Capítulo 19

Volaba muy alto, trazando círculos.

Bajo él, con la incierta claridad del alba despuntando apenas en la distancia, todo era una masa amarillenta de polvo en suspensión que obligaba a pensar que el mundo se había convertido en una sopera de polenta de la que tan sólo sobresalía, como un garbanzo negro, la cima del aislado macizo rocoso.

—¡Mierda! ¡No se ve un carajo! ¿Qué hacemos?

—Esperar… ¿Qué remedio?

Una gran vuelta. Luego otra. Y otra más.

Abajo, unos hombres que habían empleado las dos últimas horas en arrastrarse hasta el punto en que estaba previsto que aterrizara el avión asistían angustiados a sus evoluciones, conscientes de que si el piloto desistía en sus empeño estaban irremisiblemente condenados a la más espantosa de las muertes.

Algunos, los que aún conservaban fuerzas, agitaban los brazos con desesperación aun a sabiendas de que casi con toda seguridad los de arriba no podían verles.

—¡Aquí, aquí! —gritaban en la más estúpida e inútil de las llamadas.

El sol comenzó a ganar altura en el horizonte.

El viento dudaba.

El viento ha sido siempre, y lo seguirá siendo hasta el fin de los siglos, el rey indiscutible del desierto, el que forma los ríos de dunas, el que entierra las mayores ciudades y los más fértiles oasis, o el que deja al descubierto de improviso viejas ruinas que se complació en ocultar durante generaciones.

Y los reyes que se saben indestronables suelen ser caprichosos.

Les basta con alzar un dedo para que viva o muera la gente.

¿Cuántos seres humanos y cuántas bestias habían muerto en el Sáhara por culpa del viento?

Nadie sería capaz de calcularlo.

El sol estaba ya frente al morro del avión pero aún se le podía mirar abiertamente puesto que una sucia cortina formada por millones de granos de arena lo difuminaba como si se ocultara tras la más espesa de las nubes.

—¡Esto se pone feo!

El copiloto asintió con un levísimo ademán de cabeza al confirmar:

—¡Feo de cojones!

—Y esa gente lo debe estar pasando mal.

—Peor lo pasaremos nosotros si no aclara el panorama.

—¿Quién nos manda meternos en estos líos?

—El dinero.

—Pues ahora mismo devolvería todo lo que nos han pagado con tal de no encontrarme aquí arriba.

Y ellos por no encontrarse ahí abajo. ¿Qué hacemos?

—Seguir dando vueltas.

El viento rugió con más fuerza.

Luego, de improviso, pareció haberse cansado de repetir una y mil veces idéntica canción y se volvió a la cama.

Sin el aliento de su música, la arena se aburrió de bailar y comenzó a regresar, muy lentamente, a su lugar de origen.

El sol brilló con la fuerza de siempre y ya resultaba imposible mirarle de frente.

En el cielo hicieron su aparición los primeros buitres.

Quince minutos más tarde el pesado Hércules se posó en la amplia explanada del norte para deslizarse rugiendo y levantando nubes de polvo hasta el lugar exacto en que un grupo de hombres lloraban, reían y se abrazaban, conscientes de que habían esquivado por centímetros el afilado filo de la guadaña.

Sin tan siquiera detener los motores el piloto aguardó a que sus maltrechos pasajeros estuvieran a bordo para lanzarse de nuevo pista adelante cruzando los dedos y rogando que la arena que aún se mantenía en suspensión no bloquease los filtros de aire.

Luego se perdió de vista volando muy alto, rumbo a la lejana y siempre agitada Angola.

El silencio se apoderó una vez más de aquel olvidado rincón del desierto.

Cuando el rumor de los motores se alejó para siempre, Bruno Serafian apoyó la cabeza en las rodillas y por primera vez en muchísimos años lloró mansamente.

No experimentaba el más mínimo afecto por quienes consideraba que le habían traicionado, pero no deseaba pasar el resto de su vida con la carga de tantas muertes sobre sus espaldas.

Las consecuencias de sus muchos errores comenzaban a hacerse más llevaderas.

La tensión de las últimas horas se relajó de improviso, por lo que cerró los ojos y permitió que el sueño le invadiera.

Cuando se despertó continuaba estando solo, y solo permaneció durante los tres días que siguieron, puesto que le habían proporcionado agua y provisiones, pero a no ser por el hecho evidente de que alguien tenía que haberlas dejado en la cueva podría creerse que el avión se había llevado consigo hasta el último habitante de la zona.

