Con la primera claridad del alba Gacel y Suleiman reunieron los camellos para conducirlos hasta el punto en que había aterrizado el helicóptero con el fin de transportar el agua y los víveres hasta la seguridad de la caverna.
Una vez hubieron concluido con la pesada tarea de cargar a las bestias, alanzando firmemente cada bulto conscientes de que arrear la pequeña caravana a través de las agrestes montañas les iba a proporcionar incontables problemas e incomodidades, tomaron asiento en el mismo lugar en que el tuareg lo había hecho el día anterior en compañía de Nené Dupré, y tras prepararse un reconfortante té muy caliente y comer algo, observaron durante largo rato la infinita llanura que reverberaba en el horizonte castigada por un inclemente sol que caía a plomo.
—¿Qué vas a hacer ahora? —inquirió al fin Suleiman en el tono de quien da por aceptada de antemano cualquier decisión.
—Aún lo estoy pensando… —fue la sincera respuesta.
—La solución que propone ese muchacho tal vez sea la más razonable.
—Tal vez… Pero significaría dejar que extraños resuelvan nuestros problemas.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer?
—Comportarnos como auténticos imohags.
—Desde que tengo memoria nos hemos comportado como auténticos imohags, y mira dónde nos encontramos. En el mundo que comienza más allá de esa llanura todos dependen los unos de los otros. Quizá ha llegado el momento de aprender de ellos.
—No me gusta ese mundo —musitó apenas Gacel.
—Tampoco a mí… —admitió su hermano—. Pero resulta evidente que el que nos ha tocado vivir poco tiene que ver con el de nuestros antepasados, que vagaban pastoreando o luchando, pero libres e independientes como dueños indiscutibles del desierto. Nosotros nos vemos obligados a escondernos en un mísero rincón en el que ni siquiera nos dejan vivir en paz.
—Seguimos siendo tuaregs.
—Un tuareg obligado a huir eternamente, ni es tuareg, ni es nada. Yo hace tiempo que sueño con salir de aquí, conocer a una hermosa muchacha y fundar mi propia familia librándome de una vez por todas de la carga que significa ser hijo de quien soy.
—Puedes hacerlo cuando quieras. Únicamente yo llevo su nombre.
—Pero yo llevo su sangre… —Suleiman hizo un amplio gesto como pretendiendo abarcar la inmensidad de la llanura que se abría ante ellos—. Se avecinan tiempos difíciles —musitó—. Y aun en el improbable caso de que todo esto acabe bien, resulta evidente que ya nunca estaremos seguros en el pozo. ¿Qué haremos entonces?
—«El guerrero que se distrae pensando en lo que hará después de la batalla, perderá la batalla, y el viajero que se distrae pensando en lo que hará al final del viaje jamás llegará a su destino…» —sentenció Gacel recitando una conocida máxima saharaui—. Concentrémonos en lo que tenemos que hacer, y dejemos el futuro en manos de Alá.
Poco después emprendieron la marcha de regreso a la cueva, pero en esta ocasión se vieron obligados a dar un gran rodeo de forma que los camellos avanzaran siempre por terreno rocoso evitando las zonas de arena o tierra en las que pudieran quedar impresas sus huellas.
Los beduinos sabían por experiencia que una piedra volteada, una acacia tronchada, un matojo mordisqueado o la más pequeña muestra de excrementos bastaba a un buen rastreador para seguir una pista, y en el fondo de su alma Gacel estaba convencido de que más pronto o más tarde alguien intentaría liberar a los rehenes por la fuerza.
Mantener perfectamente oculta «La Cueva de las Gacelas» era la única baza con que contaban a la hora de enfrentarse a muy poderosos enemigos, y fue por esa razón por la que aquel viaje se convirtió en uno de los más lentos, incómodos y farragosos de que ambos hermanos tuvieran memoria.
