–No puede habérselo tragado la tierra.
—Pues lo parece. La última vez que le vieron rondaba cerca del Antonov que despegó hace una hora, por lo que imagino que debe de estar volando rumbo a Libia.
—¿Y nadie le vio subir?
Bruno Serafian se encogió de hombros dando a entender que no tenía la más mínima idea.
—Tanto los coches como los camiones estaban abiertos y con las llaves puestas con el fin de embarcarlos. Probablemente se escondió en cualquiera de ellos.
Alex Fawcett hizo un leve gesto de contrariedad, pero pareció comprender que de momento no había mucho que hacer al respecto.
—¿A cuántos hombres has enviado a Libia? —quiso saber.
—A tres.
—Avísales para que comprueben si ese cretino aparece por allí. ¿Cuándo te marchas?
—Mañana por la tarde. En cuanto se haya ido el último de tus aviones aterrizará un Hércules que habrá salido muy temprano de Angola. En él viajan los refuerzos que necesito. —El siempre mugriento Mecánico se aproximó al mapa y señaló con el índice un punto muy concreto—. Esa noche nos dejará caer sobre las montañas para volver a recogernos dentro de cuatro días. Si hemos conseguido rescatar a los rehenes, los llevaremos de vuelta a Europa. En caso contrario regresaremos a Angola.
—¿Por qué Angola?
—Allí nadie hace preguntas. Hay una guerra civil, y están demasiado ocupados matándose los unos a los otros… Luego, dentro de tres o cuatro meses, me ocuparé del «Consejo de Ancianos».
—Espero que no haya más problemas, pero en todo caso ya conoces mi modo de pensar con respecto a los rehenes: o todos libres, o todos muertos.
—No tienes por qué preocuparte.
—Tengo mucho por qué preocuparme y lo sabes mejor que nadie —le contradijo el inglés—. Siempre he confiado en ti, pero siempre he desconfiado de esos malditos tuaregs. En el desierto se mueven como pez en el agua.
—Cuento con los mejores «pescadores».
—No sé si serán los mejores, pero sí está claro que son los más caros.
—Son tan caros porque no hay mucho loco dispuesto a lanzarse en plena noche sobre unas lejanas montañas del Sáhara. Vete tranquilo; en tres días se habrán acabado todos tus problemas.
—Así lo espero… Y de ahora en adelante no quiero que tengamos el más mínimo contacto.
—¿Qué tiene que hacer mi gente de Libia con ese periodista?
—Lo primero encontrarlo. Luego, ya veremos…
—¿Y con Milosevic?
—De momento ni tocarlo. Aunque me encantaría que algún día, cuando menos se lo espere y en el lugar más insospechado, alguien le ajuste las cuentas aunque tan sólo sea por los quebraderos de cabeza que me está proporcionando.
—Si, como dicen, era amigo de Arkan, a nadie le sorprenderá que también tenga un final violento… ¿Quieres que me ocupe de él?
—A su debido tiempo… Y ahora es mejor que me dejes solo. Tengo que hacer unas llamadas y recoger todo esto porque dentro de una hora levantamos el campamento.
—¿Esperas llegar a tiempo a El Cairo?
—¿Acaso lo dudas?
—Conociéndote como te conozco, no.
Diez minutos más tarde, el Mecánico hacía su entrada en el camión-remolque que le servía de cuartel general, y en el que los hermanos Mendoza —Julio y César— desertores del ejército argentino y fugitivos de una justicia que los buscaba por tortura, secuestro y asesinato, dormían a pierna suelta.
—¡Basta de hacer el vago! —fue lo primero que dijo—. Empieza el baile.
—¡Pero si todo está listo desde hace dos días…! —protestó el mayor de los hermanos.
—Para mí no —gruñó el armenio—. Para mí, «nunca está todo listo» porque la experiencia me ha enseñado que siempre te pueden reservar una sorpresa…
—¿Y qué sorpresa esperas de unos mugrientos beduinos que no cuentan más que con un par de viejos fusiles?
