Capítulo 18

Bruno Serafian dejó escapar un grosero reniego antes de inquirir:

—¿Que me convierta en rehén…? ¿Es que te has vuelto loco?

—Es lo que exigen.

—Pero ¿por qué yo?

—Porque eres el jefe, y el culpable de que todo esto haya estado planificado con el culo, subestimando al enemigo, y no me refiero únicamente a los tuaregs. Me refiero a todo, porque tú puede que seas muy bueno asustando a la gente con ayuda de unos cuantos matones, pero está claro que como estratega eres un auténtico imbécil.

El Mecánico hizo un claro ademán de apoderarse del arma que permanecía apoyada en una piedra, pero Sam Muller se lo impidió apuntándole directamente a los ojos con la suya.

—¡Tranquilo! —dijo—. No quiero más violencia, y te garantizo que no se tomará ninguna decisión hasta que se acepte por mayoría.

—¿Te das cuenta de que te estás amotinando?

—¡No digas bobadas! —fue en cierto modo irónica la respuesta—. Esto no es La Bounty, ni nosotros marinos de la armada inglesa. No somos más que una pandilla de mentecatos a los que has metido en un lío en el que no quieren dejarse la piel.

—¡Te mataré por esto! —le amenazó casi fuera de sí el armenio.

—Sin «esto» mañana estaríamos todos muertos. ¿Y tienes una idea de lo que significa morir de sed? Yo no, pero no quiero imaginarlo. Me basta con lo que he pasado ahí fuera.

—¡Te perseguiré hasta los mismísimos infiernos! —insistió el otro.

—¡Oh, vamos…! ¡Déjate ya de chiquilladas…! —replicó el sudafricano con su habitual parsimonia—. No estamos en el patio de un colegio. De lo que se trata es de intentar salir de aquí de una pieza… —Se volvió a quienes asistían a la escena sin demostrar ni el más remoto deseo de intervenir para inquirir con una leve sonrisa en los labios—: Los que estén de acuerdo, que alcen la mano.

Los hermanos Mendoza fueron los primeros en apresurarse a alzarla, y uno tras otro la práctica totalidad de los presentes les imitaron.

Sam Muller hizo un amplio gesto mostrando las manos para señalar casi humorísticamente:

—¿Te das cuenta? Ha habido consenso.

—¿«Consenso»…? —repitió un indignado Serafian—. ¡Y una mierda! Aún soy el que paga y el que manda, y no estoy dispuesto a que esos hijos de puta me pongan la mano encima.

—«Eres» el que paga, en eso estoy de acuerdo —fue la respuesta—. Pero ya no eres el que manda, puesto que para mandar hay que demostrar que sabe hacerse, y tú has demostrado que no sabes.

—¿Y quién lo dice?

—¡Yo! Que llevo más de veinte años en esto. Mucho visor nocturno, mucha arma automática, mucho «parapente» negro, mucha radio de largo alcance, mucho plan de ataque y mucha absurda parafernalia, pero te olvidaste de lo que en verdad importaba: que nos estábamos enfrentando al desierto, y que lo único importante era el agua…

—No me olvidé de ella.

—¿Ah, no? ¿Y cómo es posible que no trajéramos más que dos bidones?

—Trajimos tres… —intervino César Mendoza—. Calculamos que con las cantimploras llenas y tres barriles, uno para cada día, tendríamos más que suficiente.

—¿Tres…? —repitió sorprendido el sudafricano—. ¿Y dónde está el tercero?

—El paracaídas no se abrió. Se destrozó al caer.

Podría creerse que la inesperada confesión tenía la extraña virtud de desconcertar por primera vez a un hombre en apariencia imperturbable, que tras unos instantes de duda lanzó un largo silbido para acabar por dirigir una helada mirada al armenio.

—¿Tú lo sabías? —dijo, y ante el mudo gesto de asentimiento insistió—: ¿Lo sabías desde el primer momento y no hiciste nada?

—¿Y qué podía hacer? —protestó el aludido—. Cuando vi que caía en picado la mayoría de los hombres habían saltado ya. ¿De qué servía contarlo…?

—Hubiera servido para que tuviéramos más cuidado con el agua que quedaba… —le hizo notar uno de los presentes—. Y hubiera servido para no dejar a la vista el maldito bidón…

—Nunca se me pasó por la cabeza que se les ocurriera lanzar aquel loco ataque.

—Por lo visto a ti nunca se te pasa nada por la cabeza. ¡Dios bendito! No sé por qué coño no te la volamos aquí mismo…

—Lo siento.