Y es que era cosa sabida que los cascos de un caballo solían levantar esquirlas en las rocas, lo que denunciaba para siempre su paso, pero las almohadilladas pezuñas de un dromedario podían remover una piedra que de inmediato era devuelta a su posición original, pero en muy rara ocasión conseguían partirla.
No dejar rastro alguno requería poner mucha atención a cada metro, y pese a que cuando alcanzaron su objetivo se encontraban bastante satisfechos del trabajo realizado, Gacel durmió inquieto, consciente de que las bestias pastaban demasiado cerca de la entrada del refugio.
Faltaban dos horas para que la primera claridad hiciera su aparición en el horizonte cuando ya se encontraba de nuevo en pie dispuesto a iniciar el viaje de regreso, pero esta vez en compañía del joven italiano.
Tras despedirse de su madre y sus hermanos, imaginando que tal vez nunca volvería a verlos, reunió a los camellos y se puso en camino sin detenerse ni un instante hasta que un tímido rayo de sol hizo su aparición en el horizonte, momento en que se volvió para cortar las correas que mantenían a Pino Ferrara atado a la cola del último de los animales.
—De ahora en adelante no pienso vigilarte… —dijo al tiempo que señalaba con un amplio ademán de la mano la desolación del laberinto de negra roca que se extendía a su alrededor—. Pero recuerda que en mi montura llevo toda el agua de que disponemos. Si se te pasa por la cabeza la idea de escapar, te garantizo que te espera la más horrenda de las muertes.
—No soy estúpido… —fue la agria respuesta—. Conozco lo suficiente el desierto como para saber lo que me juego. Lo único que quiero es llegar cuanto antes al coche y hablar con mi padre.
—Pues confío en que te escuche porque de lo contrario te auguro un negro futuro…
Continuaron a buen ritmo hasta que el sol comenzó a caer a plomo, momento en que el tuareg buscó la sombra de un saliente de piedra bajo el que obligó a arrodillarse a las bestias, momento que aprovechó el italiano para dejarse caer en un rincón y quedarse traspuesto.
Sus costosos zapatos, pensados para conducir un vehículo y no para andar durante horas sobre afiladas rocas que cortaban como cuchillos, no eran ya más que tristes despojos, y en las tres ocasiones en que había intentado continuar el viaje a lomo de uno de los malhumorados dromedarios a punto había estado de romperse la crisma.
Y es que no resultaba empresa fácil mantener el equilibrio sobre una frágil silla beduina cuando la resabiada bestia avanzaba por un terreno tan agreste y montañoso, puesto que se balanceaba como un barquichuelo en mitad de la tormenta, y tan sólo quien hubiera pasado la mayor parte de su vida sentado en una joroba semejante sabía cómo acomodar su ritmo al de la incómoda montura.
El infeliz Pino Ferrara estaba viviendo aquellos últimos días como si se trataran de una insoportable pesadilla, hasta el punto de que a veces se negaba a aceptar que lo que estaba ocurriendo fuera algo más que un sueño.
Nunca se había considerado un cobarde, puesto que de haberlo sido ni siquiera se le hubiera pasado por la mente la idea de embarcarse en tan difícil aventura, pero el hecho de que le maniataran durante horas había significado un duro golpe del que no conseguía recuperarse.
La sensación de impotencia que se apoderó de su ánimo al descubrir de improviso que no era en absoluto dueño de sus actos, y que con las manos ligadas a la espalda no podía realizar un acto tan sencillo como el de desabrocharse la bragueta viéndose obligado a orinarse en los pantalones, parecía haberle transportado de pronto a un mundo muy diferente y en el que acababa de tomar plena conciencia de su inconcebible vulnerabilidad.
A ciertas personas la claustrofobia o el vértigo les afecta hasta extremos casi irracionales, colocándoles al borde mismo de la histeria, y durante aquellos días Pino Ferrara había descubierto que sentirse atado le producía una sensación semejante a la de encontrarse al borde de un precipicio.
En los escasos momentos en que recuperaba la lucidez se repetía a sí mismo que se trataba sin duda de una obsesión injustificada, pero el simple hecho de pensar en que pudieran volver a maniatarle le producía escalofríos.
