Aisha, que fue la primera en divisarla, acudió de inmediato en busca del mayor de sus hermanos.
—Alguien viene —dijo.
Gacel salió de la jaima y observó, desconcertado, cómo la columna de polvo crecía y se aproximaba con vertiginosa rapidez, hasta que al fin pudo distinguir los contornos del rojo vehículo que se aproximaba a una velocidad endiablada.
—Avisa a Suleiman —rogó al tiempo que penetraba en la vivienda para regresar con dos viejos fusiles en la mano, y en cuanto su hermano llegó a su lado le entregó uno indicándole con un gesto que ocupara un estratégico emplazamiento al otro lado del pozo, justo al pie de la mayor de las palmeras.
Luego, la familia al completo aguardó a que el rugiente vehículo llegara hasta donde se encontraban y se detuviera a unos diez metros de la boca del pozo para que descendieran dos jóvenes totalmente cubiertos de polvo.
—¡Aselam aleikum! —saludaron.
—¡Metulem, metulem!
—¡Buenas tardes! —añadieron amablemente en un perfecto francés.
—¡Buenas tardes! —les respondieron de igual modo.
—Venimos en son de paz.
—En son de paz sois recibidos.
—Solicitamos hospitalidad.
—Considérense nuestros huéspedes.
—¿Podemos coger agua?
—¡Naturalmente!
Los recién llegados se aproximaron al pozo, lo observaron, parecieron sorprenderse por su rústico aspecto o su profundidad, pero sin hacer el menor comentario halaron de la vieja cuerda hasta conseguir que la piel de cabra que servía de recipiente hiciera su aparición rezumando por los cuatro costados.
Pero lo que ocurrió entonces dejó perplejos al resto de los presentes, puesto que en lugar de beber, se dedicaron a lavarse cara y manos, y más tarde comenzaron a limpiar cuidadosamente el parabrisas del vehículo.
—¿Es que no tienen sed? —inquirió al fin Aisha sin poder ocultar su desconcierto.
—¡Oh, no! ¡En absoluto! —replicó el conductor con una leve sonrisa—. Aún nos queda suficiente agua en la nevera… —Reparó en la expresión de cuantos le rodeaban, e inquirió en tono de evidente preocupación—: ¿Es que ocurre algo?
—Aquí el agua es muy escasa… —le hizo notar Gacel sin aparente acritud—. La empleamos únicamente para beber y para regar las plantas.
—Pero nos han asegurado que este pozo cuenta con un caudal muy importante durante todo el año… —señaló el otro al que se le notaba un tanto incómodo.
—¿Y quién puede haberlo dicho? Que yo sepa, nadie más que nosotros lo conoce.
—¿Acaso no es el pozo Sidi-Kaufa?
—No. Éste es el pozo Ajamuk. Sidi-Kaufa queda a cuatro días de marcha, al noroeste.
—¡No es posible!
—Les aseguro que lo es.
Podría creerse que a los recién llegados se les caía de improviso el mundo encima, puesto que la amable sonrisa huyó de sus labios, palidecieron e intercambiaron una mirada que casi cabría considerar de terror.
—¡Dios bendito! —exclamó el que había llevado hasta ese momento la voz cantante—. Nos hemos equivocado de ruta. Pero ¿en qué coño estabas pensando?
—¿Yo? —replicó su copiloto al que costaba dar crédito a lo que estaba oyendo—. ¿De qué demonios hablas? Estamos en el lugar exacto.
—¿A cuatro días de marcha de Sidi-Kaufa…?
El otro no respondió, se introdujo en el vehículo, consultó con suma atención el panel de instrumentos y regresó con un sobado cuaderno de negras tapas en las manos.
—Éstas son las coordenadas, y según el GPS nos encontramos exactamente aquí con un margen de error de menos de un kilómetro. Y de acuerdo con el «Libro de Rutas», esto es Sidi-Kaufa.
—Pues esta buena gente opina otra cosa, y me da la impresión de que llevan viviendo aquí bastante tiempo… ¿O no?
—Unos seis años. Y el pozo lo construimos nosotros.
—¿Te vas enterando? Esto no es el pozo Sidi-Kaufa de los cojones. Es el pozo Ajamuk y pertenece a estos señores.
El copiloto, que había tomado asiento en el pescante del vehículo y observaba una y otra vez el mapa como si lo viera por primera vez, alzó el rostro y sus ojos mostraban la magnitud de su desolación.
—Pues en ese caso es el mapa el que está equivocado… —masculló al fin—. Esas montañas de enfrente no aparecen por ninguna parte y hace una hora deberíamos haber cruzado un campo de dunas que tampoco hemos visto… ¡La madre que los parió! ¡Si serán imbéciles! ¿Qué vamos a hacer ahora?