Fueron tres días extraños que pusieron a prueba su entereza, sin más compañía que el hedor que desprendían los cadáveres, y que tan sólo desapareció cuando los hambrientos chacales dieron buena cuenta de hasta el último hueso, momento en que los buitres desaparecieron en la distancia y el vacío más absoluto se adueñó una vez más del macizo rocoso.

Por fin, y cuando menos lo esperaba, la delgada silueta del tuareg se recortó contra el cielo.

¡Metulem, metulem…! —le saludó—. ¿Cómo te encuentras?

—A punto de volverme loco. ¿Dónde estabas?

—Durmiendo.

—¿Tres días seguidos?

—Ya te advertí que un beduino debe estar «entrenado» para la máxima acción o el máximo descanso según las circunstancias. ¿Necesitas algo?

—Compañía. ¿Dónde está el resto de los rehenes?

—En lugar seguro, pero si te llevo con ellos tendrás que pasar la mayor parte del tiempo maniatado. —Hizo un gesto con el que pretendía abarcar la desolación del paisaje que les circundaba—. Sin embargo aquí puedo dejarte libre. No creo que se te ocurra huir.

—¿Y adónde podría ir?

—A ninguna parte, desde luego.

—¿Y por qué no los dejas libres también a ellos?

—Son demasiados y están alterados a causa del encierro. No quiero correr riesgos.

—¿Cómo están de salud?

—Bien, dentro de lo que cabe —fue la sincera respuesta—. Y algo más animados puesto que saben que ya no corren peligro y que su liberación es tan sólo cuestión de tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Eso ya no depende de mí… —le hizo notar Gacel—. No creo que estén en condiciones de cruzar el desierto, y por lo tanto no queda más remedio que confiar en que vengan a buscarnos.

—¿Quién podría hacerlo?

—El piloto del helicóptero.

—¿Nené Dupré…? —inquirió Bruno Serafian y ante el gesto de asentimiento añadió—: No sé por qué siempre tuve la impresión de que se había puesto de tu lado.

—No creo que esté de ningún lado. Lo único que pretende es ayudar.

El armenio se encogió de hombros al comentar:

—Al fin y al cabo eso es algo que carece ya de importancia. Lo que ahora importa es que venga pronto.

Nené Dupré hizo su aparición dos días más tarde, sobrevoló la zona durante largo rato, aguardó a que Gacel Sayah lo saludara con inequívocos gestos de que todo estaba tranquilo, y por fin se decidió a tomar tierra sobre una ancha explanada de piedra.

Cuando poco más tarde el tuareg le hubo puesto al corriente de cuanto había sucedido durante las últimas y difíciles jornadas, no pudo por menos que agitar la cabeza con gesto pesaroso.

—Lo lamento por los muertos… —dijo—. Sobre todo por ese pobre muchacho que ninguna culpa tenía, pero en el fondo me alegra que todo haya acabado mejor de lo que imaginaba.

—¿Mejor…? —se sorprendió su interlocutor—. ¿Qué otra cosa esperabas?

—Una masacre en la que tú y los tuyos hubieseis llevado la peor parte.

El imohag hizo un amplio gesto abriendo los brazos y mostrando la desolación del paisaje que le rodeaba.

—¿Aquí…? —inquirió casi desconcertado—. Los franceses tenéis un dicho muy acertado: «Más sabe el tonto en su casa que el listo en la ajena», y te recuerdo que ésta es nuestra casa; un castillo contra el que incluso los misiles americanos se estrellarían porque Alá creó lugares como éste para que hombres como nosotros podamos seguir siendo libres. Ningún arma, salvo quizá esas famosas bombas atómicas que todo lo destruyen, podría vencernos, porque ninguna ha sido creada para luchar en el desierto.

—Y los tuaregs sí.

—Tú lo has dicho. Hemos tardado mil años, pero hemos aprendido a luchar con todas las garantías.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

—Aún no lo hemos decidido.

—¿Volverás al pozo?

—Definitivamente no. Ese lugar ya no tiene futuro. En realidad nunca lo tuvo… —Fue a añadir algo más pero se interrumpió al advertir que de entre las rocas había surgido el grupo formado por los rehenes, su madre y su hermana…—. ¡Ahí los tienes! —exclamó—. Sanos y salvos.

—¡Bendito sea Dios!

El piloto acudió a estrechar la mano y abrazar a quienes parecían como idiotizados por encontrarse fuera de la cueva y a escasos metros de un helicóptero que los conduciría de regreso a sus casas, y resultó evidente que a más de uno se le saltaban las lágrimas al tener plena conciencia de que tan terrible pesadilla había llegado a su fin.