Por su parte, y recostado en la negra pared de roca, con el fusil amartillado y el oído atento a cuanto pudiera ocurrir a su alrededor, Gacel Sayah observaba meditabundo a aquel jovenzuelo de delicados rasgos y blanca piel, preguntándose por qué absurda razón se encontraba en tan remoto lugar, y qué posibilidades de sobrevivir se le ofrecían si lo dejaba solo.
Pese a encontrarse dormitando a la sombra, gruesas gotas de sudor se deslizaban continuamente por todas las partes visibles de su cuerpo, lo cual denotaba que sin siquiera moverse estaba perdiendo más líquido del que perdería un beduino que marchara a buen paso y a pleno sol.
Eso venía a significar que en semejantes latitudes estaba condenado a morir irremediablemente en muy poco tiempo.
Para conseguir avanzar a pleno día por los arenales o las montañas del Teneré, un hombre de la constitución física y los hábitos de vida del italiano se vería obligado a consumir en dos días casi tanta agua como la que podía transportar, por lo que, visto que el pozo más cercano se encontraba a cuatro jornadas de distancia, ni aun en el caso de que se dirigiera directamente a él a marchas forzadas tendría la más remota posibilidad de alcanzarlo antes de haberse deshidratado.
Cuando poco más de una hora más tarde el tuareg advirtió que su acompañante comenzaba a boquear como un pez fuera del agua en un desesperado intento por conseguir que el aire le llegase a los pulmones, le despertó con un leve gesto al tiempo que le alargaba un pequeño cazo de agua.
—¡Cálmate y bebe despacio…! —le aconsejó—. Lo peor que puedes hacer es angustiarte.
El otro obedeció, y en el momento en que hubo concluido hasta la última gota, lanzó un hondo suspiro que obligaba a pensar que acababa de escapar de los mismísimos infiernos.
—Nunca lograré comprender cómo consigue nadie sobrevivir en un lugar como éste… —musitó—. ¡Nunca!
—«Nadie» consigue nunca sobrevivir en un lugar como éste… —le hizo notar Gacel con una levísima sonrisa—. Ni siquiera los tuaregs que se supone que estamos acostumbrados. Por eso, cuando vuelvas a tu país, si es que vuelves, deberías aconsejar a tus paisanos que no continúen arriesgándose a sufrir la más terrible de las muertes por seguirles el juego a unos embaucadores que se están aprovechando de ellos, al igual que se están aprovechando de nosotros. Sin tanto estúpido como acepta ese estúpido reto, no habría carreras.
—¿Me estás llamando estúpido?
—A las pruebas me remito. ¿Acaso no resulta estúpido que a tu edad, y cuando podrías estar disfrutando del yate de tu padre y la compañía de una hermosa muchacha, la diferencia entre estar vivo y estar muerto sea este cazo de agua y mi buena voluntad?
—No todo en la vida tienen que ser yates y hermosas muchachas.
—Eso únicamente puede decirlo quien, como tú, desde siempre ha disfrutado de yates y hermosas muchachas. Pero si renuncias a ello, no por hacer el bien a los demás, sino por el simple placer de experimentar nuevas emociones, es como si renunciaras al paraíso por la morbosa curiosidad de comprobar cuánto se sufre en el infierno. Si hicieras eso, lo más probable es que Alá te castigara dejándote para siempre en el infierno… —El imohag hizo una corta pausa y agitando una y otra vez la cabeza pensativamente añadió—: Tal vez, si en lugar de mataros, os mantuviera un año aquí, pasando hambre, sed, calor y fatigas, justo en el límite entre la vida y la muerte, aprenderíais lo que son auténticos padecimientos y estaríais en condiciones de transmitírselo a todos esos imbéciles que andan correteando por ahí.
—Yo ya he aprendido la lección.
—Me temo que no del todo. Me temo que aún te queda mucho que aprender. Y ahora es mejor que nos pongamos en marcha porque pretendo llegar al pozo antes de que amanezca.
