–Bastará con que tenga la décima parte del valor, y la cuarta parte de los conocimientos que tenía su padre, para conseguir lo que se propone, porque el desierto es su aliado y ahí sí que no tenemos nada que hacer.
—Llevo años enfrentándome al desierto.
Yves Clos y Amed Habaja observaron al hombretón que se sentaba al otro lado de la mesa en la amplia y lujosa carpa blanca dotada de aire acondicionado y todas las comodidades que se pudieran imaginar en pleno Sáhara, y el primero de ellos hizo un gesto hacia el enorme mapa que cubría toda una pared lateral, y en el que aparecían clavadas infinidad de banderitas de muy distintos colores.
—Ya sé que llevas años enfrentándote al desierto… —admitió—. Y con notable éxito, puesto que hasta el presente «sólo se han contabilizado cuarenta y tres bajas mortales». Pero tengo la impresión de que ahora no nos enfrentamos al desierto; nos enfrentamos a alguien que significa el espíritu y la esencia de ese desierto.
—¡Tonterías! —replicó despectivamente Alex Fawcett tras dedicarle una leve ojeada al mapa—. Hace dos años también nos asaltaron los beduinos y conseguí solucionarlo.
—Con dinero.
—Todo se soluciona con dinero.
—No con los tuaregs.
—Aquéllos también eran tuaregs.
—¡No exactamente! —puntualizó Amed Habaja—. Y no este tipo de tuaregs. Le ofrecimos dinero y lo rechazó.
—Buscará otra cosa.
—¡Naturalmente! Busca la mano derecha de ese pedazo de cabrón.
—Pues resulta evidente que no podemos dársela…
El robusto jefe de seguridad, acostumbrado desde años atrás a encarar todo tipo de problemas de las más diferentes índoles, extrajo de una caja de plata un grueso habano y se entretuvo en encenderlo con deliberada parsimonia como si con ello quisiera concederse un tiempo para reflexionar sobre la nueva situación que se le planteaba.
Ahora lo que importa es ganar tiempo porque bajo ningún concepto podemos detener la carrera —señaló al fin—. La gente tiene que llegar a El Cairo en el día señalado, por lo que éste no tiene que constituir más que uno de los tantos incidentes que suelen presentarse.
—¿Y qué vamos a decir cuando nos pregunten por los desaparecidos?
—De momento, nada, ya que estadísticamente está comprobado que casi el sesenta por ciento de los participantes jamás consigue alcanzar la meta. Unos por accidente, otros por averías, otros por agotamiento, y otros porque simplemente se pierden. Todos sabemos que cuando la carrera acaba solemos pasarnos días recogiendo pilotos que andan tirados por los lugares más insospechados… Llegado el momento me ocuparé del tema.
—Te recuerdo que uno es yerno de un ministro belga —le hizo notar el rubio Yves Clos—. Y otro, hijo de un banquero italiano…
A mí eso me la trae floja… —replicó con absoluta impasibilidad Alex Fawcett—. Desde el momento en que firman el contrato de participación pasan a ser pilotos y todos reciben idéntico trato, sean hijos de albañiles o de multimillonarios…
—Existe una diferencia —replicó con marcada frialdad su interlocutor—. Los ricos suelen contar con sofisticados teléfonos móviles con los que acostumbran llamar a sus casas… ¿Qué va a pasar cuando transcurran varios días y sus familiares no reciban ninguna llamada? ¿Qué voy a decirle a los que me pregunten por ellos?
—Tú eres el encargado de las relaciones públicas, no yo —fue la respuesta—. Alega que en el desierto hace demasiado calor, que están fuera de cobertura, o que el satélite se ha perdido en el espacio… Invéntate cualquier cosa. ¡Lo que quieras!, menos admitir que han sido secuestrados por unos bandidos que parecen decididos a matarlos.
—¿Y por qué tengo que mentir?
—Porque para eso te pagan, de la misma forma que a mí me pagan para que al menos un treinta por ciento de los que empezaron la carrera la acaben. Y si en estos momentos confesamos la verdad, se puede armar un lío de tal calibre que no llegue nadie.
—Te recuerdo que estamos jugando con la vida de seis inocentes.
