Gacel Sayah no sintió miedo, pero sí asombro y una desagradable sensación de vacío en el estómago durante el corto tiempo —que sin embargo a él se le antojó interminable— que duró el viaje desde su campamento hasta las montañas.
Nené Dupré había volado a muy baja altura con la evidente intención de que el viento que levantaban las aspas del helicóptero removiera la arena con el fin de que no quedara rastro visible alguno de las comprometedoras huellas de la pequeña caravana, lo cual provocó que el pequeño aparato se zarandease mucho más de lo que solía ser habitual.
Cuando al fin pusieron de nuevo el pie en tierra firme y el sonriente piloto inquirió a su demudado pasajero qué le había parecido la experiencia, éste se limitó a responder con cierta acritud:
—Ruidosa.
—¿Eso es todo?
—Todo no, pero sí lo más importante… —El inmouchar sonrió apenas aunque su interlocutor no pudiera advertirlo—. Sin embargo, reconozco que ahí arriba se está muy fresco, y el desierto se ve de un modo diferente.
—¿Y no te ha parecido fabuloso?
—En cierto modo…
Resultó evidente que el beduino no mostraba un especial interés en continuar refiriéndose a un tema que al parecer prefería olvidar cuanto antes, por lo que muy pronto se concentraron en la agobiante tarea de descargar el aparato con el fin de apilar todo su contenido a la sombra de un saliente de rocas.
Cuando hubieron concluido, jadeando y sudando a chorros, tomaron asiento junto a las cajas, y tras compartir unos refrescos muy fríos y una lata de galletas, el tuareg hizo un significativo gesto hacia el aparato:
—Será mejor que regreses. El tiempo pasa y por mi parte nada ha cambiado. Si pretendes recuperar a tus amigos te quedan seis días.
—¿No sería mejor que te esperase para llevarte de regreso al pozo?
Su interlocutor negó con un decidido ademán de la cabeza.
Volveré con los camellos —dijo—. Pero no te preocupes; daré un rodeo para no dejar huellas.
—Sigo opinando que todo esto es una locura.
—Recuerda que fui el primero en decirlo. Y sois vosotros los locos, no yo… Gracias por el viaje y suerte.
—¡Suerte!
Cuando a los pocos minutos el rugiente aparato desapareció en la distancia y no se percibió ya ni el más leve rumor de sus motores, Gacel Sayah se puso en pie, se echó al hombro un pesado bidón de agua y su viejo fusil, e inició una rápida marcha por entre el intrincado laberinto de afiladas rocas que se adentraban en las montañas.
Una hora más tarde la maciza figura de Suleiman hizo su aparición agitando su turbante en la distancia, y al poco se abrazaron con afecto para continuar juntos hasta la angosta entrada de una cueva tan perfectamente disimulada ahora que incluso al propio Gacel le costó trabajo descubrirla pese a que conocía desde muy antiguo su emplazamiento.
—Lo habéis hecho muy bien… —admitió sonriente—. Se puede pasar a un metro y no verla, pero los camellos que están pastando en la quebrada nos delatan. Mañana me los llevaré.
La gigantesca «Cueva de las Gacelas» constituía en verdad un lugar seguro y acogedor, cuya fresca penumbra contrastaba con la violenta luz y las altísimas temperaturas de la altiplanicie exterior, por lo que tanto Laila como Aisha parecían encontrarse en la gloria tras tantos años de sol, arena y viento, pese a lo cual no ocultaban una cierta inquietud con respecto al estado de ánimo de los cautivos.
—No nos han hecho nada, y resulta inhumano e injusto que los mantengamos maniatados todo el tiempo —señaló la primera en tono de reproche—. Lo están pasando muy mal.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —quiso saber su hijo.
—No lo sé, pero tienen hambre y sed, y están destrozados porque son gente de ciudad poco acostumbrada a caminar por el desierto aunque sea de noche.