Fueron una larga caminata y una noche interminable durante la que el italiano agradeció en el alma el hecho de que al fin abandonaran las montañas para adentrarse en el erg, ya que en cuanto llegaron las sombras y la arena comenzó a enfriarse pudo desprenderse de lo poco que le quedaba de unos destrozados zapatos que se habían convertido en un estorbo, para continuar descalzo aun a riesgo de pisar un alacrán.
Los últimos kilómetros los hizo casi arrastrando unos ensangrentados pies que parecían pesarle más que todo el resto del cuerpo, y cuando al fin se dejó caer en el interior de la mayor de las jaimas le asaltó la sensación de que se hundía definitivamente en un abismo sin fondo.
Gacel le dejó descansar mientras llenaba hasta el borde el abrevadero.
Permitió que la mayor parte de las bestias bebieran confiando en que sus estómagos fuesen capaces de asimilar el aceite sin enfermarse, ya que en caso contrario lo mismo daba que murieran de sed o envenenadas, y cuando hubieron concluido aprovechó para darse un largo y reconfortante baño por primera vez en mucho tiempo.
Cuando al fin decidió despertar al muchacho fue para indicarle el pozo con un ademán de la cabeza. —Puedes refrescarte —dijo—. Te hará bien, pero procura no tragar agua.
—Prefiero llamar antes a mi padre.
—Como quieras.
Pino Ferrara fue hasta su vehículo, extrajo un pesado maletín y tras desplegar una especie de pequeña antena parabólica la dirigió hacia el norte al tiempo que comprobaba una serie de parámetros bajo la atenta mirada del beduino al que todo aquello se le antojaba cosa de magia.
Transcurrió más de media hora antes de que el italiano consiguiera la conexión y resultó evidente que no era todo lo correcta que hubiera deseado, pese a lo cual pudo poner a su padre al corriente de cuanto estaba sucediendo en el más desolado rincón del desierto.
Resultó evidente que al «poderoso banquero» le costaba aceptar que no se trataba de una pesada broma, sobre todo teniendo en cuenta que la comunicación se interrumpía con desesperante frecuencia.
Sentado en el brocal del pozo y escuchando aquella voz distorsionada pero perfectamente audible que al parecer llegaba desde el otro lado del planeta tras rebotar en un satélite artificial suspendido en el vacío, Gacel Sayah no podía por menos que plantearse qué era lo que le había sucedido al mundo para que en el transcurso de una sola generación las cosas hubieran cambiado de ese modo.
Aunque se negara a admitirlo resultaba evidente que en aquellos momentos sentía vergüenza por ser quien era, por vivir como vivía y por pertenecer a una raza que ni siquiera tenía la más remota idea de por qué endiablada razón funcionaban tan prodigiosos aparatos.
La inmensidad de su ignorancia le pesaba como si le hubieran cargado a la espalda al más robusto de sus camellos, puesto que en este caso particular la ignorancia no estaba reñida con la inteligencia.
Gacel Sayah no era de los que desprecian aquello que no entienden.
Tampoco de los que se dejan embaucar fascinados por todo cuanto signifique novedad.
Era más bien de los que aceptaba que existían seres que habían conseguido llegar hasta donde quizá también él hubiera llegado de haber nacido en otro ambiente y en otras circunstancias.
Cada día que pasaba se sentía más pobre, pero no pobre en bienes materiales, que eso era algo a lo que estaba acostumbrado desde siempre, sino pobre en conocimientos, lo cual se convertía en un nuevo motivo de impotencia y amargura.
—No tener es malo… —musitó para sus adentros—. Pero no saber es peor.
Cuando al fin el italiano desconectó el complejo aparato y acudió a tomar asiento a su lado, inquirió sin mirarle:
—¿Qué ha dicho tu padre?
—Que hará lo que pueda.
—¿Y eso qué significa?
—Que tendrás lo que quieres, aunque tal vez se necesite algo más de tiempo.