Fueron momentos confusos y en cierto modo emocionantes, que ganaron en intensidad aunque de un registro muy distinto cuando a lo lejos hizo su aparición el menor de los hermanos Sayah, que precedía a un cabizbajo Bruno Serafian.

—¿Ése es el tipo que mató a Mauricio Belli? —inquirió en tono agresivo el calvo que como siempre parecía llevar la voz cantante.

—Él asegura que fue un accidente.

—¿Qué clase de accidente?

Nené Dupré se apresuró a intervenir haciendo gestos con las manos para pedir calma:

—Éste no es lugar ni momento para discusiones… —dijo—. Nos espera un largo viaje, y cuanto antes nos vayamos y menos lo compliquemos, mejor… ¡Alégrense porque todo ha acabado y olvídense del resto!

—¡Pero…!

—¡No hay peros que valgan! —replicó el otro secamente—. A bordo no permitiré una palabra al respecto, y si alguien tiene intención de pronunciarla que lo diga ahora porque no pienso dejarle embarcar… ¿Está claro?

Uno a uno todos los presentes asintieron en silencio, y tras introducir la mano bajo uno de los asientos del aparato, el francés extrajo una pesada bolsa de deportes de color naranja que tendió a Gacel.

—Esto es para ti —dijo.

—¿Qué es?

—El millón de francos que me autorizaron a entregarte.

El beduino lo rechazó con un gesto despectivo.

Ya te he dicho que no puedo aceptarlo —masculló ásperamente—. Y no hay nada que me haya hecho cambiar de idea.

—¡Pero te pertenece…!

—No soy un secuestrador que admite rescate.

—No es un rescate… —insistió el otro—. Es una compensación por los perjuicios que os hemos causado.

—Tampoco lo acepto.

—¡Pero es que lo habéis perdido todo…! —insistió el piloto—. El pozo, el huerto, el ganado… ¡Todo!

—¡He dicho que no, y cuando un tuareg dice que no, es no!

—¡La puta que parió vuestro maldito orgullo! —El francés se volvió a Laila para suplicar con voz quebrada—: ¡Hazle entrar en razón! Con esto podréis iniciar una nueva vida en cualquier parte, y a esos hijos de puta de la organización les sobra el dinero.

La respuesta no admitía réplica:

—Gacel es el jefe de la familia, y sólo se hace lo que él decide.

—¡Joder con los tuaregs…! —no pudo por menos que exclamar un hastiado Nené Dupré—. ¡Ya me tenéis hasta las narices con tantas manías! ¡Yo me largo!

Empujó a los pasajeros para que se acomodaran lo más cómodamente posible en el aparato, ocupó su puesto, y momentos antes de poner en marcha el rotor apuntó con el dedo directamente a Gacel con un gesto amistoso.

—¡Eres el tipo más testarudo que he conocido nunca! —exclamó—. ¡Pero me ha encantado conocerte!

—¡Lo mismo te digo!

—¡Suerte…! ¡La vais a necesitar!

—¡Suerte…! ¡Tú también la vas a necesitar!

Los cuatro miembros de la familia se apartaron porque al alzar el vuelo el helicóptero levantaba nubes de arena y polvo y permanecieron muy quietos observando cómo la rugiente máquina voladora ganaba altura, trazaba un amplio círculo y regresaba para cruzar sobre sus cabezas mientras varios de los pasajeros les despedían agitando la mano.

De pronto, la portezuela se abrió y la pesada bolsa de color naranja voló por los aires para ir a caer a unos veinte metros de distancia.

En lo alto Nené Dupré sacó casi medio cuerpo al exterior, les dedicó un rotundo corte de mangas y sonrió de oreja a oreja al gritar con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡El que ríe el último ríe mejor! Dicho eso puso rumbo al nordeste y a los pocos minutos el aparato no era ya más que un punto en el horizonte.

Tan sólo entonces la familia Sayah se aproximó a la bolsa, Aisha la abrió y se quedó unos instantes alelada, con la boca abierta y los ojos como platos.

—¿Es posible que exista tanto dinero? —exclamó al fin.

—Exista o no exista, no vamos a quedárnoslo —le hizo notar su hermano—. No es nuestro.

—¿Y qué piensas hacer con él? —quiso saber Suleiman—. ¿Dejarlo aquí para que los chacales se limpien el culo? ¿O dejarlo aquí y esperar a que dentro de cien años un viajero perdido se tropiece con él?

—No lo sé, ni me importa.

