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El día que recibió un disparo en la cabeza, las cosas le iban extrañamente bien a Joe Kurtz.

De hecho, las cosas le habían ido extrañamente bien desde hacía semanas. Más tarde, pensó que debería haberse imaginado que el universo se estaba preparando para reajustar a su costa el equilibrio de dolor en el mundo.

Y sobre todo a costa de la mujer que estaba junto a él cuando se produjeron los disparos.

Tenía cita a las dos de la tarde con su agente de la libertad condicional y llegó al centro cívico con tiempo. Ya que aparcar junto a la acera del palacio de justicia era casi imposible a aquella hora del día, Kurtz utilizó el estacionamiento del complejo judicial que abarcaba las oficinas sociales, las de justicia y el juzgado de familia. Lo mejor de su agente de la condicional era que le validaba el tique de aparcamiento.

En realidad, pensó Kurtz, aquello no era en absoluto lo mejor de ella. La agente de libertad condicional Margaret «Peg» O’Toole formó parte del Departamento de Policía de Búfalo en las unidades de drogas y antivicio, siempre le había tratado decentemente, conocía y apreciaba a su secretaria, Arlene DeMarco, y en una ocasión había ayudado a Kurtz a salir de un gran atolladero, cuando el exceso de celo de un detective pudo haberle enviado de vuelta a la prisión del condado por tenencia ilícita de armas. Joe Kurtz había hecho no pocos enemigos en sus once años y medio cumpliendo condena por homicidio en Attica, y las posibilidades de que sobreviviera mucho tiempo entre la población general de una prisión, incluso la del condado, eran escasas. Probablemente Peg O’Toole le salvó la vida; y además le validaba los tiques de aparcamiento.

La agente lo estaba esperando cuando llamó a la puerta y entró en su oficina de la segunda planta del edificio. Si se paraba a pensarlo, O’Toole nunca le había hecho esperar. Mientras que muchos agentes de la condicional trabajaban en pequeños cubículos, O’Toole se había ganado una oficina de verdad, con ventanas que daban a los calabozos del condado de Erie, en la calle Church.

Kurtz pensó que en los días claros veía cómo arrastraban a los vagabundos borrachos a sus celdas para pasar la noche.

—Señor Kurtz. —Le hizo un gesto hacia su silla de siempre.

—Agente O’Toole. —Él se sentó en su silla de siempre.

—Tenemos una fecha importante a la vista, señor Kurtz —dijo O’Toole, mirándolo primero a él y luego a su archivo.

Kurtz asintió. En un par de semanas se cumpliría un año desde que salió de Attica y se presentó por primera vez ante su agente de la condicional. Puesto que no había existido ningún problema importante (o por lo menos ninguno del que ella o la policía hubieran oído hablar) pronto pasaría a visitarla solo una vez al mes, en lugar de una a la semana. Acto seguido, O’Toole le realizó las preguntas habituales y Kurtz le dio las respuestas habituales.

Peg O’Toole, en los últimos años de la treintena, era una mujer atractiva y su sobrepeso (para los cánones actuales de perfección) era, a ojos de Kurtz, una cualidad que la hacía mucho más atractiva. De ojos verdes y cabello castaño rojizo, evidenciaba un gusto por la ropa cara aunque conservadora. Además, guardaba una Sig Pro semiautomática de 9 mm en su bolso. Kurtz sabía el modelo exacto del arma porque la había visto.

Le gustaba O’Toole, y no solo porque le hubiera ayudado a salir de la trampa que le tendieron el noviembre pasado, sino porque era todo lo sensata y poco condescendiente que una agente de la condicional puede ser con un «cliente». Nunca había tenido pensamientos eróticos con ella como protagonista, aunque no era su culpa. Había algo en el hecho de imaginar a una exagente de policía sin ropa que actuaba en Kurtz del mismo modo que una dosis de 1000 mg de anti-Viagra.