—La mayoría son jóvenes fuertes… —le hizo notar Gacel—. Si los desatáramos intentarían atacarnos, y en ese caso lo más probable es que tuviéramos que matar a más de uno.
—Ya lo había pensado… —se vio obligada a reconocer su madre.
—Déjalos que sigan como hasta ahora. Si estaban dispuestos a pasarse dos semanas apretujados en un coche, dando saltos, tragando polvo y arriesgándose a tener un accidente por pura diversión, también tienen que estar dispuestos a permanecer maniatados unos cuantos días por salvar la vida.
—En eso estoy de acuerdo… —intervino Suleiman que regresaba de repartir entre los cautivos parte del agua que había traído Gacel—. Por lo que a mí respecta, prefiero que se desollen las muñecas a verme obligado a pegarles un tiro.
Su hermano se encaminó al rincón de la cueva en que los rehenes permanecían sentados con la espalda apoyada contra la pared, se acuclilló frente a ellos, y tras observarlos uno por uno señaló intentando que su voz sonara lo más tranquilizadora posible:
—Los organizadores del rally nos han proporcionado agua, provisiones, ropas y medicinas, por lo que espero que muy pronto estarán más cómodos y mejor atendidos.
—¿Maniatados a todas horas…? —quiso saber un calvo de espesa barba que al parecer había sido elegido por sus compañeros como portavoz del grupo ya que era sin duda el de más edad—. Ni siquiera podemos atender a nuestras necesidades más elementales. ¿Le parece justo que tengamos que cagarnos en los pantalones…?
El tuareg reflexionó unos instantes, pareció comprender que al pobre hombre le asistía la razón, y acabó por hacer un leve gesto de asentimiento.
—¡Está bien! —admitió—. Cada hora dejaremos libre a uno para que descanse y pueda satisfacer sus necesidades. —Se llevó el dedo índice a la garganta con un significativo gesto amenazante al añadir—: Pero si a alguno se le ocurre la estúpida idea de intentar escapar, le cortamos el cuello. —Hizo una dramática pausa para concluir en un tono de absoluta firmeza—: Y de igual modo se lo cortaremos a su compañero de coche… ¿Eso les parece justo?
Los seis infelices se consultaron con la mirada y el calvo concluyó por expresar el sentimiento común:
—¡De acuerdo! —dijo.
—¡Bien! Confío en que con la colaboración de todos lleguemos lo más pronto posible a un acuerdo con respecto a los términos de su liberación.
—¿Qué clase de acuerdo?
—Uno que sea satisfactorio tanto para ustedes como para nosotros.
—¿De cuánto estamos hablando?
El tuareg dirigió una severa mirada al impertinente jovenzuelo de acento marcadamente extranjero que había hecho la pregunta, y cuando respondió su voz sonaba extrañamente desabrida.
—No hemos hablado de dinero —dijo—. Nunca hemos hablado, ni nunca hablaremos, puesto que pese a lo que imaginen, aquí el dinero no cuenta. —Gacel Sayah lanzó un suspiro que alzó apenas el velo que le cubría el rostro al añadir—: Hasta que los miembros de su organización no entiendan eso, no llegaremos a parte alguna.
—Pero si no es dinero… ¿qué es lo que buscan?
—Justicia, ya lo he dicho. Y la justicia y el dinero son como el aceite y el agua: nunca pueden mezclarse.
—¿Se puede saber al menos en qué términos se está discutiendo nuestra liberación…? —quiso saber el barbudo que ejercía el liderazgo.
—Naturalmente —fue la calmosa respuesta—. Les dejaré en libertad en el momento en que me entreguen a quien envenenó nuestro pozo.
—¿Y qué piensa hacer con él?
—Aplicarle la ley.
—¿Cortándole el cuello…?
—¡En absoluto! Lo que han hecho no está penado con la muerte. Únicamente con la flagelación y la pérdida de una mano.