—Cada uno de ellos sabía que se estaba jugando la vida de un modo u otro. Ésa es la gracia de esta prueba. Anteayer un motorista mató a una niña a la salida de un poblado y a él le han tenido que amputar una pierna… Y nos consta que muchos han quedado disminuidos e incluso parapléjicos… ¿Alguno de ellos ha venido a quejarse?
Aguardó una respuesta que no llegaba, lanzó un grueso chorro de humo en dirección al mapa, y añadió en idéntico tono:
—¡No! ¡Naturalmente que no! Resultaría estúpido que se quejaran, puesto que fueron ellos los que se lo buscaron con total libertad. Y de la misma manera que no está en mis manos evitar que atropellen a una niña, o que se dejen los sesos contra un árbol, no puedo evitar que los bandidos les asalten, y ése es un riesgo que aceptaron al inscribirse.
—No sabía que fueras tan hijo de puta.
—Si no lo fuera, hace tiempo que habría regresado a mi viejo puesto de jefe de seguridad de un banco inglés. Éste es un trabajo muy bien pagado, pero que endurece. Cada edición, la carrera es más larga, más rápida y más arriesgada. Cada vez hay más muertos, pero cada vez son más los que pierden el culo por tomar parte en ella…
—Quizá tenga razón ese tuareg y va siendo hora de acabar con esta locura.
—En ese caso volverás a ser el relaciones públicas de una discoteca. O con suerte de una compañía de seguros… —Se volvió al silencioso Amed Habaja para inquirir con marcada intención—: ¿Tú qué opinas?
—Que podemos salir con las tablas en la cabeza.
—Muy gráfico, pero lo que me interesa es tu opinión sobre ese tuareg.
—Que puede ser muy peligroso, no sólo porque está en su terreno, sino porque al parecer ha vivido en una ciudad, por lo que ha aprendido algunas cosas que los tuaregs no suelen conocer. Y como ya te he dicho, la sangre que corre por sus venas es pura dinamita.
—¿Cuál puede ser su punto débil?
—Lo ignoro.
—¿Y dónde puede tener ocultos a los rehenes?
—También lo ignoro, aunque supongo que en las montañas que están al norte del pozo.
—¿Qué sabemos de esas montañas?
—Nada.
—¿Nada?
—Absolutamente nada. Te recuerdo que se encuentran en el último rincón del desierto, con temperaturas que se aproximan a los cincuenta grados al mediodía para descender a casi cero durante la noche y lejos de todas las rutas conocidas incluso por las caravanas de beduinos.
—¡Hermoso panorama, vive Dios!
—Lo dices como si te divirtiera…
—¡Pues no! No me divierte en absoluto puesto que ésta es una situación que escapa a todo control y eso me jode. ¿Qué familia tiene ese piojoso?
—Por lo que sabemos su madre, un hermano y una hermana, pero los tres deben de estar escondidos con los rehenes.
—¿Nadie más en ninguna parte?
—No, que yo sepa.
—¿A qué tribu pertenecen?
—A la del Kel-Talgimus; la que llaman el «Pueblo del Velo».
—He oído hablar de ellos. Gente peligrosa.
—La mayor parte de los tuaregs lo son. No admiten gobiernos, no respetan fronteras, y tan sólo obedecen sus propias leyes.
—Entérate de quién es el patriarca del clan y ofrécele lo que quiera para que interceda a nuestro favor.
—Sé quién es, pero o mucho me equivoco, o el prestigio de la familia Sayah está muy por encima del de cualquier patriarca. Gacel se convirtió en un mito para los tuaregs.
—Pero está muerto… ¿O no?
—Eso depende de cómo se mire. Hay muertos que están más vivos que muchísimos vivos.
—Eso es muy cierto, pero no debemos permitir que un fantasma nos asuste, aunque se trate del fantasma de un tuareg… —Alex Fawcett hizo una corta pausa para acabar por lanzar un sonoro suspiro—. ¡Bien! —concluyó—. De momento lo único que podemos hacer es enviarles agua, provisiones, medicinas y sacos de dormir. Y ahora tengo que marcharme. El Cairo me espera.