—¿Sigue trabajando con la señora DeMarco en el negocio de buscaatuamor.com? —le preguntó O’Toole. Al ser un criminal, el estado de Nueva York no autorizaba a Kurtz a volver a trabajar en su anterior empleo como investigador privado, pero si a poner en marcha este negocio de búsqueda de antiguas novias del instituto. El proceso comenzaba en internet (eso era cosa de Arlene, su secretaria), y luego Kurtz se encargaba de la investigación básica que fuera necesaria.

—Esta mañana he estado buscando en el norte de Tonawanda a un antiguo capitán de fútbol de instituto —dijo Kurtz— para entregarle una carta manuscrita de su exnovia animadora.

O’Toole levantó la vista de sus notas y se quitó las gafas de carey.

—¿El héroe de fútbol todavía tiene aspecto de héroe de fútbol? —le preguntó, mostrando solo el más débil rastro de una sonrisa.

—Los dos eran de la clase del 61 en Kenmore West —dijo Kurtz—. El tipo era calvo y gordo y vivía en una caravana que ha visto mejores días. Tenía colgada una bandera de la Confederación en un lateral y un Camaro destartalado del 72 aparcado afuera. —O’Toole hizo una mueca.

—¿Qué hay de la animadora?

Kurtz se encogió de hombros.

—Si había una foto, estaba en la carta sellada. Pero puedo imaginármela.

—Mejor no hacerlo —dijo O’Toole. Se puso de nuevo las gafas y volvió a mirar sus papeles—. ¿Cómo va el negocio de campanasdeboda.com?

—Poco a poco —dijo Kurtz—. Arlene tiene todo el asunto de internet en marcha; los contactos y los contratos con las modistas, pasteleros, la gente que hace las invitaciones, los músicos, las iglesias y salas de recepciones… el dinero está entrando, pero no estoy seguro de cuánto. Realmente no tengo mucho que ver con ese lado de la empresa.

—Sin embargo, es usted inversor y copropietario —dijo la agente de la condicional. No había indicio de sarcasmo en su voz.

—Algo así —dijo Kurtz. Sabía que O’Toole había visto los papeles de la constitución de la empresa durante una visita que la agente había hecho a su nueva oficina el pasado junio.

—Yo cedo algunos de mis ingresos de Busca a tu amor a Campanas de boda y recibo a cambio una parte de los beneficios. —Kurtz hizo una pausa. Se preguntó cómo reaccionarían los criminales asesinos armados con punzones y los tipos de la hermandad aria del patio de ejercicios de Attica si le oyeran decir aquello. Era probable que los chicos de la mezquita del bloque D redujeran el precio de su cabeza de quince mil a diez mil dólares por puro desprecio.

O’Toole se volvió a quitar las gafas.

—He estado pensando en usar los servicios de la señora DeMarco.

Kurtz tuvo que parpadear al oír aquello.

—¿Para Campanas de boda? ¿Quiere preparar todos los detalles de una boda por internet?

—Sí.

—Hacemos un diez por ciento de descuento a los contactos personales —dijo Kurtz—. Quiero decir… que usted conoce a Arlene.

—Sé lo que quiere decir, señor Kurtz. —O’Toole se puso las gafas—. Todavía tiene una habitación en… ¿cuál es el nombre de ese hotel? ¿El Harbor Inn?

—Sí. —El viejo hotelucho de Kurtz cerca del centro, el Royal Delaware Arms, había sido cerrado en julio por los inspectores de la ciudad. Solo el bar de la vieja construcción continuaba abierto y se decía que los únicos clientes eran las ratas. Kurtz necesitaba una dirección para la junta de libertad condicional y el Harbor Inn le servía. No había tenido ocasión de contarle a O’Toole que el pequeño hotel situado en la zona sur de la ciudad estaba cerrado y abandonado, ni que había alquilado el edificio entero por menos de lo que le costaba una habitación en el viejo Delaware Arms.

—¿Está en la intersección de las calles Ohio y Chicago?

—Correcto.

—Me gustaría pasar por allí y echarle un vistazo la próxima semana, si no le importa —dijo la agente—. Solo para verificar su dirección.

Mierda, pensó.

—Claro.