—¿Una mano…? —se horrorizó el otro—. ¿Quiere que se lo traigan para cortarle una mano?
Gacel Sayah asintió repetidamente con la cabeza antes de puntualizar:
—Aquella que empuñó un arma en un campamento tuareg que le había recibido amistosamente… Es lo que marca la ley.
—¡Que el Señor nos asista! ¿Lo sabe él?
—Si no lo sabe, pronto lo sabrá.
—¿Y tiene idea de lo que haría cualquier persona sensata al enterarse de que pretenden cortarle una mano?
—Huir lo más lejos posible, supongo.
—¡Exactamente! Y en ese caso… ¿quién va a ir a buscarle y cómo se las arreglará para traerle hasta aquí?
—¡No tengo ni la menor idea! —replicó con absoluta naturalidad el imohag—. No he sido yo quien inició todo esto, y por lo tanto son ustedes los que deben aportar soluciones.
—¿Y cómo pretende que lo hagamos desde aquí…?
—Lo ignoro. Y lo que está claro, es que no es mi problema.
Horas más tarde y mientras disfrutaban del frescor de la noche y la belleza de la luna que iluminaba de una forma casi fantasmagórica el inquietante paisaje circundante, Aisha inquirió de improviso:
—¿Crees que existe alguna probabilidad de que consigas lo que te propones?
Su hermano tardó en responder, pero cuando lo hizo su voz sonaba cruelmente sincera:
—Ni la más remota… —admitió.
—En ese caso… —musitó en ella un tanto perpleja—. ¿Por qué razón insistes en continuar con todo esto?
—Porque las cosas no siempre hay que hacerlas pensando en el triunfo. Eso no tiene mérito. Nuestro padre nos ofreció el mejor ejemplo de que existen circunstancias en las que un auténtico tuareg tiene que encarar las batallas aun a sabiendas de que están perdidas de antemano.
—Y eso le costó la vida. ¿Qué hubiera pasado si aquel maldito día hubiera renunciado a iniciar una guerra tan desigual, tan absurda y tan inútil?
—Que a estas horas probablemente también estaría muerto, pero de pena y de vergüenza. Y tú sabes mejor que nadie que para los de nuestra raza lo que importa no es morir, sino cómo se muere, de la misma manera que lo que importa no es vivir, sino cómo se vive.
—Nuestra forma de vida es miserable.
—Te equivocas, pequeña… —le hizo notar su hermano extendiendo la mano para acariciarle el largo cabello muy negro—. Nuestra forma de vivir puede que sea pobre, puesto que somos los seres más pobres del mundo, pero nunca miserable. Hay muchos ricos que viven miserablemente rodeados de toda clase de lujos, y muchos pobres que viven dignamente con lo justo.
—Desearía que tus palabras me sirvieran de consuelo, pero son ya demasiados años de penuria… —sentenció la muchacha—. Yo soy joven y fuerte y lo resisto, pero a veces tengo la impresión de que nuestra madre no podrá aguantar mucho tiempo.
—También a mí me preocupa —admitió el mayor de los Sayah—. Y durante estos días he llegado a la conclusión de que tal vez lo más lógico sería que regresarais al norte, donde aún nos deben quedar parientes que recuerden que fue la mujer de un héroe.
—¿Y condenarnos a vivir para siempre de la caridad? —inquirió su hermana volviéndose a mirarle—. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
No obtuvo respuesta puesto que resultaba evidente que no existía.
El nómada tenía clara conciencia de que si se separaba de las mujeres, éstas no tendrían la más mínima posibilidad de abrirse camino por sí solas, y que su futuro seria acabar convirtiéndose en sirvientes, y en el caso de la muchacha tal vez concubina de algún mercader al que le tendría sin cuidado quién había sido su padre.
Si negro se presentaba el destino de los valientes guerreros tuaregs, más negro aún se presentaba el de sus mujeres, puesto que vivían unos difíciles tiempos en los que los de su estirpe habían dejado de ser considerados los temibles dueños de las arenas del desierto, para pasar a convertirse en un ejército de desarraigados sin patria ni esperanzas.