—Si lo supiera no tendría por qué inquietarme —le hizo notar su jefe—. Pero durante los años que combatí en el Chad aprendí que en el desierto un par de «mugrientos beduinos» que no cuentan más que con viejos fusiles te pueden dar más disgustos que media docena de carros de combate a los que ves llegar y sabes cómo combatir. Esos «mugrientos» surgen de donde menos te lo esperas y te degüellan como a un chivo para desaparecer tal como aparecieron. Mi consejo es que mantengáis los ojos muy abiertos, pero que aun así nunca os fiéis ni de lo que estáis viendo porque raramente será lo que parece. Y ahora, vamos a repasar esas fotografías.
—¿Otra vez…?
—Y mil veces si fuera necesario…
Extrajo de una resobada cartera una docena de enormes fotografías aéreas, las extendió sobre la pequeña mesa central y aguardó a que sus acompañantes se aproximaran.
—En ésta se distinguen perfectamente el pozo, las palmeras, las jaimas y los coches —señaló—. Pero resulta evidente que no hay sitio en el que ocultar a los rehenes, por lo que lo más probable es que los hayan trasladado a alguna cueva de estas montañas.
—No creo que necesitemos más de un día para «peinar» toda esa zona metro a metro… —le hizo notar Julio, el mayor de los Mendoza—. Parece más pelada que el culo de una mona.
Ya veo que está pelada, pero ten en cuenta que incluso desde esta altura se distinguen gargantas estrechas y profundas porque probablemente por aquí debió circular un río bastante caudaloso que erosionó la roca… Y cada vez que tengamos que subir o bajar al fondo de una de esas quebradas nos estaremos exponiendo a que nos peguen un tiro porque esos hijos de puta nunca fallan y suelen esconderse en los lugares más insospechados.
—Si no te conociera diría que estás acojonado.
—Quien tenga que enfrentarse a un tuareg en su terreno y no esté en cierto modo «acojonado» es un cretino que merece que le degüellen a las primeras de cambio… —Bruno Serafian alzó la cabeza para sonreír apenas, al tiempo que guiñaba un ojo—. Sin embargo… —añadió—, contamos con algo importante a nuestro favor.
—¿Y es…?
—Que como se trata de una de las regiones más desoladas del planeta no existe casi ningún tipo de vida animal, y eso significa que todo lo que se mueva tiene que ser necesariamente un enemigo.
—¡Y plomo con él…! —comentó julio Mendoza en tono levemente irónico—. Tranquiliza saber que algo está a nuestro favor.
Su jefe le dirigió una dura mirada de reconvención.
—Guarda esa ironía para cuando todo acabe si es que aún conservas el pellejo… —masculló—. Y reza para que esos cabrones no nos estén reservando alguna de sus famosas sorpresas.
—¿Sorpresas…?
—Eso he dicho.
—¿Y a qué clase de «sorpresas» te refieres?
—¡Si lo supiera ya no sería ninguna sorpresa, pedazo de imbécil…! Pero de lo que puedes estar seguro es que los tuaregs siempre se las ingenian para darte por el culo cuando menos te lo esperas.
Resultaba evidente que Bruno Serafian no se fiaba en absoluto de los tuaregs y de su muy especial forma de entender la lucha armada, y de igual modo resultaba evidente que razones le sobraban puesto que casi a la misma hora en que insistía en hacer tan severas advertencias a sus lugartenientes, «su mugriento enemigo», Gacel Sayah, acababa de introducir la punta de su cuchillo en la yugular de la más debilitada de las cabras que colgaban del arzón de los camellos, con el fin de conseguir que su sangre gotease hasta el punto de ir dejando a su paso un rastro inconfundible.
Empezaba a poner de ese modo en práctica las enseñanzas de aquel gran guerrero que fuera su padre, así como de generaciones de combativos imohag que a lo largo de siglos habían aprendido a convertir el árido paisaje que les rodeaba y sus escasas criaturas en sus mejores aliados.
Cuando la primera claridad del alba hizo su aparición en el horizonte, dos de las cabras habían sido sacrificadas ya, por lo que su sangre regaba la arena de la llanura y las rocas de la falda de las montañas, provocando que muy pronto los primeros buitres hicieran su aparición volando muy alto.