—No tengo ni la más mínima idea.
—Pronto oscurecerá.
Ya me había dado cuenta.
—¿Y…?
—¿Qué quieres que te diga? —El atribulado conductor se volvió una vez más a Gacel Sayah para inquirir en tono casi suplicante—: ¿Sabría indicarnos el camino para llegar a Sidi-Kaufa?
El aludido asintió seguro de lo que decía:
—Rodeando aquellas rocas siempre hacia el noroeste, pero si lo intentan de noche se enterrarán hasta el cuello. Por allí siempre sopla viento del norte y las dunas son jóvenes e inestables… Mi consejo es que esperen a que amanezca.
—¡Joder!
—Nos sentiremos muy honrados permitiéndoles dormir en una de nuestras jaimas.
—Lo sé… —admitió su interlocutor esforzándose en sonreír nuevamente—. Conozco bien el sentido de la hospitalidad de los tuaregs… Porque son tuaregs, ¿verdad?
—¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa podíamos ser?
—Esquimales no, desde luego… ¡Bien! A mal tiempo buena cara. ¿Qué le vamos a hacer? Perdidos pero contentos… Y a todas éstas aún no nos hemos presentado: me llamo Marcel Charriere, y mi compañero Alain Guitay.
—Ésta es mi madre, y éstos mis hermanos. Todo cuanto tenemos está a su disposición. ¿Tienen hambre?
—De lobo, pero en el coche llevamos siempre provisiones por si se nos presenta una emergencia y me da la impresión de que por estos lugares los supermercados escasean. ¿No se ofenderían si nos permitiéramos invitarlos? Presumo de ser un excelente cocinero.
—No es la costumbre.
—Tampoco es mi costumbre perderme en mitad del desierto… ¡Por favor…!
Gacel consultó a su madre con la mirada, ésta dudó, pero al fin acabó por encogerse de hombros.
—La verdad es que hace años que no probamos la comida de los franceses. Veamos si es tan buen cocinero como dice…
Marcel Charriere demostró ser, en efecto, un cocinero más que aceptable, y en menos de una hora había preparado una gigantesca fuente de sabrosos espaguetis con salsa picante a los que siguió una generosa ración de muslos de pato a la brasa, en lo que constituía un auténtico banquete para unos pobres beduinos que llevaban años comiendo siempre lo mismo.
Incluso preparó un magnífico café muy cargado y obsequió a los hombres con auténticos habanos que obligaron a toser al forzudo Suleiman, que cambió de color y tuvo que acabar por apagarlo puesto que comenzaba a marearse.
—Y ahora díganme —inquirió por fin Gacel Sayah que se había esforzado por mostrarse prudente, pero al que la curiosidad reconcomía—. ¿Adónde se dirigen con tanta prisa por mitad del desierto?
—A El Cairo.
Se hizo un pesado silencio puesto que la incredulidad se había apoderado de todos los presentes exceptuando, naturalmente, los dos franceses.
—¿A El Cairo…? —repitió al fin Aisha casi con un hilo de voz—. Pero ¿El Cairo no es una gran ciudad que está muy lejos, en el extranjero?
—En efecto. Es la capital de Egipto.
—¿Y van en coche hasta allí?
—¡Exactamente!
—Pero eso debe de estar…
—A unos siete mil kilómetros, poco más o menos.
—¡Bromea!
—En absoluto. Hace cinco días que salimos de Mauritania y nos dirigimos directamente a Egipto… En total son poco más de once mil kilómetros de viaje.
—¿Y no les hubiera resultado más cómodo, más barato y más rápido hacerlo en avión?
—¡Naturalmente! Pero es que se trata de un rally.
—¿Un qué…?
—Un rally… Una carrera.
—¿Una carrera…? —repitió ahora como un eco Suleiman—. ¿Qué quiere decir con eso de una carrera?
—Lo que he dicho: una carrera. En estos momentos hay cientos de personas corriendo en coches, motos y camiones en dirección a El Cairo. —Lanzó una columna de humo con gesto de suprema satisfacción—. Y nosotros vamos los primeros.
—Y ¿por qué?
—Porque está claro que los demás vienen detrás.
—No me refiero a eso… —le hizo notar Gacel que era quien había hecho la última pregunta—. Me refiero a por qué corren hacia El Cairo.
Se diría que ahora era Marcel Charriere el desconcertado, ya que tardó en responder y cuando lo hizo se limitó a encogerse de hombros.
Ya le he dicho que se trata de una carrera deportiva.