O’Toole se echó hacia atrás y Kurtz creyó que la breve entrevista había terminado. Las reuniones se habían ido tornando cada vez más pro forma en los últimos meses. Se preguntó si la agente O’Toole se encontraba más relajada después del verano, con la llegada del agradable otoño. Las hojas del único árbol visible desde la ventana eran de un tono naranja brillante y parecían listas para salir volando en cualquier momento.

—Da la impresión de que se ha recuperado completamente del accidente de tráfico del pasado invierno —observó la agente—. No le he visto ni siquiera un indicio de cojera en las últimas visitas.

—Si, casi me he recuperado del todo —dijo Kurtz. Su «accidente de tráfico» del pasado febrero consistía en haber sido atacado con una navaja, ser lanzado desde la ventana de un tercer piso y aterrizar sobre un pórtico de escayola en la vieja estación de trenes de Búfalo. No encontraba ningún motivo acuciante para contarle a la agente tantos detalles. Amparar aquella historia le supuso a Kurtz un dolor de cabeza, ya que tuvo que vender su Volvo de doce años y en perfecto estado. No podía dejarse ver en el coche que se supone que había estrellado en una solitaria carretera invernal. Ahora conducía un Pinto mucho más antiguo. Echaba de menos el Volvo.

—Creció cerca de Búfalo, ¿verdad, señor Kurtz?

No reaccionó, pero sintió que la piel del rostro se le tensaba. O’Toole conocía su historia personal gracias al dosier que tenía en su escritorio. Nunca antes se había aventurado a hablarle de su vida anterior a Attica. ¿A qué viene esto?

Asintió.

—No se trata de una pregunta de índole profesional —dijo Peg O’Toole—. Es solo que tengo un pequeño misterio, casi diminuto, que quiero resolver. Y necesito que me ayude alguien que creció aquí.

—¿No es su caso? —preguntó Kurtz. La mayoría de la gente que seguía viviendo en Búfalo había nacido allí.

—Nací aquí, pero nos mudamos cuando tenía tres años —dijo al tiempo que abría el cajón inferior derecho del escritorio y echaba a un lado varias cosas—. Regresé hace once años, cuando comencé a trabajar en el Departamento de Policía de Búfalo. —Sacó un sobre blanco—. Necesito el consejo de un investigador privado local.

Kurtz la miró impasible.

—No soy investigador privado —sentenció. Su voz fue tan inexpresiva como su mirada.

—No tiene licencia —convino O’Toole, sin duda poco intimidada por la frialdad de la mirada y el tono—. Ha cumplido condena por homicidio. Pero todo lo que he leído o me han contado sobre usted me sugiere que era un buen investigador.

Kurtz estuvo a punto de reaccionar ante aquellas palabras. ¿Qué demonios pretende?

Extrajo tres fotografías del sobre y las deslizó sobre la mesa.

—Me pregunto si sabría reconocer dónde es esto. O dónde fue.

Kurtz miró las fotos. Eran a color, de tamaño estándar, sin bordes ni fechas al dorso, así que fueron tomadas en algún momento de las últimas dos décadas. La primera mostraba una noria rota y destartalada con algunos vagones de menos que se elevaba sobre una colina boscosa. Tras la noria abandonada se distinguía un distante valle y el indicio de lo que podría ser un río. El cielo estaba encapotado y gris. La segunda foto mostraba un ruinoso pabellón de coches de choque en un prado crecido. El techo de la carpa se había derrumbado parcialmente y había coches volcados y oxidados en la pista y dispersos en el exterior, entre las frágiles hierbas de invierno o finales de otoño. Uno de los coches, con un número nueve pintado con desvanecida tinta dorada en un lateral, yacía bocabajo en un charco. La última fotografía era un primer plano de la cabeza de un caballo de carrusel con la pintura deslucida, el morro y la boca destrozados y la madera podrida al aire.

Kurtz miró de nuevo ambas fotografías.

—Ni idea —dijo.

O’Toole asintió como si aquella fuera la respuesta que esperaba.

—¿Solía ir a algún parque de atracciones de por aquí cuando era niño?

