz. Y se dio cuenta de que había dicho eso en voz alta cuando el detective lo miró con una sombría expresión policial que venía a decir: «No me jodas». La mujer apoyada en la pared se echó a reír. Kurtz conocía aquella risa.

—¿Por qué estaba en el garaje con la agente O’Toole? —preguntó Kemper. Esta vez, la voz del detective no sonó nada paternal.

—Coincidencia. —Kurtz no se había dado cuenta de cuántas sílabas había en aquella palabra hasta entonces. Las cuatro le golpearon detrás de los ojos como clavos ardientes. Necesitaba palabras más cortas.

—¿Disparó usted su arma?

—No lo recuerdo —dijo Kurtz, sonando igual que cualquier sospechoso al que hubiera interrogado.

Kemper suspiró y miró a su compañera. Kurtz hizo lo mismo y notó que ella fijaba sus ojos en él. Era obvio que le reconocía, debió de leer su nombre antes de comenzar el interrogatorio. ¿Por eso no hablaba? Kurtz se sorprendió al darse cuenta, a través del dolor de cabeza, de que estaba tan guapa como siempre. Más, en realidad.

—¿Vio al asaltante o asaltantes? —preguntó Kemper.

—No lo recuerdo.

—¿Entró en ese garaje como parte de una conspiración para disparar y matar a la agente O’Toole?

Kurtz se limitó a mirar a su interlocutor. Estaba idiotizado por el dolor y la contusión, pero nadie era tan estúpido.

El doctor Singh rellenó el silencio.

—Detectives, una conmoción tan severa suele venir acompañada de la pérdida del recuerdo del accidente que la provocó.

—Ajá —musitó Kemper al tiempo que cerraba su libreta—. Esto no fue un accidente, doctor. Y este tipo recuerda solo lo que quiere recordar.

—Paul —intervino la detective—, déjalo en paz. Tenemos las cintas. Deja que Kurtz se tome un calmante y duerma un poco, hablaremos con él por la mañana.

—Por la mañana tendrá abogado —dijo Kemper.

La mujer sacudió la cabeza.

—No, no lo tendrá.

Habían pasado veinte años desde la última vez que Kurtz vio a Rigby King. ¿Cuál era su apellido de casada? Algo árabe, según recordaba. Se seguía pareciendo a la Rigby que conoció en el orfanato del padre Baker y con la que se reencontró de nuevo en Tailandia. Ojos marrones, una figura llena, cabello corto y oscuro y una sonrisa tan rápida y radiante como la de la gimnasta a la que le debía su nombre.

Kemper abandonó la habitación y Rigby se acercó a la cama y alzó una mano como si fuera a apretar el hombro de Kurtz. En su lugar, agarró la baranda de metal de la cama y la zarandeó ligeramente, provocando que el brazo y la muñeca esposada de Kurtz se agitaran.

—Duerme un poco, Joe.

—Sí.

Cuando los dos policías se hubieron marchado, Singh llamó a la enfermera y le inyectaron algo en la vía.

—Es algo para el dolor y un sedante suave —dijo el doctor—. Le hemos tenido semiconsciente y bajo observación el tiempo suficiente para permitirnos dejarle ahora dormir sin preocuparnos demasiado por los efectos de la conmoción.

—Sí —dijo Kurtz.

En cuanto los dos se fueron, Kurtz bajó la mano, arrancó gasas y cintas y se quitó la vía del brazo.

Joe Kurtz había visto muchas veces lo que podía pasarle a un hombre drogado e indefenso en una cama de hospital. Además, tenía mucho que pensar, sobrellevando aquel dolor, hasta que llegara la mañana.