—¿Pretende hacerme creer que cientos de personas están atravesando África de lado a lado, tragando polvo y pasando calor, sólo por deporte?
—¡Naturalmente!
—¡Qué estupidez!
—¿Cómo ha dicho?
—¡Perdón! No he pretendido ofenderle, pero es que me cuesta admitir que nadie pueda derrochar su tiempo, su dinero y su energía en un empeño semejante. Ese desierto es muy peligroso.
—Lo sé por experiencia. Mi mejor amigo murió hace tres años cuando su coche se incendió de improviso.
—Dios no nos ha concedido el don de la vida para que nos la juguemos de una forma tan absurda… —intervino Laila que escuchaba con especial atención cuanto se decía—. Imagino que del mismo modo que niega la entrada al paraíso a quien le ofende suicidándose, se la impedirá a quien muere en un empeño tan inútil, que no es, a mi modo de ver, más que otra forma de suicidio.
—Tampoco hay que exagerar convirtiendo en pecado una sencilla diversión.
—No se trata de ninguna exageración… —insistió ella sin inmutarse—. Si no hubiéramos construido ese pozo, estarían perdidos, por lo que resulta más que probable que hubieran muerto de sed en mitad de la llanura.
—Si ustedes no hubieran construido ese pozo, los cretinos que dibujaron nuestros mapas hubieran acabado por encontrar y señalar correctamente el de Sidi-Kaufa —puntualizó Alain Guitay que al parecer no era demasiado aficionado a hablar, pero que ahora se decidía a hacerlo puesto que el tema estaba directamente relacionado con su trabajo—. Y eso quiere decir que nunca hubiéramos equivocado el rumbo puesto que nuestros instrumentos nos permiten determinar vía satélite y con un margen de error casi inapreciable el punto del mundo en que nos encontramos.
Laila, Aisha, Gacel y Suleiman se miraron.
Resultó evidente que, o no habían entendido lo que el francés acababa de decir pese a que hablaran su idioma con bastante soltura, o se les antojó tan absurdo que decidieron pasarlo por alto.
«El Pueblo del Velo» había pasado casi cien años bajo su dominio colonial, y por lo tanto sus miembros aceptaban sin ningún tipo de reservas que la francesa era una cultura técnicamente muy avanzada, capaz de conseguir que los vehículos avanzaran sin tracción animal, gigantescos aviones volaran, e incluso que en una pequeña pantalla apareciesen imágenes de hechos que estaban ocurriendo en aquellos mismos instantes muy lejos de allí, pero de ahí a que un instrumento les permitiera saber en qué punto exacto del mundo se encontraban, podía mediar un abismo o tan sólo un pequeño paso, y eso era algo que no se sentían capaces de dilucidar.
Los momentos que siguieron resultaron por tanto en cierto modo incómodos, hasta que al fin Marcel Charriere rompió el pesado silencio inclinándose para servirse una nueva taza de café al tiempo que señalaba:
—Ustedes se sorprenden por lo que hacemos, y sin embargo, mucho más sorprendente resulta, a mi modo de ver, que hayan elegido este desolado rincón del planeta para vivir. ¿Por qué? ¿Qué les ha impulsado a instalarse en semejante lugar?
—Aquí estamos bien.
—¿Bien…? ¿Y de qué viven?
—De la leche, de la caza, de los dátiles y de lo que cultivamos —señaló Aisha con naturalidad—. El pozo no es rico, pero proporciona agua suficiente para cubrir nuestras necesidades.
—Sentimos haberla desperdiciado de una forma tan estúpida. Ni siquiera se nos pasó por la mente que…
—Eso carece ya de importancia… —le interrumpió Gacel haciendo un leve gesto con la mano—. No tenían forma de saberlo.
—Gracias, pero dígame… ¿Cómo se las arreglan para conseguir las provisiones imprescindibles: la sal, la ropa, las municiones, o ese té, sin el cual se diría que un tuareg no puede vivir…?
—Cada año, con la primera luna de primavera, la mayor parte de los nómadas de la región acuden a un gigantesco zoco que se organiza en Al-Raia a unos siete días de marcha hacia el oeste. Allí se reúnen pastores, cazadores, traficantes de ganado y comerciantes, intercambiando animales y pieles por sal, té, azúcar, semillas, libros o balas. Nosotros solemos ir cuando tenemos camellos que vender, y con eso nos aprovisionamos. Una vez incluso bajamos al mercado de Kano, pero eso queda ya demasiado lejos.
—¿Cómo de lejos?
—Unas tres semanas de viaje.
—No me imagino a un europeo viajando durante tres semanas para ir al mercado, y lo cierto es que aún no ha respondido a mi pregunta: ¿por qué eligieron un lugar tan apartado?