—¡Escucha, hijo…! —intervino Laila que había tomado asiento en una piedra mientras observaba con atención un grueso fajo de billetes muy nuevos que Aisha le había entregado—. Tú eres el jefe de la familia y siempre respetaré tus decisiones, pero tu hermano tiene razón y dejar aquí todo este dinero no beneficiaría a nadie…

—Está manchado de sangre.

—Si todo el dinero manchado de sangre se abandonara en el desierto, jamás volveríamos a ver la arena… —sentenció la buena mujer con una leve sonrisa—. Y lo mejor que se puede hacer para «lavarlo», no es lo que hace el padre de Pino Ferrara, sino emplearlo bien.

—Todo el mundo asegura que va a emplear bien el dinero, pero a la hora de la verdad nadie lo hace.

—Podemos ser una excepción… —le hizo notar su madre—. Te propongo un trato: nos quedamos con la mitad de este dinero, y la otra mitad la empleamos en mejorar los pozos de la zona que buena falta les hace. Nuestra gente necesita agua y lo sabes.

Gacel Sayah tardó en responder, observó uno tras otro a sus hermanos, leyó en sus ojos una velada súplica que permitía adivinar que aceptarían su decisión por dolorosa que pudiera parecerles, y al fin se inclinó para observar por primera vez el contenido de la bolsa naranja.

—¡De acuerdo! —masculló—. Me parece un trato justo.

Aisha no pudo contenerse y se precipitó a abrazarle mientras Suleiman se limitaba a esbozar una leve sonrisa de satisfacción al tiempo que comentaba:

—Me encanta que ese francés sea más testarudo que tú. ¿Qué hacemos ahora?

—Marcharnos cuanto antes.

—¿Con un solo camello…? —le hizo notar Suleiman—. Las mujeres no aguantarían tres días de marcha.

—¿Y qué remedio nos queda?

—Iré hasta Sidi-Kaufa y regresaré con un camión —señaló Suleiman.

—¿Un camión…? —repitió asombrada su madre—. ¿Pretendes alquilar un camión para nosotros solos?

—¿Por qué no? Ahora podemos permitírnoslo.

—¡Qué pronto te has acostumbrado a ser rico…! —ironizó Laila en tono burlón—. ¡Nada menos que un camión…!

—¡No es para tanto!

—¿Y adónde iremos a parar con semejante despilfarro…?

Gacel se vio obligado a intervenir, por lo que, acuclillándose junto a su madre, eligió dos de los billetes del gran fajo que tenía en la mano y los abanicó muy suavemente ante sus ojos.

—«Esto» bastará para pagar un camión que nos lleve muy lejos… —dijo al tiempo que con la otra mano le acariciaba el cabello tal como le gustaba hacer a menudo—. Es más dinero del que hemos visto en años, y tienes que empezar a hacerte a la idea de que las cosas han cambiado.

—¡Pero es que…!

—No quiero discusiones —añadió él con cierta sequedad pero con manifiesta intención—. Si el dinero empieza a traernos problemas, prefiero que las cosas continúen como están. ¡Lo dejamos aquí y que no se hable más!

—¡Ah, no…! —se apresuró a replicar ella apartándose como si creyera que le iban a quitar lo que tenía—. ¡Eso sí que no! Acepto lo del camión, pero tenemos que guardar una parte para la dote de tu hermana…

Aisha es joven, hermosa, inteligente, decente, buena y trabajadora… —fue la respuesta—. Encontrará el marido que quiera, pero te doy mi palabra de que además tendrá la mejor dote que ninguna muchacha del «Pueblo del Velo» haya tenido nunca.

—Eso es lo que quería oír.

—¡De acuerdo entonces…! —Gacel se volvió a su hermano al tiempo que hacía un gesto hacia la bolsa de deportes—. Coge lo que necesites y vuelve con ese camión. Compra también algo de ropa porque lo cierto es que con estos andrajos no podemos presentarnos en ninguna parte, pero procura no llamar la atención.

—¡Haré una lista de lo que necesitamos…! —se apresuró a señalar Laila.

Su hijo mayor la observó de arriba abajo y no pudo por menos que esbozar una leve sonrisa humorística al tiempo que negaba una y otra vez con la cabeza:

—¡Aún no hace diez minutos que somos ricos, y ya empezamos a tener «necesidades»…!

Permitió no obstante que, de regreso a la gran cueva, ambas mujeres apuntaran cuidadosamente sus peticiones en un pedazo de papel, y ayudó a Suleiman a cargar el único dromedario que les quedaba.