Poco después Gacel hacía su entrada en «La Cueva de las Gacelas», abrazaba a su madre y sus hermanos, y tras aceptar de buena gana un reconfortante vaso de té muy caliente les ponía al corriente de los últimos acontecimientos, así como del plan de acción que había venido madurando.
—¿Crees que dará resultado? —quiso saber Suleiman.
—Tiene que darlo —fue la sencilla respuesta—. Saben que estamos aquí y por lo que me han contado son auténticos profesionales dispuestos a todo. O los vencemos, o podemos considerarnos muertos.
—Nos queda un tercer camino… —le hizo notar Aisha—. Dejar en libertad a los rehenes.
—Demasiado tarde, ¿no crees? Ya no tenemos pozo ni lugar adonde ir. Ya no tenemos ni huerto ni animales. Y lo único que nos queda, el orgullo de ser tuareg, también se habrá perdido para siempre. Si ahora nos damos por vencidos estaremos ensuciando la memoria de nuestro padre.
—En estas circunstancias él lo entendería… —susurró quedamente Laila—. Hay ocasiones en que la victoria resulta de todo punto imposible.
—Recuerda que él nunca luchaba pensando en una improbable victoria… —puntualizó su hijo mayor—. Luchaba porque su obligación era luchar aun a sabiendas de que no tenía la más mínima esperanza de vencer.
Y acabaron matándole. ¿Qué hemos ganado con ello los que le amábamos? ¿Qué ganó él mismo, más que el odio de muchos, la admiración de unos pocos y la compasión de la inmensa mayoría? —La buena mujer tomó asiento sobre una roca y se llevó las manos a la cabeza con gesto de profundo cansancio al añadir—: Desde el día en que tu padre salió en busca de Abdul-el-Kebir mi vida ha sido el peor de los infiernos, pero ahora resulta que el destino se ha empeñado en repetir tan triste hazaña. No le parece suficiente que perdiera a un marido al que adoraba; ahora pretende que pierda de igual modo a mis hijos… ¿Por qué? —quiso saber—. ¿Qué delito he cometido para que se me castigue de este modo?
—Tú no has cometido ningún delito… —se apresuró a consolarla Aisha—. Son otros los que lo cometieron, pero tal vez en esta ocasión no tengamos que pagar por ello. Nuestro padre tuvo que enfrentarse a todo un ejército y tan sólo le vencieron cuando se vio obligado a abandonar el desierto. Nosotros únicamente nos enfrentaremos a un puñado de mercenarios que ni siquiera conocen estas montañas. El plan de Gacel parece bueno y lo que tenemos que hacer es seguirlo al pie de la letra.
—¡Pero ni siquiera sabemos a cuántos de esos mercenarios tenemos que enfrentarnos! —se lamentó Laila.
—El piloto me ha asegurado que no llegarán a veinte… —puntualizó Gacel—. Y parecía bastante seguro.
—¿Confías en él?
—Absolutamente. De otro modo no estaría aquí. —Mostró con orgullo el arma que portaba—. La he probado por el camino y le acierto a un pedrusco a trescientos pasos. —Sonrió feliz al añadir—: Por si fuera poco tenemos unos prismáticos nocturnos… —Se inclinó a rozar apenas con los labios la mejilla de su madre—. No te aflijas —rogó—. Saldremos de ésta, pero para conseguirlo es preciso que nos pongamos a trabajar desde ahora.
Casi de inmediato se dirigió al extremo de la caverna en que se encontraban los cautivos para inquirir en tono apremiante:
—¿Quién es Mauricio Belli?
El más joven musitó apenas:
—¡Yo!
—¡Ven conmigo!
—¿Adónde?
—¡No hagas preguntas! Su tono era tan seco y cortante, que el pobre muchacho no pudo por menos que dirigir una angustiada mirada a sus compañeros, para acabar por ponerse trabajosamente en pie.
Gacel le empujó con suavidad hasta muy cerca de la salida, donde le colocó una venda en los ojos y le obligó a inclinarse con el fin de permitirle llegar al exterior sin golpearse con las rocas.
—¿Qué me vas a hacer? —casi sollozó el italiano cuando comprendió que se encontraba al aire libre.