Desparramados a lo largo y ancho de una docena de países diferentes, sin cabezas visibles y enfrentados a veces entre sí por culpa de muy viejas rencillas, los imohag estaban condenados a desaparecer sin aspavientos, y probablemente la heroica aventura de su padre había sido el postrer coletazo de un pez al que le faltaba el agua.
—No lo entiendo… —musitó al fin como si hablara consigo mismo—. En verdad que no logro entenderlo.
—¿A qué te refieres?
A la apatía de nuestra gente. Somos un pueblo fuerte, temido e inteligente, que si se uniera podría acabar con esa pandilla de cretinos y ladrones que nos gobiernan, creando nuestro propio país según nuestras propias leyes. Sin embargo, la carencia de un auténtico líder ha propiciado que acabemos convertidos en un sinfín de grupúsculos que malviven aquí y allá aceptando las absurdas normas que quieren imponernos y sin que nadie nos tenga en cuenta.
—¿Crees que nuestro padre podría haber sido ese líder?
—Naturalmente.
—¿Y tú?
—No. Yo no.
—¿Por qué?
—Me falta experiencia.
—La experiencia es de las pocas cosas que se obtienen con el paso de los años… —le recordó Aisha.
—Pero necesita bases sólidas en las que asentarse, y yo carezco de ellas porque nuestro padre murió cuando yo aún era un niño y no tuvo tiempo de enseñarme. Luego, y aparte haber leído unos cuantos libros, todos estos años han sido tiempo perdido… —Hizo una corta pausa para añadir seguro de lo que decía—: El líder que necesitamos tiene que ser alguien que no sólo sepa desenvolverse en el desierto, sino que conozca la forma de ser de los franceses. Alguien como el Guepardo, pero mucho más joven…
—Le vi una vez, pero era muy pequeña y apenas le recuerdo.
—A mí me impresionó lo mucho que sabía sobre todo. Probablemente hubiera sido el hombre justo para reunificar a nuestro pueblo, pero cuando regresó de Francia estaba ya cansado de tanta guerra.
—Siempre había creído que un inmouchar nunca se cansa de la guerra.
—Es que aquélla fue «una guerra de franceses», en la que los hombres no luchaban espada en mano y cara a cara, sino con aviones y cañones que mataban a enormes distancias… —Se puso en pie, dio unos pasos y respiró muy hondo, como si pretendiera llenarse los pulmones con el aire de la noche—. Incluso eso ha cambiado… —musitó—. Cuando en la televisión veía cómo los misiles destrozaban en plena oscuridad un objetivo que se encontraba a cientos de kilómetros del lugar desde el que había sido lanzado, comprendí que hasta en lo que se refiere a lo que siempre fue nuestro punto fuerte, la guerra, nos hemos quedado definitivamente atrás…
—¿Qué habrá sido de él?
—¿De quién?
—De el Guepardo.
—Probablemente ha muerto. Era ya muy viejo.
—¿Qué crees que hubiera hecho en esta situación?
—Supongo que lo mismo que nosotros. Era un auténtico amenokal del Kel-Talgimus, y no creo que exista un solo miembro del «Pueblo del Velo» que hubiera reaccionado de modo diferente ante…
Le interrumpió la aparición de su madre, que había surgido del interior de la caverna portando una pequeña tetera y tres vasos, y que al tiempo que llenaba los recipientes, comentó:
—Uno de los prisioneros insiste en hablar contigo.
—¿Te ha dicho qué es lo que quiere?
—No, pero afirma que es el único que puede arreglar todo este embrollo.
—¿Y tú qué opinas?
—Parece seguro de sí mismo, e imagino que no pierdes nada escuchándole.