—No puedo concederte más tiempo.
—¿Y por qué no? —quiso saber su interlocutor—. Precisamente aquí es donde menos importa el tiempo. ¿Qué más da un día, una semana, o un mes…? Estoy seguro de que ni siquiera sabes en qué año vivimos.
—Dije una semana, y ya han pasado tres días.
—¿Y acaso te parece más importante respetar una fecha que unas vidas? —se enfureció el otro—. Matando inocentes no conseguirás que tus leyes se cumplan. Teniendo un poco de esa paciencia de la que tanto presumen los de tu raza, sí.
—En eso puede que tengas razón.
—¡Naturalmente que la tengo! —masculló el otro—. Si te precipitas, ese hijo de la gran puta nunca pagará por lo que ha hecho y tú tendrás nuestras muertes sobre tu conciencia, pero si sabes esperar, podrás arrojar su mano a las hienas.
—¿Realmente crees que eso es lo que quiero hacer? —inquirió el tuareg con marcada intención—. ¿Alimentar a las hienas?
—No lo sé… —fue la sincera respuesta del muchacho—. Ignoro qué es lo que se acostumbra a hacer cuando se le corta una mano a alguien, pero ya puestos no me parece mala idea. Alguien que ha visto cómo las hienas se comen parte de su cuerpo se lo pensará mucho antes de repetir una canallada semejante.
—Cuando el mal se lleva dentro nadie escarmienta cualquiera que sea el castigo que se le imponga. Y ese hombre lo lleva.
—¿Cómo lo sabes?
—Se nota en su forma de hablar y de moverse. Se muestra agresivo porque probablemente tiene la sensación de que van a ser agresivos con él, y ése es un claro síntoma de que se siente culpable. Quien tiene la conciencia tranquila no suele atacar antes de que le ataquen.
—¿Filosofía del desierto? —inquirió el italiano en un leve tono irónico.
—¿Te sorprende? —fue la respuesta—. Puede que mi pueblo carezca de medios para crear sofisticados instrumentos, pero eso no significa que sea estúpido, ya que con frecuencia dedica el mucho tiempo de que dispone a estudiar el comportamiento humano. Los europeos sabéis mucho de máquinas, pero poco de hombres.
—Eso es muy cierto —se vio obligado a reconocer Pino Ferrara—. Desde que yo recuerdo me han enseñado a manejar calculadoras, ordenadores, bicicletas, motos, coches e incluso barcos, pero aún no sé cómo tratar a las personas y me sigue sorprendiendo el comportamiento de la mayoría de los seres humanos. Ni siquiera entiendo a mi propio padre, que tiene más dinero del que podría gastar en mil vidas que viviera, pero continúa arriesgándose a acabar en la cárcel, con tal de añadir unos cuantos ceros a sus cuentas bancarias.
—«El jinete que intenta montar dos camellos acaba rodando por el suelo», dice el proverbio.
—Pues mi padre salta de uno a otro como un poseso, pero el día que se caiga quien sufrirá todo el daño seremos mi madre y yo, a los que nunca nos ha importado el dinero. En estos días no he parado de preguntarme de qué le servirá al viejo su inmensa fortuna si su único hijo no regresa a casa.
—Pues a lo que parece, de él depende que regreses o no.
—Lo sé, aunque cuesta aceptar que seas capaz de matar a quienes nada te han hecho, pero como acabo de decir, nunca he sabido calibrar a las personas… —Se puso en pie con intención de encaminarse a la jaima al tiempo que añadía—: Y ahora, si no te importa, intentaré dormir un rato…
El tuareg hizo un gesto hacia el abrevadero.
—El baño te sentaría bien —dijo.
—Si ahora me meto ahí, me ahogo —fue la convencida respuesta.
Se alejó pisando con mucho cuidado puesto que tenía las plantas de los pies casi en carne viva y a aquellas horas la arena abrasaba, y en cuanto se puso a la sombra se derrumbó como si acabara de alcanzarle un rayo.
