En la pared frente a los pies de la cama había un reloj con números lo suficientemente grandes como para poder ver la hora a pesar de los calmantes y el dolor.
Cuando Will Graham pudo abrir su ojo derecho vio el reloj y supo enseguida dónde estaba: en una sala de terapia intensiva. Sabía que debía observar el reloj. Su movimiento le indicaba que todo estaba pasando, que pasaría.
Para eso lo habían puesto allí.
Las agujas indicaban las cuatro. No tenía la menor idea si eran las cuatro de la mañana o las cuatro de la tarde, pero no le importaba siempre y cuando las agujas siguieran moviéndose. Cayó nuevamente en un profundo sopor.
El reloj indicaba las ocho cuando abrió nuevamente el ojo.
Había alguien junto a él. Giró cuidadosamente el ojo y vio a Molly mirando por la ventana. Estaba delgada. Trató de hablar, pero sintió un terrible dolor en el costado izquierdo de su cabeza al mover la mandíbula. Su cabeza y su pecho no palpitaban al unísono. Era más bien un ritmo sincopado. Hizo un ruido cuando ella salió del cuarto.
Se veía cierta claridad por la ventana cuando lo incorporaron, lo tironearon y le efectuaron unas curaciones que por poco le hacen estallar los tendones del cuello.
La luz era amarilla cuando vio la cara de Crawford observándolo.
Graham consiguió guiñar el ojo. Cuando Crawford sonrió pudo ver un pedacito de espinaca entre sus dientes.
Qué raro. Crawford rara vez comía verduras.
Graham movió su mano sobre la sábana indicando que quería escribir. Crawford le deslizó su agenda bajo la mano y le colocó un lápiz entre los dedos.
«¿Cómo está Willy?» —escribió.
—Muy bien —contestó Crawford—. Y Molly también. Estuvo aquí mientras dormías. Dolarhyde está muerto, Will. Te lo juro. Está muerto. Yo mismo tomé sus huellas y Price las comparó. No cabe la menor duda. Está muerto.
Graham dibujó un signo de interrogación en la página.
—Ya te lo contaré. Estaré por aquí y te contaré todo con lujo de detalles cuando te sientas bien. Sólo puedo verte cinco minutos.
«Ahora» —escribió Graham.
—¿El médico habló contigo? ¿No? Pues te contaré sobre ti en primer lugar… quedarás perfectamente bien. Tienes el ojo cerrado por un gran edema que se formó al recibir la puñalada en la mejilla. Te lo arreglaron pero demorará un tiempo en quedar bien. Te extirparon el bazo. Pero ¿quién precisa un bazo? Price dejó el suyo en Birmania en 1941.
Una enfermera golpeó el vidrio.
—Debo irme. Aquí no respetan credenciales ni nada. Te echan a patadas cuando pasa la hora. Te veré luego.
Molly estaba en la sala de espera de la unidad de terapia intensiva, donde aguardaban además numerosas personas con caras de cansancio.
Crawford se acercó a ella.
—Molly.
—Hola Jack —dijo ella—. Tú sí tienes buen aspecto. ¿Quieres darle un trasplante de cara?
—Por favor, Molly.
—¿Lo miraste?
—Sí.
—Yo creí que no iba a poder mirarlo, pero lo hice.
—Va a quedar bien. El médico lo dijo. Pueden hacerlo. ¿Quieres que alguien te acompañe, Molly? Vine con Phyllis, ella…
—No. No hagas nada más por mí.
Buscó un pañuelo de papel. Crawford vio la carta cuando abrió la cartera: un elegante sobre violeta igual al que había visto en otra oportunidad.
A Crawford no le gustaba nada lo que debía hacer, pero no podía evitarlo.
—Molly.
—¿Qué pasa?
—¿Will recibió una carta?
—Sí.
—¿Te la entregó la enfermera?
—Sí, ella me la dio. Tienen además unas flores que le enviaron desde Washington sus amigos.
—¿Puedo ver la carta?
—Se la entregaré a él cuando se sienta con ganas de leerla.
—Déjame verla, por favor.
—¿Por qué?
—Porque no le conviene recibir noticias de esa persona.