El nómada aprovechó el tiempo que le dejaba el hecho de soplar el té para reflexionar sobre lo que su madre acababa de decir, y por último hizo un leve gesto de asentimiento.
—¡De acuerdo! —dijo—. Pídele a Suleiman que lo traiga y oigamos lo que tiene que decir.
A los pocos minutos, un muchacho delgado, fibroso, de ojos claros y larga melena rubia que se sujetaba en la nuca en forma de gruesa cola de caballo, tomó asiento en una roca, y a la luz de la luna observó, no sin cierta aprensión, a sus cuatro captores.
—¿Y bien…? —inquirió Gacel en el momento de apurar hasta el fondo su vaso—. ¿Cuál es esa propuesta?
—Ante todo conviene que me presente… —comenzó el jovenzuelo cuya voz sonaba en un principio temblorosa pero que se fue tranquilizando a medida que avanzaba en su relato—. Me llamo Pino Ferrara y soy napolitano.
—Eso ya lo sabíamos. Tenemos tu pasaporte.
—Lo supongo. Pero lo que no saben, es que mi padre es banquero. Y uno de los más importantes de Italia.
—Creo haber dejado bien claro que el dinero nada tiene que ver con todo esto —replicó Gacel Sayah en tono impaciente—. Me tiene sin cuidado que tu padre sea banquero o general. Tu destino será el mismo que el de tus compañeros, aunque ninguno de ellos tuviera dónde caerse muerto.
—¡No! —se apresuró a protestar el otro—. Ese punto ha quedado muy claro y lo he entendido desde el primer momento, pero no se trata del dinero de mi padre, que de nada me sirve en estas circunstancias.
—¿Entonces?
—Se trata de que conozco bien a los que dirigen el rally y me consta que no moverán un dedo para traer hasta aquí al que les envenenó el pozo.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque ésta es la tercera vez que tomo parte en la carrera, y estoy convencido de que en cuanto ese hijo de la gran puta se entere de que le van a cortar una mano se largará sin que nadie se atreva a impedírselo. Puede apostar la cabeza a que no regresará si no es a la fuerza, y que no serán los organizadores del rally los que lo intenten.
—Se juegan mucho.
—Se equivoca. No se juegan nada, puesto que a la hora de firmar el contrato todos aceptamos los riesgos, por lo que se les exime de cualquier responsabilidad. —Lanzó un corto reniego—. ¡Es más! —añadió—. Saben muy bien que este tipo de historias añaden morbo a la prueba… —Hizo una corta pausa—. Sin embargo… —continuó—, si se les ocurriera la idea de secuestrar a un participante con el fin de entregárselo a unos «bandidos» que tienen la intención de cortarle una mano, se estarían metiendo en un lío que les costaría todo el dinero del mundo, la cárcel, y probablemente el fin de su negocio… ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
—Perfectamente.
—¿Y qué opina?
—Que suena lógico.
—Me alegra que empiece a verlo de ese modo. El jefe de seguridad, Fawcett, es uno de los ingleses más flemáticos que he conocido, y me consta que el día en que los corredores lleguen a El Cairo, le dará carpetazo al asunto porque en el fondo nos considera unos imbéciles a los que nos está bien empleado cuanto nos ocurra. ¿Qué pasará entonces?
—Que tendré que matarlos.
—¡Exacto! Nos matará mientras los que nos dieron un libro de ruta equivocado se lavan las manos, Fawcett volverá a su casa y el culpable de todo se largará de vacaciones a cualquier isla del Caribe… —Pino Ferrara lanzó un sonoro escupitajo al concluir—: Y no me parece justo.
—A mí tampoco, pero resulta evidente que no estamos en condiciones de hacer nada por impedirlo.
—Ustedes no, pero yo sí, porque como le he dicho, mi padre es un importante banquero, y entre sus muchas actividades, y esto es la primera vez en mi vida que lo admito y que les suplico que no salga de aquí, está la de dedicarse a lavar dinero.