—¡Ya lo verás! Le ayudó a subir a tientas a un camello a cuya silla le ató con firmeza, y obligando al animal a ponerse en pie se alejó tirando del ronzal a través de los intrincados vericuetos del oscuro macizo rocoso.
Aproximadamente una hora más tarde se detuvo, chistó a la bestia para que se arrodillara, y con ayuda de una afilada gumía cortó las correas de su prisionero para acabar por despojarle de la venda.
—¡Puedes irte! —dijo.
El otro guiñó repetidamente los ojos hasta lograr que se acostumbraran a la violenta luz del mediodía, pero cuando se percató que se encontraban en mitad de una región rocosa, desolada y calcinada por un sol que caía a plomo, no pudo evitar que se le escapara un leve gemido de terror.
—¿Irme? —Se horrorizó—. ¿Adónde?
—Si sigues hacia el nordeste, en tres días llegarás a un pozo frecuentado por las caravanas de sal. Tienes agua suficiente para el camino, y te he traído esta brújula que arranqué de uno de los coches.
—Pero ¿por qué yo?
—Pino Ferrara pagó por tu libertad. A él tienes que agradecérselo. Por lo visto es muy buen amigo de sus amigos.
—Pero hubo otros que también te ofrecieron dinero… —le hizo notar el italiano—. ¿Por qué no lo aceptaste?
—Porque prometí que mataría a cuatro, y son esos cuatro los que van a morir —replicó el tuareg con absoluta calma—. Tú has tenido más suerte.
—No es justo.
—Si no te parece justo volveremos atrás y te cambiaré por otro… —Gacel Sayah abrió las manos con las palmas hacia arriba al puntualizar con marcada intención—. Estoy seguro de que alguno aceptará. ¡Piénsalo, pero decídete rápido porque no tengo tiempo que perder!
—¡Dios Bendito! ¿Dónde está Pino?
—A salvo, y supongo que a estas horas volando hacia Italia.
—¿Cuánto pagó por mí?
—Probablemente más de lo que vales.
Mauricio Belli fue a decir algo, pero el sonido de una lejana detonación que se extendía de una parte a otra de las montañas repitiéndose en mil ecos le obligó a prestar atención.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió al fin.
—Un disparo. Ya se ha cumplido el plazo y mi hermano ha ejecutado al primero de los rehenes. Cada día mataremos a uno.
—¡Salvajes!
—Hasta que llegasteis vosotros jamás le habíamos hecho daño a nadie —fue la respuesta—. ¿Realmente quieres volver a la cueva?
El aterrorizado muchacho negó con un decidido ademán de la cabeza.
—¡Bien…! —insistió el tuareg—. En ese caso, quédate aquí hasta que empiece a caer el sol y luego sigue en aquella dirección. Mi consejo es que camines a primera hora del día y a última de la tarde. De lo contrario te deshidratarás o te perderás en la oscuridad. —Hizo un leve gesto alzando la mano—. ¡Que Alá te acompañe y no vuelvas nunca por aquí!
Dio media vuelta y apenas cinco minutos después se había perdido de vista tras un grupo de rocas, dejando al infeliz Mauricio Belli aterrorizado y tan desmoralizado como no lo había estado ni en sus peores pesadillas.
Rompió a llorar.
Hacía días que necesitaba hacerlo abiertamente, pero tan sólo se lo había permitido de forma furtiva y silenciosa en mitad de la noche. Ahora, consciente de que nadie podía verle, lloró e hipó desconsoladamente vencido por el miedo y por la compasión que sentía por sí mismo y por quienes había dejado atrás y que sabía que estaban condenados a morir.
Uno ya había caído, pero ¿cuál? ¿Cuál de ellos, Dios Santo?
Pronto comprendió que resultaba inútil obsesionarse intentando averiguar algo que en el fondo carecía de importancia, puesto que dentro de cuatro días todos habrían sido de igual modo ejecutados.
Se limpió los mocos con el dorso de la mano, hizo un esfuerzo por tranquilizarse, e intentó echar mano de su innegable experiencia como copiloto en tres carreras a través del desierto con el fin de hacerse una idea de dónde se encontraba y cómo conseguiría arreglárselas para alcanzar aquel lejano pozo, si es que en verdad existía.