—¿Lo sientes…? —repitió estupefacto el herido en la pierna—. Cuatro hombres han muerto, varios nos estamos desangrando, y si esos tuaregs no nos ayudan, mañana por la noche estaremos sirviendo de cena a los buitres. Y tú te limitas a decir que lo sientes. —Le lanzó un sonoro escupitajo para concluir—: ¡Vete a tomar por el culo!

El Mecánico tomó asiento sobre una roca, ocultó por unos instantes el rostro entre las manos, se atusó los sucios cabellos con los dedos y por último asintió con la cabeza:

—¡De acuerdo! —dijo—. Me ofrezco como rehén.

—¡Tú no te ofreces! —le espetó el herido—. Nosotros te entregamos contra tu voluntad, y puedes jurar que no se me escapará una lágrima si te cortan el gaznate.

—Ni a mí si revientas desangrado.

—¡No continuemos llevando este asunto al terreno personal…! —medió una vez más Sam Muller que había realizado un notable esfuerzo por recuperar su flema habitual—. No me agrada la idea de entregar a un compañero, y jamás imaginé que tuviera que hacerlo, pero supongo que me estoy haciendo demasiado viejo para este oficio. Por desgracia en ocasiones no queda más remedio que tragar sapos como mal menor.

—¿Sapos…? —repitió alguien—. «Camellos» nos están obligando a tragar.

—Sapos o camellos, ¿qué más da? No siempre se gana.

Yo ya ni siquiera recuerdo lo que es eso… —puntualizó el número «Ocho» que hasta ese momento no había dicho esta boca es mía—. La última vez gané «por puntos»; a mí tuvieron que darme treinta y a mi contrincante sólo cuatro. ¡Este oficio se está volviendo un asco! Resulta más rentable convertirse en pirata informático.

El sudafricano le dirigió una severa mirada.

—No es momento para chistes malos —dijo—. Cuando esto se sepa, el poco prestigio que nos quedaba se habrá ido al carajo. ¿Quién va a querer contratarnos para algo más que para matón de discoteca? —Se volvió al armenio para inquirir—: ¿Estás listo?

—¡Qué remedio…! —fue la agria respuesta—. Cuanto antes acabemos, mejor.

—¡Andando entonces! Y tranquilo; el tuareg me ha jurado que no corres peligro.

—¿Y tú le crees?

El otro asintió al tiempo que le tomaba del brazo y le empujaba suavemente y casi con afecto hacia la salida.

—Si no le creyera no estaría haciendo lo que hago —dijo.

—Confío en que nunca tengas que arrepentirte.

Sam Muller descargó cuatro metralletas, y le hizo un gesto para que se las echara al hombro mientras él hacía lo propio con otras tantas al tiempo que replicaba sin aparente acritud:

—De lo único que me arrepiento es de haber aceptado un trabajo como éste sin cerciorarme antes de cómo se hacían las cosas. Tu organización tiene fama de eficiente con respecto a pruebas deportivas, pero en lo que se refiere a una guerra de verdad, habéis demostrado ser unos auténticos chapuceros… ¡Anda, vamos, que el tiempo apremia!

Al poner el pie en el exterior el sol les golpeó con la fuerza de la coz de una mula, y por unos instantes ambos tuvieron la impresión de que con semejante carga no conseguirían avanzar ni un solo metro.

Las oscuras lajas de piedra del macizo montañoso, orientadas al sur y levemente inclinadas, comenzaban a recalentarse casi desde el amanecer, y, a aquellas horas, cercano ya el mediodía, se habían convertido en una especie de planchas de cocina sobre las que se podría haber freído un huevo sin más ayuda que un chorro de aceite.

Pronto descubrieron que las gruesas gotas de sudor que les caían de la frente ni siquiera llegaban al suelo, puesto que se evaporaban poco antes, y era aquél un extraño fenómeno que tan sólo podía observarse en los contados lugares del planeta donde la sequedad del ambiente era absoluta y la temperatura extrema.

Aziza, en Libia, las salinas del norte del Chad, algún rincón del Valle de la Muerte, en Arizona, y por supuesto el Teneré disfrutaban del dudoso honor de ofrecer al viajero semejante espectáculo, pero ni el sudafricano Sam Muller, ni mucho menos el armenio Bruno Serafian se encontraban en condiciones de entretenerse en admirarlo.

Buscaron la protección de alguna sombra pero no encontraron ninguna, pues sabido es que al mediodía en el Sáhara incluso las sombras se derriten bajo un calor que no respeta más que las rocas y la arena.

—Esto no hay quien lo soporte… —musitó al cabo de quince minutos y muy a duras penas Bruno Serafian—. Creo que voy a desmayarme.