—No creo que lo entendiera —fue la respuesta.
—Me esfuerzo por entender las cosas que veo, y me gusta conocer a las personas que encuentro en mi camino.
—En ese caso le aclararé que estamos aquí por motivos políticos.
—¿Motivos políticos? —masculló perplejo y probablemente incrédulo Alain Guitay—. Siempre había creído que los tuaregs son hombres libres que se limitan a nomadear. No me diga que la jodida política llega hasta el último rincón del desierto.
—Es una larga historia.
—¡Me encantan las historias a la luz de la hoguera en mitad del desierto! —señaló Marcel Charriere al tiempo que se agitaba inquieto en su asiento como si se sintiera tan nervioso como ante el inicio de un hermoso espectáculo—. ¿Qué pasó?
—¿De verdad le interesa?
—¡Naturalmente!
Gacel Sayah lo observó como pretendiendo calibrar su grado de sinceridad, se volvió luego a su madre solicitando su parecer o pidiéndole permiso, y ante el leve gesto de asentimiento, comenzó:
—Mi padre, que en gloria esté y del cual heredé el nombre, estaba considerado el más valiente de los tuaregs, ya que era el único que había sido capaz de atravesar por dos veces «La Tierra Vacía de Tikdabra». Todo el mundo le admiraba y respetaba, pero un día, de esto hace ya más de veinte años, dos viajeros casi moribundos que se habían perdido en el desierto aparecieron de pronto en nuestro campamento. Lógicamente, les brindó hospitalidad y los atendió lo mejor que pudo, pero a los pocos días hizo su aparición una patrulla del ejército que de inmediato mató a uno de ellos, allí mismo, en nuestra propia jaima, y se llevó al otro.
—¿Y eso…?
—El que se llevaron era Abdul-el-Kebir, el único presidente elegido democráticamente en toda la historia de nuestro país, y el otro, el que mataron, un guardián que le había ayudado a escapar del fuerte militar en que le había confinado la dictadura, y que por desgracia se encontraba relativamente cerca de donde habíamos montado durante aquellos días nuestro campamento.
—Entiendo… Los soldados quebrantaron la sagrada «Ley de la Hospitalidad» de los tuaregs.
—Usted lo ha dicho. Ensuciaron de sangre nuestro hogar y se llevaron por la fuerza a un pobre viejo a quien habíamos brindado protección. Eso era mucho más de lo que mi padre podía permitir, por lo que juró que mataría a los que le habían deshonrado y no descansaría hasta que Abdul-el-Kebir fuera de nuevo tan libre como el día en que solicitó hospitalidad.
—¿No se hizo una película con ese argumento? —inquirió de improviso Alain Guitay—. A mí esa historia me suena.
—Por aquel tiempo se habló mucho de mi padre, e incluso se escribió un libro, pero no sé nada acerca de una película.
—¡Pues recuerdo haberla visto! —insistió el copiloto—. No era buena porque convirtieron al protagonista en una especie de «Rambo», pero el hecho de saber que estaba basada en un hecho real me impresionó.
—Pero ¿qué pasó? —inquirió Marcel Charriere visiblemente impaciente.
—Que mi padre ejecutó a los asesinos y liberó al presidente pasando a cuchillo a la guarnición del fuerte en que le habían vuelto a encerrar.
—¿Me está diciendo que pasó a cuchillo a «toda la guarnición»?
—No dejó a nadie vivo.
—¿Él solo?
—Completamente solo.
—Pero ¿cómo pudo hacerlo?
—Era un guerrero imohag… —fue la sencilla respuesta—. Los degolló sin que se enteraran. Mi padre podía hacer eso y mucho más. De hecho condujo a Abdul-el-Kebir hasta el otro lado de la frontera atravesando «La Tierra Vacía» aunque le perseguía todo el ejército.
—¿Y qué pasó luego?
—Que como no podían atraparle, los militares nos secuestraron con intención de ofrecernos a cambio de Abdul-el-Kebir. Al enterarse, mi padre montó en cólera y juró que mataría al que consideraba el máximo responsable, es decir, al presidente impuesto por los militares.
—¿Y cumplió su promesa?
—En cierto modo sí, y en cierto modo no.
—¿Y eso qué significa?
—Que emprendió un larguísimo viaje hasta la capital, se escondió en las afueras, esperó a que la comitiva del presidente saliera de palacio y lo mató.
—¡Caray!
—Lo malo fue que, entre tanta confusión, no se dio cuenta de que el hombre contra el que disparaba era aquel al que había puesto en libertad.
—¿Abdul-el-Kebir?