—Sería conveniente que no perdieses de vista al que empezó todo esto —le aconsejó Yves Clos—. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
—¿Marc Milosevic? —inquirió casi burlón el otro—. ¡No te preocupes por él! Ya he dado orden de que lo vigilen hasta en el retrete, aunque no pienso permitir que le corten una mano a alguien a quien se supone que tengo la obligación de proteger.
—También tienes la obligación de proteger a los que están amenazados de muerte.
—En eso tienes toda la razón, pero de momento no puedo hacer nada. Tengo a más de mil personas correteando por ese maldito desierto, y lo primero es lo primero…
Al abandonar el frescor de la cómoda carpa, Yves Clos y Amed Habaja se enfrentaron de inmediato al bochornoso calor del desierto y al expectante rostro de Nené Dupré que aguardaba sentado a la sombra de una acacia.
—¿Qué ha dicho? —inquirió ansiosamente.
—Que cargues cuanto necesites y despegues al amanecer.
—¿Y qué más?
—Que procuremos ganar tiempo… —replicó con una burlona sonrisa el egipcio al tiempo que subía a un coche que le estaba esperando—. Voy a ver si convenzo a ese viejo patriarca, pero recordad la consigna: lo único que importa es ganar tiempo.
—¿Ganar tiempo? —repitió el incrédulo piloto volviéndose al francés—. ¿Ganar tiempo para qué?
—Para que los corredores puedan llegar a Egipto.
—¡Maldito hijo de puta! ¿Eso es lo único que le importa? ¿Llegar a Egipto?
—Puede que no sea lo único, pero sí lo prioritario.
—¡No puedo creerlo!
—¡Escucha, muchacho…! —señaló Yves Clos pasándole con afecto el brazo por el hombro con el fin de alejarlo de allí—. A mí esto me incomoda tanto como a ti, pero entiendo a Fawcett. Si tuviera que detener la carrera cada vez que alguien se pierde, se mata o lo secuestran, ni una sola edición hubiera llegado a su fin, con lo que todo este tinglado se hubiera venido abajo hace años. Esto no es más que un gigantesco circo, y ya se sabe que en el circo, los payasos deben hacer reír aunque acaben de enterrar a su madre.
—¡Pero es que esos infelices pueden morir…!
—Lo sé. Y Alex también lo sabe, pero de la misma forma sabe que el año que viene nadie se acordará de ellos y quinientos chiflados más estarán dispuestos a correr idéntico riesgo con tal de subirse al trapecio. De ese modo podrán presumir de ser unos «valientes navegantes del desierto» aunque naveguen con ayuda de un GPS conectado a un satélite artificial. —Buscó su diminuta cachimba que comenzó a cargar tranquilamente al tiempo que añadía—: Pero si al menos una tercera parte de esos chiflados no atraviesa la meta, el circo se habrá quedado sin trapecios y sin payasos.
—¿Y nosotros sin empleo?
—Tú lo has dicho… Y me consta que ganas más durante este mes que durante el resto del año… ¿O me equivoco?
Habían llegado junto al helicóptero y Nené Dupré extrajo del interior de la cabina dos cervezas heladas tendiéndole una a su acompañante al tiempo que admitía:
—¡No! No te equivocas porque a casi todos los que estamos aquí nos ocurre lo mismo. —Bebió un largo trago, dejó escapar un sonoro eructo y al poco añadió—: ¿Pero sabes una cosa? A veces, cuando estoy sobrevolando el desierto en busca de gente perdida, no me siento como un ángel salvador que acude al rescate de un pobre desgraciado, sino como un jodido buitre que vive de la carroña. Si ellos no estuvieran ahí abajo jugándose el pellejo bajo un sol que derrite las piedras, yo no estaría allí arriba bebiendo cerveza con aire acondicionado.
—Si están ahí es porque quieren —le recordó su interlocutor—. No son soldados a los que hayan enviado a la guerra, sino mentecatos a los que les encanta despellejarse el culo o descoyuntarse las vértebras con tal de ver su nombre en los periódicos o salir quince segundos en un telediario. Tú lo sabes, yo lo sé, todos los que vivimos de esto lo sabemos, pero más vale que continuemos manteniéndolo en secreto, o el año que viene te veo fumigando arrozales.
Habían tomado asiento en el pescante del aparato y bebían a cortos sorbos observando el ir y venir de conductores y mecánicos mientras las primeras sombras de la noche descendían sobre el nutrido campamento.