—Ve con cuidado… Supongo que aún continuamos teniendo enemigos —le recomendó—. No hagas alardes de dinero, y tómate el tiempo que necesites.

—Me preocupa dejarte solo… ¿Y si surgen problemas?

—¿Aquí…? No lo creo. Las mujeres estarán seguras en la cueva y siempre he sabido cómo arreglármelas…

—¿Y si se les ocurriera volver?

—¿A los mercenarios…? Imagino que no estarán tan locos… ¡Ve tranquilo y que Alá te guíe!

—¡Que él te proteja!

Cuando su hermano desapareció tras una lejana duna, Gacel Sayah tomó asiento sobre una roca y se dedicó a contemplar la puesta de sol mientras meditaba sobre cuanto había ocurrido y sobre cómo debía enfocar el futuro de su familia de allí en adelante.

Aún le costaba trabajo hacerse a la idea de que la miseria en que siempre habían vivido había quedado definitivamente atrás.

Aún su mente se negaba a asimilar que la mitad de la asombrosa cantidad de dinero que contenía aquella bolsa pudiera ser suya.

Aún le parecía estar viviendo un sueño.

Estaba asustado.

Por primera vez en su vida, el valiente «inmouchar» que había demostrado ser capaz de encarar incontables peligros sin perder la calma se sentía atemorizado por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

Su padre y la experiencia le habían enseñado a enfrentarse a la miseria y a todos los posibles enemigos de los habitantes de los desiertos más inhóspitos, pero nadie le había enseñado a convivir en armonía con uno de sus más viejos enemigos: el dinero.

Tradicionalmente, para los beduinos ese dinero no constituía más que una forma práctica de equilibrar pequeñas diferencias cuando se trataba de realizar un trueque, útil en especial a la hora de compensar el precio de dos camellos con el de siete cabras, o el de cinco metros de tela con el de un saco de cebada.

En los grandes mercados de los oasis solían abundar los dátiles y el ganado, pero por lo general escaseaban los billetes, y cuando al fin estos últimos se dignaban hacer su aparición, acostumbraban a estar tan viejos y manoseados que más parecían reliquias de tiempos muy remotos que auténtica moneda de curso legal.

Ahora, sin embargo, y en lo más profundo de «La Cueva de las Gacelas» se ocultaba una panzuda bolsa de colores chillones que contenía más billetes nuevos, relucientes y embriagadoramente olorosos de los que hubieran circulado jamás a todo lo largo de la historia del afamado mercado de Sidi-Kaufa, y por lo tanto resultaba en cierto modo lógico que el imohag Gacel Sayah se sintiera confuso hasta el punto de plantearse serias dudas sobre cuál debería ser la actitud a adoptar frente a tan impactantes e insospechados acontecimientos.

Para la inmensa mayoría de los seres humanos, pasar bruscamente de la pobreza a la riqueza se traducía de inmediato en una rápida y casi compulsiva ansiedad a la hora de adquirir todos aquellos bienes materiales —por lo general superfluos— que desde siempre habían poblado sus más locos sueños, pero para cierto tipo de nómadas, tales bienes superfluos podían llegar a convertirse en una auténtica pesadilla.

Quienes en realidad amaban al desierto amaban ante todo la libertad de movimientos, y tras años de verse obligado a permanecer en un mismo punto por causas totalmente ajenas a sus deseos, Gacel Sayah aspiraba a emular las hazañas de su padre, que había sido el único guerrero capaz de atravesar por dos veces «La tierra vacía de Tikdabra», así como explorar los más olvidados rincones del Teneré.

Cierto era que ahora tenía la oportunidad de conseguir una hermosa esposa con la que establecerse en algún fértil oasis chadiano, o incluso descender hasta las orillas del Níger con el fin de comprarse una amplia casa en la mítica Tombuctú donde podría dedicarse a criar docenas de camellos, pero lo cierto era que ni una cosa ni otra le atraía.

Le constaba que no tenía ningún derecho a arrastrar consigo a su madre y sus hermanos, por lo que sospechaba que a partir de aquel momento tal vez se iniciara un lento aunque inevitable relajamiento en lo que se refería a la conexión del núcleo familiar.

Paradójicamente, la libertad de elegir que proporcionaba la riqueza solía distanciar más a las personas de lo que las acostumbraba a unir la miseria, y sentado aquella tarde allí, en aquella roca de aquel lejanísimo lugar, Gacel Sayah pareció comprender la evidencia del solitario futuro que le aguardaba.

¡Insh’Alá…!

Si el Señor había decidido que fueran ricos, no le quedaba otro remedio que aceptarlo con todas sus consecuencias.