—Si te desmayas date por muerto… —fue la franca e inequívoca respuesta—. ¡Haz un esfuerzo!

—¡No puedo! —Casi sollozó su compañero de fatigas—. Las botas se me han recalentado y es como si estuviera pisando carbones encendidos.

—Pues yo no estoy en condiciones de cargar contigo, y puedes jurar que ninguno de tus hombres acudirá en tu ayuda. Así que tú mismo…

Los quinientos metros siguientes fueron como los últimos quinientos metros de la cumbre del Everest para un montañero congelado y sin oxígeno.

Les faltaba el aire y los pulmones amenazaban con estallarles.

Las armas quedaron desparramadas por el camino.

Su valor, su moral, su capacidad de resistencia, e incluso sus ansias de sobrevivir, también.

El cerebro ya no sabía enviar órdenes concretas.

El resto del cuerpo tampoco estaba en condiciones de interpretar ninguna orden.

El Mecánico fue el primero en perder el control sobre sus piernas que iban de un lado a otro como las de un borracho que estuviera realizando ímprobos esfuerzos por mantener el equilibrio para no precipitarse de bruces contra un suelo del que jamás volvería a levantarse.

—¿Qué te ocurre?

—Esto se acaba.

—¿Qué…?

—Se acaba…

Fue lo último que recordó haber dicho, y al despertar fue para advertir que una mano se empeñaba en obligarle a tragar un poco de agua que a punto estuvo de ahogarle.

Se sumió de nuevo en la inconsciencia y cuando al cabo de varias horas recuperó el sentido se encaró por fin con el hombre al que había venido a aniquilar, que lo observaba recostado contra la pared de una pequeña cueva.

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber.

—Que has estado a punto de morir.

—¿Me has salvado?

—Si un imohag permite que alguien muera de sed, se cierra para siempre las puertas del paraíso.

—¿Aunque se trate de un enemigo?

—La ley de la hospitalidad no hace distinción entre amigos o enemigos.

—Pero yo no he solicitado tu hospitalidad.

—En tu estado no necesitas solicitarla. La costumbre me obliga a concedértela aun en contra de mi voluntad.

—Sois gente muy extraña.

—En el desierto, no. En el desierto el único extraño es aquel que no antepone esos principios a cualquier otra razón.

—En ese caso, cómo debo considerarme: ¿prisionero o huésped?

—De momento huésped —replicó con voz tranquila Gacel Sayah—. Luego, cuando te hayas repuesto, te convertirás en prisionero, pero no te inquietes; no tengo intención de hacerte daño.

—Yo venía dispuesto a matarte.

—Lo sé.

—¿Y aun así me dejarás en libertad?

—Es lo acordado y los tuaregs siempre cumplimos nuestros acuerdos… —El beduino hizo una corta pausa para añadir—: Pero sólo una vez.

—Con una sola vez, me basta. Si salvas a mi gente jamás volveré a molestarte.

—Tu gente se salvará si el avión llega a tiempo. Pero si el harmattan se le adelanta y no consigue aterrizar estarán condenados porque no les proporcionaré más agua… —Gacel hizo una corta pausa y por último se inclinó levemente para observarle mejor al tiempo que inquiría—: ¿Realmente imaginabas que podías acabar con nosotros?

—Medí mal mis fuerzas.

—Todo el que intente derrotar al desierto está midiendo mal sus fuerzas —fue la severa respuesta—. Desde que el mundo es mundo, desde que los faraones soñaron con conquistarlo, cientos de ejércitos han desaparecido entre sus arenas. Tan sólo el que se humilla aceptando de antemano su indiscutible superioridad tiene alguna remota posibilidad de sobrevivir.

—¿Los tuaregs por ejemplo?

El otro asintió sin falsa modestia.

—Los tuaregs, por ejemplo. Somos un pueblo lo bastante orgulloso como para no inclinarnos ante ningún hombre, pero lo suficientemente humilde como para inclinarnos ante la naturaleza porque sabemos que Alá creó al mundo millones de años antes que al hombre, y éste tan sólo es un viajero que está aquí de paso.

Bruno Serafian no respondió. Se sentía agotado y tan molido como si le hubiesen golpeado un millón de veces con un calcetín relleno de arena, sin que pareciese existir un solo centímetro de su cuerpo que no hubiera experimentado los efectos de semejante paliza.

Incluso el simple hecho de hablar le hacía daño, por lo que optó por cerrar de nuevo los ojos y permitir que la paz de la inconsciencia se adueñara una vez más de toda su persona.

Durmió plácidamente, como un niño en su cuna, puesto que de improviso le había invadido la extraña sensación de que por primera vez alguien que no fuera él mismo se preocupaba por su seguridad.