Durante unos instantes permanecieron en silencio, hasta que por último Yves Clos inquirió:
—¿Qué piensas de ese tipo…? Del tuareg.
—Que los tiene bien puestos.
—¿Te preocupa encontrarte de nuevo con él?
—¡En absoluto! —fue la sincera respuesta del piloto—. Ni siquiera pude verle la cara, pero estoy convencido de que si voy en son de paz no me hará ningún daño.
—Por si acaso, lo primero que tienes que hacer es solicitar su hospitalidad y pedir su protección. De ese modo, y según sus leyes, está obligado a ofrecer su vida a cambio de la tuya.
—Hermosa costumbre, ¿no te parece? Si todo el mundo actuara de igual modo no habría guerras.
—Una vez me contaron que cuando un beduino se ha enemistado con un tuareg, la mejor solución que encuentra es plantarse ante su jaima solicitando su hospitalidad. Como el otro no puede negársela, se queda a vivir allí, comiendo y bebiendo «de gorra» hasta que el tuareg, cansado de tanto abuso, accede a perdonarle la ofensa con tal de que se largue de una puñetera vez.
—¡Muy astuto! Podríamos proponérselo a ese hijo de puta… ¡Por cierto! ¿Cómo se llama?
—Milosevic… Marc Milosevic.
—¿Tiene algo que ver con el presidente de Yugoslavia?
—Parece ser que presume de ser pariente lejano, con lo cual quedaría plenamente demostrado que la «hijoputez» es una cuestión genética, pero no he conseguido confirmarlo. Lo que sí he averiguado es que durante la guerra de Bosnia amasó una fortuna y que disfruta con los deportes de riesgo.
Y ¿por qué aceptamos a gente como ésa en una prueba de estas características?
—Porque no somos quiénes para juzgar a una persona por lo que puede que no sean más que rumores. Y ten en cuenta que son muchos días de carrera, mucho calor y mucha tensión, por lo que incluso el tipo más decente puede acabar por perder los nervios y cometer un error.
—¿Tú lo cometerías?
—Yo no corro a más de cien por hora a través del desierto tragando polvo y con el sol fundiéndome las ideas. Yo, al igual que tú, suelo viajar en helicóptero y por lo tanto veo las cosas desde otra perspectiva.
—¿Y cuál es tu perspectiva? —Nené Dupré hizo mucho hincapié al añadir—: ¡La verdad!
El rubio Yves Clos, que por su edad, su trabajo, o su forma de ser, daba siempre la impresión de encontrarse a diez metros de distancia del resto del mundo y sus infinitos problemas, aspiró con fruición de su corta cachimba, arrugó cómicamente la nariz y repitió con una leve sonrisa:
—¿La verdad… «verdadera»?
—La verdad verdadera.
—Pues si quieres que te sea sincero, mi opinión es que lo más probable es que muy pronto el número de muertos supere con creces el medio centenar, porque cuatro de esos seis desgraciados lo van a tener muy crudo. O mucho me equivoco, o en cuanto la carrera acabe todo el mundo se va a lavar las manos con respecto a su futuro.
—¡Pero Fawcett tiene una responsabilidad!
—¿Ante quién? ¿Ante la opinión pública? Lo que ocurra son «gajes del oficio» que incluso le añaden más morbo, más sal y más pimienta a la aventura del próximo año.
—¿Y ante los familiares de las víctimas?
—¿Qué pueden hacer? ¿Llevarle ante los tribunales?
—Por ejemplo.
—¿Ante qué tribunales y de qué país? ¿Y acusándole de qué?
—De negligencia y de no prestar ayuda a alguien en peligro, entre otras muchas cosas.
—¿Y tienes una idea del tiempo y el dinero que exigiría una demanda semejante en caso de que algún tribunal la aceptara? ¡Olvídalo! Este «circo» mueve cada año miles de millones y no va a detenerse por cuatro cadáveres más o menos. Al fin y al cabo la gente opina que el que la diña en el transcurso de este rally se lo estaba buscando.
—¡Eso es muy duro!
—¿Duro? ¿Recuerdas las imágenes, tomadas desde un helicóptero, en las que un cámara captaba con absoluta nitidez cómo un coche de la carrera daba tres vueltas de campana y se destrozaba mientras los ocupantes saltaban por los aires…?