El imohag lo estuvo observando largo rato con gesto preocupado, consciente de que las abiertas llagas corrían grave riesgo de infectarse, lo cual en semejante lugar y circunstancias significaba una sentencia de muerte segura.
Se arrepintió de haberle traído de regreso al campamento.
Resultaba evidente que un europeo no estaba en condiciones de soportar un viaje de ida y vuelta a las montañas en tan corto período de tiempo, y lo que era aún peor, había cometido el error de intimar con él, permitiendo que le hablara de sí mismo y su familia, cuando como guerrero había aprendido que a los cautivos se les debía tratar como extraños, para que ningún sentimiento aflorase en el momento de decidir sobre su destino.
Ya nunca podría considerar a Pino Ferrara un enemigo, ni tan siquiera un simple rehén bueno tan sólo para obtener algo a cambio a base de negociar con su vida, puesto que si al fin se veía obligado a tener que dejarle abandonado en mitad del desierto, el timbre de su voz y sus palabras le resonarían eternamente en los oídos.
«Cuando te enfrentes a un hombre takuba en mano, no debes mirarle a los ojos más que para intentar averiguar por dónde va a lanzar su próximo golpe —le había enseñado su padre—. De otra forma dudarás un instante a la hora de cortarle la cabeza, y en ese caso lo más probable es que él te la corte a ti. La compasión es una virtud en los reyes y un defecto en los soldados, puesto que en el fragor de la batalla la compasión es sinónimo de debilidad, y quien se muestra débil, aunque tan sólo sea el tiempo que dura un parpadeo, acaba muerto».
La compasión y el perdón eran sentimientos que tan sólo cabía experimentar en tiempos de paz, y Gacel Sayah sabía muy bien que se encontraba inmerso en una difícil guerra en la que ya de por sí tenía todas las de perder.
Si flaqueaba y no era capaz de mantenerse firme en sus decisiones por injustas que a él mismo pudieran parecerle, sus remotas posibilidades de conseguir la victoria acabarían por diluirse como la sal en el agua.
Al rato su vista fue a detenerse sobre los tres vehículos que inmóviles, silenciosos y cubiertos de polvo semejaban seres antediluvianos aparcados en un parque infantil, absurdos e incongruentes tan lejos de las calles y las ciudades para los que habían sido creados, y una vez más le desconcertó la osadía de quienes desafiaban al inclemente desierto confiados a los caprichos de una máquina.
Se aproximó para estudiarlas más de cerca e incluso penetró en una de ellas, pero casi de inmediato se vio obligado a abandonarla puesto que ni él mismo, acostumbrado desde niño a las temperaturas más extremas, se sintió capaz de soportar el calor que se había acumulado en su interior.
Le intimidó el grado de locura de quienes, sin verse obligados a ello, eran capaces de encerrarse en tan minúsculos habitáculos con el único fin de alcanzar una meta en la que nada más que una efímera gloria les aguardaba, y le intimidó aún más el darse cuenta de que por mucho que lo intentara jamás podría comprender qué clase de seres humanos eran los que experimentaban algún tipo de placer al arriesgar la vida inútilmente.
Su madre le había enseñado siendo muy niño que la vida es el mayor tesoro que Alá entrega a un ser humano en el momento de nacer, y que su primera obligación es conservarla hasta que el propio Alá se la reclame.
Ponerla en tan manifiesto peligro, no a mayor gloria del Creador, sino de algo tan incongruente como la velocidad, debía constituir el más execrable de los pecados, y a su modo de ver resultaba evidente que quien se matase corriendo como un poseso sin razón válida alguna debía estar condenado a descender directamente a los infiernos.
Se aproximó a observar una vez más al muchacho, advirtió que sudaba a chorros y que todo su cuerpo ardía de fiebre mientras centenares de moscas se cebaban en las abiertas llagas de sus pies, y le asaltó la desagradable sensación de que muy pronto aquel infeliz ardería en los infiernos.