De existir, se trataba sin duda de Sidi-Kaufa, su punto de destino el malhadado día en que erraron el rumbo por culpa de un libro de rutas equivocado, y se concentró en intentar recordar cuanto había aprendido en los mapas, aunque resultaba evidente que dichos mapas no eran en absoluto dignos de confianza.
Si la memoria no le fallaba, aquel aislado macizo rocoso tenía que haber quedado muy al sur, sirviéndoles de lejana referencia siempre a su derecha.
Según eso, cuanto se le ofreciese a unos treinta kilómetros a partir de aquel lugar no debía de ser más que una infinita llanura salpicada de pedruscos por la que les habían advertido que los vehículos tendrían que progresar con infinitas precauciones si no querían arriesgarse a destrozar los neumáticos.
Sin embargo ahora se vería obligado a recorrerla sin más compañía que la de un estúpido camello al que ni siquiera se sentía capaz de montar.
Lo observó.
Era una bestia sarnosa, desgarbada y casi esquelética, de tristes ojos y belfos babeantes, tan lejana e indiferente, que cabía imaginar que no tenía cerebro o el poco del que disponía se había secado años atrás. Un animal totalmente incapaz de provocar temor, pero incapaz de igual modo de provocar ningún tipo de simpatía.
Estaba allí, tumbado a menos de tres metros de distancia; era, probablemente, el único ser vivo en varios kilómetros a la redonda, pero no constituía compañía alguna, ni disminuía un ápice la terrible sensación de soledad que se experimentaba en aquel lugar maldito de los dioses.
Comenzaba a caer la tarde y resultó evidente que, al perder el sol su verticalidad, la luz oblicua permitía distinguir con mayor nitidez los contornos del agreste paisaje circundante.
Ante él, las montañas habían pasado a transformarse en islotes de muy distintas formas y tamaños, casi como altivas fortalezas desparramadas aquí y allá a todo lo largo y ancho de una ondulada extensión de arena, conformando una especie de extraño y agresivo laberinto en el que resultaba muy difícil discernir, a simple vista, si era mayor la superficie ocupada por la negra lava que por la rojiza arena, o viceversa.
Comprendió de inmediato que de momento le resultaría de todo punto imposible avanzar en línea recta, por lo que se vería obligado a serpentear una y otra vez buscando los pasos más apropiados entre las rocas y las dunas, corriendo en todo momento el riesgo de equivocar el rumbo, y teniendo que depositar por tanto todas sus esperanzas de salvación en la correcta utilización de la pequeña brújula.
«Siempre hacia el nordeste…», había puntualizado su verdugo, pero Mauricio Belli sabía por experiencia que en la inmensidad del desierto del Sáhara, «el nordeste» podía llegar a ser un lugar tan perdido y vacío como cualquiera de los restantes puntos cardinales.
Allí, a tres o cuatro días de terrible andadura se suponía que debía existir un diminuto oasis, pero resultaba evidente que bastaría con que se desviase unos cuantos kilómetros a un lado u otro para que no alcanzara a verlo y pasara de largo.
—¡Que Dios me ayude! —musitó.
Pero apenas lo había dicho comprendió que en aquel lugar, aquel momento y aquellas circunstancias, no era Dios sino él quien debía ayudarle, por lo que haciendo de tripas corazón se puso en pie, se apoderó del ronzal del dromedario y le chistó como había visto que hacía el tuareg con el fin de que se alzara a su vez y le siguiera.
Cuando media hora más tarde pisó por primera vez la arena se sintió en cierto modo reconfortado, como si su suavidad y morbidez alejase en parte el terror que le producía la negra y ardiente lava.
Caía la tarde y ante él su sombra se alargaba.
Huyó de la lógica tentación de seguirla, consciente de que de ese modo se estaría desviando hacia el este, y permitió que aquella estilizada sombra avanzara oblicuamente como si, pese a estar tan indefectiblemente unidos, sus destinos fueran, no obstante, diferentes.
Una serpiente de poco más de un metro de longitud se cruzó en su camino para desaparecer de inmediato entre unas dunas.
Se preguntó cómo era posible que pudiera vivir en semejante lugar, y de qué demonios se alimentaría.