Kurtz no tuvo otro remedio que sonreír al oír aquello. Su infancia no había incluido ninguna visita a un parque de atracciones.

O’Toole se ruborizó.

—Me refiero a que si la gente iba a los parques de atracciones del oeste de Nueva York en aquella época, señor Kurtz. Sé que el Six Flags de Darien Lake no existía entonces.

—¿Cómo sabe que este lugar es de aquella época? —preguntó Kurtz—. Bien pudo haber sido abandonado hace menos de un año. Los vándalos actúan rápido.

O’Toole asintió.

—Pero el óxido y lo demás… parece antiguo. Al menos de los setenta. Tal vez los sesenta.

Kurtz se encogió de hombros y le devolvió las fotos.

—La gente solía ir a Crystal Beach, en el lado canadiense.

O’Toole volvió a asentir.

—Pero se encontraba cerca del lago, ¿verdad? No había colinas ni bosques.

—Cierto —dijo Kurtz—. Y no estaba tan abandonado como esto. Cuando lo cerraron, lo desmantelaron y vendieron las atracciones y los puestos.

La agente de la condicional se quitó las gafas y se puso en pie.

—Gracias, señor Kurtz. Le agradezco su ayuda. —Le tendió la mano como siempre hacía. Kurtz solo se sorprendió la primera vez. Se estrecharon las manos como siempre hacían al final de sus entrevistas semanales. La mujer apretaba con fuerza. Entonces le validó el tique del aparcamiento. Era la otra mitad del ritual semanal.

—Y voy a llamar a la señora DeMarco para el otro tema —le dijo a Kurtz al tiempo que este abría la puerta para marcharse. Kurtz supuso que «el otro tema» era la boda de la agente de la condicional.

—Sí —respondió—. Ya sabe el número de nuestra oficina y la dirección de la página web.

Después, pensó que si no se hubiera detenido para echar una meada en el lavabo de la primera planta, todo hubiera sido diferente. Pero qué demonios, tenía que mear, así que eso hizo. No hacía falta leer a Marco Aurelio para saber que todo lo que hiciste en el pasado provoca que todo sea diferente en el futuro. Y si le das demasiadas vueltas, te vuelves loco.

Bajó por las escaleras hacia el pasillo del aparcamiento y allí estaba Peg O’Toole, saliendo del ascensor con el vestido verde, los tacones altos y su bolso, a punto de abrir la pesada puerta del garaje. Hizo una pausa al ver a Kurtz. Él también. No era muy probable que una agente de la condicional quisiera caminar hacia el interior de un garaje subterráneo con uno de sus usuarios y a Kurtz tampoco le gustaba la idea. Sin embargo, no había otra opción, salvo que volviera a subir por las escaleras o, siendo incluso más absurdos, se montara en el ascensor. Maldita sea.

O’Toole rompió el momento de silencio sonriendo y sosteniéndole la puerta.

Kurtz hizo un gesto con la cabeza y pasó junto a ella para adentrarse en la fría semioscuridad. Si ella quería, podía darle una docena de pasos de ventaja. Él no miraría atrás. Demonios, estuvo en prisión por homicidio, no por violación.

O’Toole no esperó mucho, enseguida oyó el traqueteo de los tacones girando a la derecha unos pocos pasos detrás de él.

—¡Espere! —gritó Kurtz al tiempo que se volvía hacia ella y levantaba el brazo derecho.

O’Toole se quedó quieta, parecía sorprendida, y levantó el bolso donde Kurtz sabía que guardaba la Sig Pro.

Las malditas luces estaban rotas. Cuando aparcó en el garaje, menos de media hora antes, había barras fluorescentes funcionando cada ocho metros aproximadamente, pero la mitad de ellas ya no funcionaban. La oscuridad era densa y muy negra en los espacios entre las luces que quedaban.

—¡Atrás! —exclamó Kurtz, señalando la puerta por la que habían salido.

Mirándole como si estuviera loco pero sin mostrar miedo, Peg O’Toole metió la mano en el bolso y comenzó a sacar la Sig Pro.

Acto seguido, comenzaron los disparos.