—El mismo.
—Pero ¿cómo es posible que cometiera semejante error?
—Porque se trataba de un Abdul-el-Kebir afeitado, limpio y vestido de gala, que en nada se parecía al sucio, barbudo y andrajoso prisionero que mi padre había arrastrado durante semanas a través del desierto.
—¡Dios bendito! —se horrorizó su interlocutor—. Y ¿cómo es que Abdul-el-Kebir estaba allí?
—Porque una revuelta popular había derrocado a la dictadura, devolviéndole la presidencia, pero eso mi padre no podía saberlo.
—¡Joder qué historia! ¿Cómo acabó?
—Trágicamente, ya que en ese mismo momento los guardaespaldas de Abdul-el-Kebir mataron a mi padre, y nunca hemos sabido si tuvo o no tiempo de darse cuenta de su error.
—Como hijo preferiría que no se hubiera dado cuenta… ¿No es cierto?
—Lógico, ¿no le parece? Sufrió todas las penas del infierno por una causa que consideraba justa según las más antiguas tradiciones de nuestro pueblo. Morir en el momento de acabar con un dictador que no respetaba ni tan siquiera las leyes más sagradas de sus súbditos era un honor. Morir por culpa de un absurdo error, una burla del destino. Y yo siempre he querido creer que sabiendo que su honor seguía intacto.
—¿Y el honor sigue siendo lo más importante para los tuaregs?
Se puede vivir rico o pobre, sano o enfermo, humilde o poderoso, odiado o amado, pero no se puede vivir sin honor —fue la decidida respuesta—. Y se puede entrar en el paraíso pobre, enfermo, humilde y sin esposas, puesto que allí reina la abundancia y todo te será concedido, pero no se puede entrar en el paraíso sin honor. Es lo único que tienes que aportar por ti mismo.
—Nunca se me había ocurrido verlo desde ese ángulo —admitió el francés—. Pero resulta evidente que al más allá no te puedes llevar dinero, poder, ni mucho menos las enfermedades, mientras que sí te llevas el concepto que tengas de tu propia valía y de lo que hayas sido capaz de hacer a lo largo de tu vida.
—Mi padre hizo grandes cosas, defendió los principios de nuestra fe y nuestra cultura, y por lo tanto debió morir en paz consigo mismo. Cualquier tuareg se conformaría con vivir y morir de idéntica manera.
—¿Los tuaregs creen realmente en la existencia del paraíso? —inquirió de improviso Alain Guitay al que, parecía costarle un gran esfuerzo entrar en la conversación—. ¿Están convencidos de que existe un lugar repleto de comida, música y mujeres hermosas, tal como aseguró Mahoma?
—Sí y no… —fue la desconcertante respuesta de Gacel Sayah.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que al igual que el infierno, el paraíso que nos prometió Mahoma existe y no existe.
—No logro entenderlo.
—Existe para los que creen en él.
—¿Y para los que no creen en él?
—No existe.
—¿Y el infierno tampoco?
—Tampoco.
—¿Cómo es posible?
—Muy sencillo… —puntualizó el targui—. Si eres creyente y cumples con las leyes de Alá, tu alma va al paraíso. Si eres creyente, pero no cumples con las leyes de Alá, tu alma va al infierno. —Hizo una corta pausa como para remarcar lo que iba a añadir—: Pero si no eres creyente, cuando mueres tu alma no va a ninguna parte. Simplemente te mueres.
—¿Y para el no creyente no existe el Más Allá?
—No, de la misma manera que no existe para los camellos, los perros o las cabras, ya que quien habiendo nacido humano no cree en la existencia de un ser superior que lo creó, desciende al nivel de las bestias y por lo tanto su destino es el mismo: convertirse en simple despojo.
—¿Sin recibir un premio o sufrir un castigo según cuál haya sido su comportamiento?
—Bastante castigo significa compartir el destino de las bestias… —intervino Laila en un tono de absoluta serenidad—. Y resultaría injusto castigar a alguien por no cumplir los mandatos divinos, cuando no cree en Dios. Sería como castigarle por infringir una ley cuya existencia desconoce. De lo que sí podemos estar seguros es de que incluso el infierno en el que se purgan los pecados, y en el que tal vez algún día seamos redimidos, es mil veces mejor que la nada.
—¡Curiosa forma de ver la vida!
—Más bien la muerte.
—En efecto, más bien la muerte… —admitió Marcel Charriere—. Y creo que ha llegado el momento de que nos dejemos de disquisiciones metafísicas que a nada conducen, porque aún nos quedan siete mil kilómetros de viaje, y en cuanto amanezca tenemos que ponernos en marcha…