Había algo extraño en la expresión de su cara, miró nuevamente la carta y la dejó caer junto con la cartera y todo su contenido. Un lápiz de labios rodó por el piso.
Al agacharse a recoger las cosas de Molly, Crawford oyó el ruido de sus tacones al alejarse ella apresuradamente, abandonando la cartera.
Crawford le entregó la cartera a la enfermera de turno. Sabía que era prácticamente imposible que Lecter consiguiera lo que precisaba, pero no quería correr riesgo alguno con él.
Logró que un médico interno hiciera una revisión fluoroscópica de la carta en la sala de rayos. Crawford cortó el sobre en sus cuatro costados con un cortaplumas y revisó la superficie interior y la de la carta en busca de alguna mancha o polvillo. En el Chesapeake Hospital probablemente utilizaban lavandina para limpiar y había además una farmacia.
Sólo cuando quedó satisfecho de la inspección procedió a leerla.
Querido Will:
Aquí estamos, usted y yo, padeciendo en nuestros respectivos hospitales. Usted con su dolor y yo sin mis libros… el inteligente doctor Chilton se encargó de ellos.
¿No le parece Will que vivimos en una época primitiva? Ni salvaje ni erudita. Y su maldición son las medias tintas. En cualquier sociedad racional me matarían o me devolverían los libros.
Le deseo una rápida convalecencia y espero que no quede muy feo. Pienso a menudo en usted.
Hannibal Lecter
El médico interno miró su reloj.
—¿Me necesita para algo más?
—No —contestó Crawford—. ¿Dónde está el incinerador?
Molly no estaba en la sala de espera ni dentro de la sala de terapia intensiva cuando Crawford volvió a las cuatro horas para el siguiente período de visitas.
Graham estaba despierto. Dibujó enseguida un signo de interrogación en el bloc y debajo escribió:
«¿Cómo murió Dolarhyde?».
Crawford le contó. Graham permaneció inmóvil durante un minuto. Luego escribió:
«¿Cómo huyó?».
—Bien —respondió Crawford—. Volvamos a St. Louis. Dolarhyde debe de haber ido a buscar a Reba McClane. Entró al laboratorio mientras estábamos nosotros allí y debe de habernos visto. Sus huellas quedaron en una ventana abierta del cuarto de la caldera según me informaron ayer.
Graham garabateó nuevamente en el papel.
«¿Y de quién era el cadáver?».
—Pensamos que era un sujeto llamado Arnold Lang; ha desaparecido. Encontraron su automóvil en Memphis. Había sido robado. Me queda sólo un minuto antes de que me echen. Permíteme que te lo cuente en orden.
»Dolarhyde advirtió nuestra presencia allí. Se escabulló del laboratorio y se dirigió a una estación de servicio de Servco Supreme ubicada en Lindberg y la ruta 270. Arnold Lang trabajaba allí.
»Reba McClane nos contó que Dolarhyde tuvo una discusión con un empleado de una estación de servicio el sábado anterior. Suponemos que era Lang.
»Liquidó a Lang y llevó el cadáver a su casa. Entonces fue en busca de Reba McClane. En ese momento estaba parada en la puerta de su casa besando a Ralph Mandy. Le descerrajó un tiro a Mandy y lo arrastró hasta el cerco.
La enfermera entró.
—Por el amor de Dios, es un asunto policial —dijo Crawford. Siguió hablando rápidamente mientras la enfermera lo tironeaba de la manga de la chaqueta hacia la puerta—. Cloroformo a Reba McClane y la llevó a la casa. El cadáver ya estaba allí —agregó Crawford desde el pasillo.
Graham tuvo que esperar cuatro horas para saber la continuación.
—La entretuvo un rato, sabes, «Te mataré o no te mataré», ese tipo de cosas —dijo Crawford al trasponer la puerta.
»Ya conoces el cuento de la llave que colgaba de su cuello… eso era para asegurarse de que ella tocaría el cadáver. Así podría contarnos que realmente lo había tocado. Muy bien, él sigue hablando hasta que por fin le dice «No puedo tolerar verte morir quemada» y entonces le revienta la cabeza a Lang con una escopeta de calibre doce.