El Mecánico llevaba muchos años en África, demasiados tal vez, pero durante todo ese tiempo nunca se le había pasado siquiera por la mente la idea de que poner su vida en manos de un «piojoso beduino» tuviese la virtud de ejercer una influencia tan relajante sobre su subconsciente.

Ocurriera lo que ocurriera, y cualquiera que fuera el peligro que le acechara, los hombres del «Pueblo del Velo» permanecían vigilantes para que nada le sucediesen. Le despertaron los gritos del viento.

La cueva estaba oscura, pero una tímida luna menguante, cuya luz luchaba por abrirse paso a través de millones de granos de arena que volaban de un lado a otro, recortaba la silueta de Gacel Sayah que parecía una estatua sentado junto a la entrada.

Se aproximó, arrastrándose, hasta él, observó el inquietante panorama e inquirió casi con un hilo de voz:

—¿El harmattan…?

—No —fue la tranquila respuesta—. Viento del este, fuerte, pero aún no parece peligroso. El peligro llegará si comienza a girar hacia el norte.

—¿Crees que lo hará?

—Eso sólo Dios lo sabe… —sentenció el tuareg con absoluta naturalidad—. Cuando la luna tiende a desaparecer los vientos se vuelven imprevisibles y caprichosos. Ha llegado el momento de afianzar las jaimas y rezar. Sin embargo, cuando la luna comienza a crecer, los vientos se calman, y llegan los días de levantar el campamento y viajar. Por eso, y porque Mahoma era en realidad un beduino, nuestras banderas se adornan con una media luna.

—No tenía ni idea de que ése fuera el motivo.

—La luna en creciente es sinónimo de nuevos horizontes, nuevos pastos y nuevas esperanzas.

—¿Qué harás cuando todo esto acabe? ¿Buscarás nuevos pastos y nuevos horizontes?

—¿Qué remedio me queda?

—Volver a tu pozo.

—Allí ya nunca estaremos seguros —sentenció Gacel Sayah convencido de lo que decía—. Y hace tiempo que me rondaba por la cabeza la idea de marcharme. Mi hermana necesita un marido.

—Y tú una esposa… —le hizo notar Bruno Serafian.

El otro se volvió a mirarle y de no haber tenido el rostro oculto por el velo, el armenio podría haber advertido que sonreía con una cierta tristeza:

—Eso resulta mucho más difícil —fue la respuesta—. Siempre he sido pobre, pero lo poco que tenía lo he perdido. Ni mi hermano ni yo tenemos nada que ofrecer a una mujer y en nuestro mundo resulta imposible conseguir esposa en esas condiciones.

—¿Puedes vender las armas que te hemos entregado?

—Yo no trafico con armas… —replicó el tuareg con acritud—. Quien lo hace está invitando a otros a matarse. El gran problema de África es que se gasta demasiado en armamento y demasiado poco en resolver los problemas de su gente. Un hombre honrado jamás debe prestarse a colaborar en que las cosas continúen así.

—¿Y tú te consideras ante todo un hombre honrado?

—¿Qué otra cosa me queda más que esa honradez? Si la perdiera me convertiría en el más miserable de los parias. Bastantes errores he cometido últimamente como para aumentarlos convirtiéndome en un despreciable traficante de armas.

—¿Todos los tuaregs piensan como tú?

—Supongo que no. Entre los tuaregs existen también hombres despreciables, puesto que Alá no hace distinción de razas a la hora de repartir virtudes o defectos. Pero así es como me criaron, y ésas son las normas que quiero seguir. Lo que hagan otros, poco importa.

—El viento aumenta —musitó de improviso el armenio.

Aún se mantiene estable en el este —replicó el beduino—. Reza para que siga así o perderás a tus compañeros. El peor momento llegará al amanecer.

—¿Por qué?

—Es entonces cuando el viento duda entre irse a dormir o azotar con furia. Serán los buitres los que nos avisen.

—¿Por qué los buitres?

—Aquí hiede a carroña. Si llegan volando desde lejos significará que el viento tiende a calmarse. Si buscan refugio y esconden la cabeza entre las alas, significa que habrá tormenta. Ellos son los únicos que saben lo que va a ocurrir en el desierto porque lo ven desde las alturas.

—¡Jamás imaginé que me alegrara el hecho de ver buitres! —no pudo por menos que exclamar el Mecánico—. Siempre me parecieron los seres más repugnantes del planeta.