Laila, Aisha, Suleiman y Gacel Sayah intercambiaron una larga y desconcertada mirada a la luz de la luna del desierto, y al fin fue la primera la que repitió estupefacta:
—¿Lavar dinero?
—Eso he dicho.
—Pero el dinero no se puede lavar… —le hizo notar la buena mujer—. Una vez se me olvidó un billete en un bolsillo del jaique y cuando fui a buscarlo estaba hecho trizas.
El desconcierto llegó ahora por parte del italiano que agitó la cabeza como si le costara un enorme esfuerzo asimilar lo que acababa de oír.
—No se trata de lavar billetes con agua y jabón… —masculló al fin—. Se trata de «blanquear» grandes sumas de dinero.
—¿Cómo has dicho…? ¿«Blanquear»?
—Exactamente.
—¿Y para qué quiere tu padre blanquear el dinero? Cada billete tiene un color, e incluso un tamaño diferente dependiendo de su valor. No entiendo por qué alguien pretende que todos sean iguales. ¿O es que en tu país las cosas funcionan de otro modo?
Pino Ferrara pareció comprender que aquél se trataba de un «diálogo para besugos», puesto que aquellos cuatro pobres beduinos perdidos desde años atrás en mitad del desierto muy poco dinero debían haber visto en su vida.
—Cuando hablo de «lavar» o «blanquear» no me refiero a billetes, sino a legalizar un dinero ilegal.
—¿Legalizar dinero ilegal? —Ahora la repetición vino por parte de Gacel—. ¿Te refieres a dinero falso?
—¡No! —El italiano estaba a punto de perder la paciencia—. ¡Falso no! Una cosa es «dinero falso», y otra muy distinta «dinero ilegal».
—Una vez intentaron darme un billete falso… —admitió el tuareg—. Pero que yo sepa nunca han intentado darme un billete ilegal. ¿En qué se nota que es ilegal?
—Dinero «ilegal» es aquel que ha sido generado por negocios sucios, como pueden ser la evasión de impuestos, la corrupción política, la prostitución o el tráfico de drogas —puntualizó su interlocutor—. Cuando alguien recibe mucho dinero cuya procedencia no puede confesar porque le meterían en la cárcel, acude a ciertos bancos que se dedican a conseguir que parezca que ese dinero ha sido ganado honradamente.
—¿Y el banco de tu padre hace eso? —Ante el mudo gesto de asentimiento Suleiman no pudo por menos que exclamar—: ¡Vaya con tu padre! ¡Menudo pájaro!
—No estamos aquí para juzgar a mi familia, sino para intentar salvar inocentes… —les hizo notar el muchacho que iba ganando confianza poco a poco—. Y entre ellos me incluyo. Lo que pretendo hacerles entender es que mi padre mantiene muy buenas relaciones con gente cuya moralidad es francamente dudosa.
—Esos que se ven en las películas en la que los malos son siempre italianos, ¿cómo se llaman…?
—«Mafiosos»… ¡No! Mi padre no tiene contacto directo con mafiosos, pero sí con hombres de negocios que los conocen bien. Le deben muchos favores, y estoy convencido de que si les pidiera que trajeran aquí a ese cretino, acabarían trayéndolo envuelto en papel de regalo.
—No me gusta la idea de tener tratos con ese tipo de gente… —musitó muy quedamente Laila.
A mí tampoco… —le replicó su hijo—. Pero es la primera vez que alguien muestra un camino que puede llevarnos a alguna parte. Si pretendemos conseguir algo de un mundo tan diferente al nuestro, tal vez tengamos que adaptarnos a normas de conducta muy diferentes a las nuestras…
—En ese caso nos estaremos comportando como ellos.
—Es posible. Pero está claro que nuestras reglas no nos llevan a parte alguna, y al final tendremos que elegir entre matar inocentes o hacer el ridículo.
—Nunca me ha preocupado hacer el ridículo.
