Aynesworth volcaba cuidadosamente ceniza en unas latas nuevas cuando llegaron Graham y Crawford a las carbonizadas ruinas que habían sido antes la casa de Dolarhyde.
Estaba cubierto de hollín y tenía un raspón bastante grande bajo la oreja. El agente especial Janowitz de la sección Explosivos trabajaba en ese momento en el sótano.
Un hombre alto se movía nerviosamente junto a un polvoriento Oldsmobile estacionado en el camino de entrada. Interceptó a Crawford y Graham cuando cruzaban el jardín.
—¿Es usted Crawford?
—En efecto.
—Soy Robert L. Dulaney. Soy el médico forense y ésta es mi jurisdicción.
Les mostró su tarjeta en la que podía leerse «Vote por Robert L. Dulaney». Crawford esperó.
—Su agente tiene unas pruebas que debió haberme entregado a mí. Hace casi una hora que me tiene esperando.
—Disculpe la molestia, señor Dulaney. Obedecía mis órdenes. Por qué no espera en su automóvil mientras soluciono todo esto.
Dulaney los siguió. Crawford dio media vuelta y le dijo:
—Discúlpenos un momento, señor Dulaney. Espere en su automóvil.
El jefe de sección Aynesworth sonreía y sus dientes blancos resaltaban en su cara teñida por el hollín. Había pasado la mañana entera revisando cenizas.
—Como jefe de sección tengo un gran placer en…
—Siempre la misma pavada —dijo Janowitz apareciendo desde las maderas carbonizadas del sótano.
—Silencio en la barra, Indio Janowitz. Busque los objetos de interés.
Le arrojó a Janowitz las llaves del automóvil.
Janowitz sacó del baúl de un sedán del FBI una larga caja de cartón. En el fondo de la caja y sujeta por unos alambres, había una escopeta cuya culata estaba carbonizada y sus caños retorcidos por el calor. Una caja más pequeña contenía una ennegrecida pistola automática.
—La pistola está en mejores condiciones —manifestó Aynesworth—. La sección Balística podrá compararla con el resto. Vamos, Janowitz, muévase.
Aynesworth agarró las tres bolsas plásticas que le entregó.
—Frente y centro, Graham.
Durante un instante el rostro de Aynesworth perdió su expresión risueña. Esto parecía el ritual del cazador, como si estuviera salpicando la frente de Graham con sangre.
—Debe de haber sido una función muy agradable —Aynesworth depositó las bolsas en las manos de Graham.
Una bolsa contenía quince centímetros de un fémur humano carbonizado y un pedazo del hueso ilíaco. Otra un reloj pulsera. La tercera los dientes.
Era solamente la mitad del paladar, negra y rota, pero en esa mitad estaba el puntiagudo e inconfundible incisivo lateral.
A Graham le pareció que debía decir algo.
—Gracias. Muchas gracias.
Durante un instante sintió que la cabeza le daba vueltas, pero enseguida se sintió invadido por una gran calma y tranquilidad.
—… una pieza de museo —decía Aynesworth—. Tendremos que entregársela a ese aprendiz ¿verdad, Jack?
—Así es. Pero hay unos cuantos profesionales en la oficina forense de St. Louis. Ellos se encargarán de tomar unas buenas impresiones. Guardaremos ésas.
Crawford y los demás se dirigieron al automóvil donde esperaba el forense.
Graham quedó parado solo frente a la casa. Escuchó el ruido del viento en las chimeneas. Esperaba que Bloom viniera a ese lugar cuando se repusiera. Probablemente lo haría.
Graham quería saber más cosas sobre Dolarhyde. Quería saber qué había ocurrido allí, cómo se había originado el Dragón. Pero por el momento ya tenía bastante.
Un pajarito se paró sobre los restos de una chimenea y silbó.
Graham le contestó el silbido.
Ahora volvería a su casa.