—Y de hecho lo son, pero cumplen dos misiones muy concretas: limpian el desierto e informan a sus habitantes… —Gacel se puso en pie—. Y ahora he de irme —dijo—. Mi hermano lleva ya mucho tiempo de guardia.

—¿Y tú no descansas nunca?

—Ya tendré tiempo de descansar. Los nómadas aprendemos desde niños a pasar largas temporadas de inactividad que se alternan con otras durante las cuales nos vemos obligados a caminar día y noche.

—¿Y nunca os sentís desentrenados?

—¿«Desentrenados…»? —repitió el otro como si no entendiera a qué se refería—. ¡Oh, vamos! —exclamó al poco—. ¡No digas tonterías! El día que un nómada esté «desentrenado» se lo tragará el desierto.

No fue el desierto sino la noche la que se lo tragó casi al instante, puesto que desapareció de improviso sin que su interlocutor tuviera tiempo de responder, o tan siquiera de hacerse una idea de cómo se las había arreglado para esfumarse de aquella forma.

El viento continuaba arreciando.

Sentado allí, junto a la entrada de una pequeña cueva de lo que se le antojaba el lugar más absurdo y desagradable del planeta, el ahora insomne Bruno Serafian dejó que pasara el tiempo repasando mentalmente la vertiginosa sucesión de acontecimientos que habían tenido lugar desde el momento en que Alex Fawcett le mandó llamar a su despacho.

Nada había ocurrido tal como había previsto que ocurriera, y sabiéndose tan sólo como se sabía, sin nadie a quien verse obligado a dar cuentas de sus actos, no tuvo el menor reparo en aceptar su indiscutible responsabilidad en tan dramático y estrepitoso fracaso.

Demasiado agotado, física y moralmente, como para ejercitar su cerebro en la tarea de buscar disculpas, resultaba mucho más sencillo admitir honradamente sus errores y admitir de igual modo que la mayor parte de su vida —como la de la mayoría de la gente— no constituía en el fondo más que una tremenda farsa.

Con el transcurso de los años se había ganado lo que hasta días antes había considerado una bien cimentada fama de hombre duro, pero escudriñando ahora en su interior se veía obligado a reconocer que tal dureza había nacido, como nace casi siempre, de una desesperada necesidad de ocultar sus propias debilidades.

En su ya más que lejana juventud, un mal día de amargo recuerdo el miedo le obligó a reaccionar con inusitada violencia, y cuando, como por desgracia ocurre demasiado a menudo, a algún estúpido se le ocurrió atribuir dicha violencia a una supuesta firmeza de carácter, acabó por atribuirse tal mérito, y era ésa una falsa imagen de sí mismo que le había acompañado durante la mayor parte de su vida.

Lo acontecido durante los últimos días le había devuelto, no obstante, y de modo harto brusco, a la realidad, puesto que el miedo continuaba presente, y en esta ocasión no tenía oportunidad de reaccionar con la violencia de aquel día, ya que se trataba de miedo al desierto, al viento, a la arena, a la espantosa soledad, y a una muerte cuyo hedor inundaba las oscuras montañas.

El miedo sin testigos, aquel que no necesita maquillarse puesto que tan sólo actúa para un espectador muy concreto y muy comprometido, es el único que otorga al que lo experimenta la medida exacta de sus capacidades, y el que le obliga a sincerarse consigo mismo marcándole el camino que debe seguir en un futuro si es que desea alejar para siempre esos temores.

Bruno Serafian tenía los suficientes años como para ser capaz de reconocer —«sin testigos»— que se le había pasado el tiempo de continuar siendo el temido Mecánico, y llegaba la hora de conformarse con ser el hombre tranquilo y sosegado que a decir verdad tendría que haber sido si unas circunstancias muy puntuales y por completo ajenas a su voluntad no se hubieran cruzado aquel maldito día en su camino.

Lo peor que puede ocurrirle a un ser humano es no llegar a ser lo que en justicia debiera haber sido, sino convertirse en el resultado de una jugarreta del destino, que se divierte trastocándolo todo con la misma inconsciencia con la que un niño se divierte arrancándole las plumas a un canario.

Bruno Serafian estaba llamado a ser un magnífico orfebre capaz de crear joyas deslumbrantes que le hubieran proporcionado admiración, riqueza, hermosas mujeres y respeto, pero la suerte quiso que se detuviera justo en el umbral de tan apetecible futuro.

Ahora era ya demasiado tarde para recuperar el rumbo perdido, y lo sabía.

La luna se ocultó, la noche se hizo aún más negra y en las tinieblas su imaginación se disparó obligándole a creer que el rugir del viento se volvía insoportable.

Todas sus esperanzas se centraron en conseguir ver buitres volando al amanecer.