—Pero a mí sí. Los tuaregs llevamos años haciéndolo, y por eso nos encontramos donde nos encontramos. Si tiene razón y los organizadores de la carrera se limitan a lavarse las manos, me veré obligado a cumplir mi palabra, y ésa será una carga que me perseguirá mientras viva.
—Tengo razón… —insistió el italiano que parecía comprender que su posición se hacía cada vez más fuerte—. El rally ya ha pasado por aquí y nunca les ha preocupado lo que dejan atrás. Su obsesión es avanzar a toda costa, atravesar la meta y cobrar.
—¿Cobrar de quién?
—Cobrar de todos; de los fabricantes de coches, neumáticos, lubricantes, licores, refrescos, cigarrillos, ropa o material fotográfico… —Se encogió de hombros como queriendo indicar que lo que decía era algo obvio y que carecía de importancia—. Hoy todo lo que se refiera a deportes de alta competitividad, y no cabe duda de que este rally lo es, gira en torno a unas determinadas marcas que obtienen una altísima rentabilidad por cada lira que invierten.
—Me parece que tardaría cien años en empezar a entender vuestro mundo.
—Lo supongo, y por eso mismo debería confiar en mí, que sé cómo funciona. Mi padre es de las pocas personas que conozco que pueden conseguir que le entreguen al que envenenó su pozo.
—Pero tu padre está en Italia. E Italia está muy lejos de aquí.
—Eso ya lo sé.
—¿Y qué es lo que pretendes? ¿Que te deje marchar? ¿Quién me garantizaría tu regreso?
—Nadie, pero nunca he pretendido que me deje marchar. Me basta con hablar por teléfono.
Se hizo un pesado silencio en el que los cuatro beduinos se observaron unos a otros como si creyeran que aquel pobre muchacho estaba loco, o tal vez fueran ellos los locos.
—¿Pretendes hablar por teléfono con alguien que está en Italia desde el mismísimo corazón del Teneré? —inquirió por último una más que incrédula Aisha.
—Naturalmente. Tengo un teléfono móvil en el coche. Se conecta a un satélite, que se conecta a su vez con mi casa. O incluso con el móvil de mi padre si por casualidad se encontrara en el yate. Podría hablar con él aunque se hubiera ido a Alaska.
—¡No puedo creerlo!
—¡Ni yo!
—Pues es la pura verdad. ¿Qué sacaría con engañaros? Lo más probable es que en estos momentos mi madre esté inquieta porque hace ya dos días que no la llamo.
—Si eso es como dices, y puedes hablar desde el Teneré con Italia, no cabe duda de que estamos haciendo el ridículo —sentenció un cabizbajo Gacel Sayah al que cada vez se le advertía más desconcertado—. Por mucho que lo intente, nunca conseguiré entender que se pueda marcar un número en el desierto y alguien responda desde el otro lado del mundo.
—No es más que tecnología.
—Yo creo más bien que es brujería. La magia de los franceses, contra la que jamás podremos luchar por mucho valor que derrochemos… —El imohag alzó el rostro hacia su hermano, y en sus ojos podía leerse la inmensidad de su abatimiento en el momento de inquirir—: ¿Tú que opinas?
—¿De qué sirve mi opinión? —quiso saber Suleiman—. Hace cuatro días mi mayor preocupación se cifraba en que una camella pariera con retraso, o que el pozo descendiera de nivel. Pero de entonces acá tan sólo oigo hablar de cosas que escapan a mi comprensión. Es como si de pronto nos hubieran transportado a otro planeta.
—No es que nos hayan transportado a otro planeta… —sentenció Laila con sorprendente seriedad—. Es que ese otro planeta nos ha invadido de repente.
—Tal vez la culpa no sea de ellos… —le replicó sin la más mínima acritud su hijo menor—. Tal vez tengamos parte de culpa por no haber sabido evolucionar. Estos últimos años, en lugar de avanzar no hemos hecho más que retroceder…