El mundo era un lugar muy extraño.
Y aquél el más extraño de los mundos.
Cerró la noche y se detuvo, sentándose a esperar, impaciente, a que la luna iluminase lo suficiente como para permitirle continuar avanzando sin temor a desviarse de su ruta.
Le vino a la memoria la serpiente y sintió un escalofrío al imaginar lo que podría ocurrir si una de ellas o un simple escorpión le picaba.
Su agonía sería la más larga y terrible que nadie pudiera imaginar, para acabar tendido, cara al cielo, transformado en un montón de huesos calcinados por el sol.
Los buitres le sacarían los ojos y las tripas.
Había visto muchos buitres horas antes, y al parecer todos volaban en dirección a las montañas que iban quedando atrás, probablemente atraídos por el cadáver del primer infeliz al que aquellos salvajes habían asesinado.
—¡Que Dios me ayude! —musitó una vez más.
La luna tardaba en cobrar fuerza.
Los nervios y la impaciencia le corroían las entrañas y comprendió que necesitaba andar, puesto que el solo hecho de advertir cómo cada nuevo paso le aproximaba un poco más a su destino contribuía a relajar la tensión que parecía habérsele instalado en la boca del estómago.
Le sobresaltó la lejana carcajada de una hiena.
Un nuevo y más intenso escalofrío le recorrió la espalda.
Las hienas rara vez se atrevían a enfrentarse abiertamente a un hombre.
Eso era lo que siempre le habían dicho, pero también le habían contado terribles historias sobre hienas hambrientas que en su desesperación no dudaban a la hora de atacar en grupo.
Y él no contaba con un fusil, ni un cuchillo o tan siquiera una simple estaca con que hacer frente a las fieras.
Había pasado largas horas en los gimnasios y había invertido mucho dinero en su desmedido afán por convertirse en un experto en «defensa personal», pero no pudo por menos que preguntarse de qué le servía tanto «cinturón negro» y tanto «karate» a la hora de enfrentarse a una jauría de las más repelentes de las bestias, una silenciosa serpiente o un minúsculo escorpión.
Buscó una gruesa piedra, pero su contacto no le tranquilizó, sino que más bien contribuyó a acrecentar sus temores al permitirle comprender hasta qué punto se había convertido en la más vulnerable de las criaturas del desierto.
Cuando por fin la luz de la luna le permitió distinguir qué dirección marcaba la aguja, reemprendió la marcha aunque en esta ocasión el camello no parecía dispuesto a colaborar, remoloneando bastante más de lo que ya de por sí tenía por costumbre.
Se amarró el extremo del ronzal a la muñeca por temor a que en un descuido o uno de sus muchos tropiezos el renuente animal pudiera echar a correr perdiéndose en la noche, y todo ello pareció confabularse con el fin de que no consiguiera progresar con la rapidez que había imaginado.
La temperatura comenzó a descender como el agua que escapa por el desagüe de una bañera.
El viento del norte inició entonces, como casi cada noche, su andadura, primero a rachas y más tarde manteniéndose como la nota de un violín que pugnara por alcanzar su punto álgido sin caer en la estridencia, y cuando minúsculos granos de arena comenzaron a incrustársele en el rostro entendió la auténtica razón por la que los tuaregs lo ocultaban tras un velo.
Era como si una legión de invisibles enanos se divirtieran en ir clavándole alfileres en cada centímetro del cuerpo que quedaba al descubierto, en lo que constituía a la larga una especie de sofisticadísimo suplicio que le obligaba a mantener los ojos entrecerrados.
Envidió las pestañas del camello, tupidas y gruesas como las cerdas de un cepillo, y al cabo de poco tiempo advirtió cómo los ojos se le irritaban por momentos y cómo cada vez le resultaba más difícil distinguir qué dirección marcaba la aguja de la brújula, por lo que llegó a la amarga conclusión de que se arriesgaba a cansarse sin progresar satisfactoriamente en la dirección correcta.
Por fin se dejó caer hastiado y agotado, trabó una pata de la bestia tal como había visto que solían hacer los beduinos, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido sin importarle ni poco ni mucho la más que probable presencia de serpientes, hienas o escorpiones.