»Lang era mandado hacer. No tenía dientes además. Tal vez Dolarhyde sabía que el arco maxilar resiste muchas veces el fuego, nadie puede decirnos lo que sabía. De todos modos, Lang no tenía mandíbula alguna cuando Dolarhyde terminó con él. El disparo separó la cabeza del cuerpo y debe de haber tirado una silla y otra cosa al piso para simular el impacto de un cuerpo que caía. Y colgó la llave del cuello de Lang.
»Reba comenzó entonces a dar vueltas en busca de la llave. Dolarhyde la observaba desde un rincón. Ella estaba ensordecida por el disparo de la escopeta. No podía oír los pequeños ruidos que hacía Dolarhyde.
»Encendió un fuego pero esperó hasta acercarle la nafta. Tenía un recipiente con nafta en el cuarto. Reba consiguió salir sin problemas de la casa. Si el miedo la hubiera inmovilizado o si hubiera tropezado con una pared u otra cosa, pienso que él la habría dormido de un golpe y arrastrado afuera. Ella nunca habría sabido cómo consiguió salir. Pero tenía que salir para que el plan de Dolarhyde funcionara. Oh, diablos, ya viene otra vez la enfermera.
—«¿En qué vehículo?» —escribió rápidamente Graham.
—Esto es digno de admiración —señaló Crawford—. Sabía que debía dejar su furgoneta en la casa. No podía tampoco llegar allí conduciendo dos automóviles al mismo tiempo y precisaba uno para escapar. Entonces hizo lo siguiente: obligó a Lang a enganchar su furgoneta al remolque de la estación de servicio. Mató a Lang, cerró la estación de servicio y remolcó su automóvil hasta la casa. Dejó el remolque en un camino de tierra que pasa por detrás de la casa, se metió en su furgoneta y partió en busca de Reba. Cuando vio que Reba conseguía salir de la casa, buscó la caja con la dinamita, acercó el bidón de nafta al fuego y huyó por la parte de atrás, condujo otra vez el remolque hasta la estación de servicio, lo dejó y partió en el automóvil de Lang. Como verás, ningún cabo suelto.
»Casi me vuelvo loco tratando de pensar cómo había ocurrido. Pero sé que es así porque dejó unas huellas en la barra de remolque.
»Posiblemente nos cruzamos con él en el camino cuando nos dirigíamos a la casa. Sí, señorita. Ya voy. Sí, señorita.
Graham quiso preguntarle una cosa pero ya fue demasiado tarde.
Molly entró durante el próximo turno de visitas.
Graham escribió «Te quiero», en la agenda de Crawford.
Ella asintió y le tomó la mano.
Un minuto después escribió nuevamente:
«¿Está bien Willy?».
Molly movió afirmativamente la cabeza.
«¿Está aquí?».
Ella levantó demasiado la vista del papel. Le tiró un beso y señaló a la enfermera que se aproximaba.
Él le agarró el pulgar.
«¿Dónde?», insistió subrayando dos veces la palabra.
—En Oregón —contestó ella.
Crawford entró una última vez.
Graham tenía ya preparada su nota. En ella había escrito «¿Dientes?».
—Eran los de su abuela —le explicó Crawford—. Los que encontramos en la casa eran los de su abuela. La policía de St. Louis localizó a un tal Ned Vogt, la madre de Dolarhyde era su madrastra. Vogt vio a la señora Dolarhyde cuando era niño y jamás olvidó sus dientes.
»Eso era lo que quería contarte cuando te atacó Dolarhyde. Acababa de recibir una llamada del Instituto Smithsoniano. Consiguieron finalmente que las autoridades de Missouri les cedieran los dientes para poder examinarlos por pura curiosidad. Advirtieron que la parte superior estaba hecha con vulcanita en lugar de acrílico, como se fabrican actualmente. Hace treinta y cinco años que nadie realiza una dentadura con vulcanita.
»Dolarhyde se hizo hacer una copia exacta para su uso. Los nuevos se encontraron en su cuerpo. Después de haber estudiado ciertos detalles, la estrías y los pliegues, llegaron a la conclusión de que habían sido fabricados en China. Los viejos eran suizos.
»Encontraron además en su ropa la llave de un local de Miami. Allí había guardado un libro enorme. Una especie de diario, algo infernal. Lo tengo guardado para cuando quieras mirarlo.