—¡Naturalmente! Eran espectaculares.
—¿Y recuerdas cómo se escuchaban los gritos de entusiasmo y las risas del cameraman porque se daba cuenta de que estaba consiguiendo unas imágenes que le comprarían todas las cadenas de televisión?
—También lo recuerdo.
—Pues eso te da una idea de qué es lo que en verdad importa. Esas imágenes dieron la vuelta al mundo, pero nadie preguntó qué les había ocurrido a los que iban dentro del coche. Casi todos los canales de la mayor parte de los países «civilizados» cuentan con programas especializados en ese tipo de imágenes «impactantes», en los que se ve cómo la gente se cae, se mata o se destroza delante de un objetivo. Suelen emitirse en horario de máxima audiencia y cada día el telespectador exige más riesgo y más emoción… —Chasqueó la lengua en un claro gesto de desagrado—. Nosotros somos los encargados de abastecerlos de una gran parte de ese riesgo y esa emoción.
Nené Dupré permaneció un largo rato muy quieto, como si se hubiera distraído observando cómo cerraba la noche y las luces del campamento se iban encendiendo una tras otra, pero, tras rumiar a conciencia sus palabras, se volvió a su interlocutor para señalar:
—Resulta chocante. Te conozco hace ocho años, pero acabo de darme cuenta de que en realidad no te conozco. Siempre te había visto rebosando entusiasmo y convenciendo a los medios de comunicación de que este rally es lo más fabuloso que ha parido madre… Y de repente me estás mostrando la otra cara de tu moneda. ¡Me asombras!
—Eso quiere decir que hago bien mi trabajo. Recuerda que también soy «asesor de imagen» de algunas de las más cotizadas «top-model», a las que consigo que el público vea como semidiosas etéreas, perfectas e inalcanzables, cuando en realidad la mayoría son unas pedorras, engreídas, borrachas y drogadictas que sin un dedo de maquillaje no valen un pimiento.
—¡Me lo estaba imaginando!
—El término «asesor de imagen» significa más bien «falseador de imagen» puesto que nuestra auténtica misión se centra en distorsionar la realidad como si se tratara del revés de la trama de una caricatura.
—¿Y eso qué significa?
—Que mientras un caricaturista lo que hace es exagerar los rasgos más defectuosos minimizando los buenos, el «asesor de imagen» exagera los buenos y minimiza los malos, pero teniendo mucho cuidado de no traspasar la delgada línea que pueda convertir a su cliente en otra caricatura.
—¿Algo así como «hacer encaje de bolillos»?
—Exactamente. Y es lo que creo que voy a tener que hacer ahora: «encaje de bolillos» con el fin de intentar salvar cuatro vidas mientras hago creer al resto del mundo que no está ocurriendo absolutamente nada fuera de lo normal.
—Estoy seguro de que lo harás muy bien.
Yves Clos vació su cachimba golpeándola contra el borde del pescante en que se encontraba sentado, se la guardó en el bolsillo y replicó con ironía:
—También yo lo estoy de que lo haré muy bien… —Le guiñó un ojo con picardía—. De lo que no estoy tan seguro es que quiera hacerlo ni bien ni mal.
—¿Y eso?
—Soy bretón.
—¿Y qué tiene que ver?
—Que pasé mi infancia en un pequeño pueblo cuyas playas han sido arrasadas por la marea negra de un petrolero que se partió en dos frente a sus costas. La empresa que fletó ese petrolero, aun a sabiendas de que estaba carcomido por la herrumbre y cualquier día podía provocar una catástrofe, es la misma que invierte cada año millones de francos en este maldito rally.
—Son cosas distintas.
—No tanto. Si hubieran empleado mejor ese dinero, cientos de pescadores no estarían ahora al borde de la ruina, y miles de aves marinas continuarían con vida… Empiezo a estar más que harto de formar parte de algo que me repugna, y sospecho que este incidente me puede obligar a reflexionar sobre cuáles han de ser mis auténticas prioridades… —Lanzó un profundo resoplido—. Aunque lo más probable es que cuando todo esto acabe, mi conciencia se amodorre y el año que viene acepte de nuevo el puesto…