»Oye, viejo, tengo que volver a Washington. Vendré nuevamente aquí el fin de semana si consigo escaparme. ¿Estarás bien?
Graham dibujó un signo de interrogación pero enseguida lo tachó y escribió «Por supuesto».
La enfermera entró no bien salió Crawford. Le inyectó Demerol en el suero intravenoso y los números del reloj empezaron a hacerse borrosos. No podía ver qué marcaba la aguja grande.
Se preguntó si el Demerol actuaría sobre los sentimientos. Podría retener a Molly durante un tiempo. Por lo menos hasta que terminara de recuperarse. Eso sería una jugada sucia. ¿Retenerla para qué? Sintió que el sopor lo invadía. Esperaba no soñar.
Su sopor estaba matizado por recuerdos y sueños, pero no era una sensación desagradable. No soñó que Molly lo abandonaba ni soñó con Dolarhyde. Era un largo sueño rememorativo de Shiloh,[2] interrumpido por luces que le iluminaban la cara y el bombeo del tensiómetro.
Era primavera, poco después de haber dado muerte a Garret Jacob Hobbs y estaba en Shiloh.
En ese tibio día de abril cruzó el camino de asfalto en dirección a Bloody Pond. El pasto nuevo, que conservaba aún el tono verde claro, cubría la loma hasta el borde del agua. El agua transparente había subido de nivel, tapando el pasto, que era visible bajo la superficie, dando la impresión de que seguía extendiéndose hasta tapizar el fondo de la laguna.
Graham sabía lo que había ocurrido allí en abril de 1862.
Se sentó sobre el pasto, sintiendo la humedad del suelo a través de sus pantalones.
Pasó un turista en un automóvil y casi inmediatamente Graham vio algo que se movía en la ruta. El vehículo había pisado una culebra. El ofidio se retorcía haciendo interminables ochos sobre sí mismo, mostrando alternativamente su dorso oscuro y su vientre amarillento.
La sobrecogedora presencia de Shiloh le producía ligeros escalofríos a pesar de estar transpirando por el fuerte sol de primavera.
Graham se levantó. Los fondillos del pantalón estaban húmedos y se sentía algo aturdido.
La culebra seguía retorciéndose. Se paró sobre ella, la agarró de la punta suave y seca de la cola y con un movimiento rápido y fluido la hizo restallar como un látigo.
Sus sesos cayeron en la laguna. Un pez se apresuró a ingerirlos.
Había pensado que Shiloh era un lugar embrujado y su belleza siniestra como los lirios.
Mientras pasaba del calor de los narcóticos a los recuerdos, advirtió que Shiloh no era algo siniestro; era indiferente. La bellísima Shiloh podía presenciar cualquier cosa. Su imperdonable belleza sencillamente subrayaba la indiferencia de la naturaleza, esa Máquina Verde. El encanto de Shiloh se burlaba de nuestra condición.
Abrió el ojo y miró el absurdo reloj, pero no pudo dejar de pensar:
«No existe misericordia en la Máquina Verde; nosotros la creamos, fabricándola en las partes que han superado nuestro elemental cerebro de reptil».
«No existe el crimen. Nosotros lo fabricamos y sólo a nosotros nos incumbe».
Graham sabía perfectamente bien que estaban en él todos los elementos para cometer un crimen; y tal vez también los necesarios para obrar con misericordia.
Era consciente, no sin cierto desagrado, de que comprendía demasiado bien los motivos de un crimen.
Se preguntaba si dentro de la vasta humanidad, en las mentes de los hombres empeñados en civilizar, los perversos instintos que controlamos en nuestras personas y el oscuro e innato conocimiento de esos instintos, funcionan como los virus contra los que el organismo se defiende.
Se preguntó si son viejos y espantosos instintos los virus con que se fabrican las vacunas.
Sí, había estado equivocado respecto a Shiloh. Shiloh no está embrujado… los hombres están embrujados.
A Shiloh no le importa.
Me propuse, pues, en mi ánimo conocer la sabiduría, y asimismo la necedad y la insensatez; y aprendí que también esto es correr tras el viento.
ECLESIASTÉS
FIN