El viento matinal era cálido y húmedo. Empujaba unas nubes deshilachadas sobre los ennegrecidos restos que quedaban en el lugar donde se había alzado la casa de Dolarhyde. Un tenue manto de humo se desplazaba sobre la campiña.
Las intermitentes gotas de lluvia se transformaban en pequeñas burbujas de vapor y cenizas al caer sobre las brasas.
Una autobomba estaba estacionada allí con su luz giratoria encendida.
S. F. Aynesworth, jefe de la sección Explosivos del FBI estaba parado junto a Graham, de espaldas al viento y cerca de las ruinas, sirviendo café de un termo.
Aynesworth frunció el ceño al ver que el jefe de los bomberos revolvía las cenizas con un rastrillo.
—Gracias a Dios que allí dentro hace tanto calor que no puede acercarse —musitó por el costado de la boca. Se había mostrado sumamente cordial con las autoridades locales, pero se franqueó con Graham—. No tengo más remedio que poner manos a la obra. Este lugar se va a llenar de gente en cuanto todos los policías y vigilantes terminen de desayunar y vengan a echar un vistazo. Todos se ofrecerán para ayudarnos.
Aynesworth tuvo que arreglárselas con lo que había podido traer en el avión hasta que llegara su idolatrada furgoneta desde Washington. Sacó del baúl de un patrullero una desteñida bolsa de marinero y extrajo de su interior sus botas y traje especial para resistir altas temperaturas.
—¿Podrías describirme cómo era el incendio, Will?
—Como un fogonazo de una luz fuertísima que luego perdía intensidad. Al ratito parecía más oscuro abajo. Una cantidad de cosas volaban por los aires, marcos de ventanas, listones del techo y otros pedazos más chicos, que caían por el terreno. Se sintió una onda expansiva y después el golpe de aire. Sopló hacia afuera y enseguida succionó para adentro. Por un momento pareció que había extinguido el fuego.
—¿El fuego ardía bien cuando sopló?
—En efecto, ya había llegado al techo y las llamaradas salían por las ventanas de la planta baja y el primer piso. Los árboles se quemaban también.
Aynesworth reclutó a dos bomberos locales para que estuvieran listos con una manguera y a un tercero vestido con ropa ignífuga y provisto de una grúa por si algo se derrumbaba.
Bajó por la escalera del sótano que ahora se abría al cielo y se internó en una maraña de maderas negras. Pudo quedarse solamente unos pocos minutos cada vez. Hizo ocho viajes.
El único resultado de tanto esfuerzo fue un pedazo chato de pieza metálica, pero pareció brindarle mucha satisfacción.
Su cara estaba arrebatada y transpiraba copiosamente cuando se quitó el traje especial y se sentó en la rampa de la autobomba con el saco impermeable de un bombero sobre los hombros.
Depositó el trozo de metal sobre el suelo y de un soplido le quitó la capa de ceniza que lo cubría.
—Dinamita —le informó a Graham—. Acérquese. ¿Ve el dibujo en el metal? Esto es el tamaño indicado para un baúl o un cofre para equipo militar. Seguramente debe ser eso. Dinamita en un cofre militar. Pero no estalló en el sótano. Me parece que fue en la planta baja. ¿Ve el corte que tiene ese árbol, donde lo golpeó la tapa de mármol de una mesa? Estalló hacia los lados. La dinamita estaba dentro de algo que la aisló durante un tiempo del fuego.
—¿Qué me dice de los restos?
—Tal vez no quede mucho, pero siempre se encuentra algo. Tenemos para rato con el trabajo de tamizar. Lo encontraremos. Se lo entregaré en una bolsita.
Sólo poco después del amanecer le hizo efecto a Reba el sedante que le aplicaron en el hospital DePaul. Quería que el agente femenino de policía estuviera sentada bien cerca de la cama. Se despertó varías veces durante la mañana y tendió su mano en busca de la de su acompañante.
Graham fue el que le llevó el desayuno cuando lo pidió.
¿Cómo conducirse? A veces les resultaba más fácil si uno actuaba de modo impersonal. Pero no creía que ese fuera el caso de Reba McClane.
Le dijo quién era.
—¿Lo conoce? —le preguntó Reba al agente.
Graham le pasó a la oficial sus credenciales. Ella no las precisaba.
—Sé que es un oficial federal, señorita McClane.
Finalmente le contó todo. Todo lo que había ocurrido con Francis Dolarhyde la noche que pasó en su casa. Tenía la garganta irritada y se interrumpió varias veces para chupar pedacitos de hielo.
Él le formuló las preguntas desagradables y ella le respondió detalladamente, pero en un momento le hizo señas de que saliera del cuarto mientras la acompañante le alcanzaba una palangana para recibir el desayuno.
Estaba pálida y su cara limpia y reluciente cuando Graham entró nuevamente al cuarto. Le hizo unas últimas preguntas y cerró su agenda.
—No le haré repetir todo esto otra vez —le dijo—, pero me gustaría volver. Nada más que para saludarla y saber cómo sigue.
—Me parece lógico tratándose de una belleza como yo.
Por primera vez vio lágrimas y comprendió qué era lo que más le dolía.
—¿Puede dejarnos un momento solos, oficial? —preguntó Graham.
—Escúcheme un momento —dijo tomándole la mano a Reba—. Dolarhyde tenía muchas taras, pero usted no tiene ninguna. Acaba de decirme que fue bueno y considerado con usted. Lo creo. Eso es lo que usted logró que aflorara en él. Al final no pudo matarla y no pudo soportar verla morir. Las personas que estudian este caso dicen que estaba tratando de detenerse. ¿Por qué? Porque usted lo ayudó. Eso posiblemente haya salvado unas cuantas vidas. Usted no atrajo a un tarado. Usted atrajo a un hombre que cargaba con una tara. No hay nada malo en usted, jovencita. Si no quiere creerlo es una tonta. Volveré a visitarla dentro de uno o dos días. Tengo que mirar constantemente las caras de cantidad de policías, necesito algo mejor para recrear mi vista. Trate de hacer algo con su pelo.
Ella meneó la cabeza y le hizo señas de que se fuera. Tal vez sonrió un poquito, pero no estaba muy seguro.
Graham llamó a Molly desde la oficina del FBI en St. Louis. El abuelo de Willy atendió el teléfono.
—Es Will Graham, mamá —dijo—. Hola, señor Graham.
Los abuelos de Willy lo llamaban siempre «señor Graham».
—Mamá dijo que se mató. Estaba mirando una novela y la interrumpieron para dar la noticia. Qué suerte. Les evitó a ustedes un buen trabajo. Y a nosotros, los contribuyentes, unos cuantos dólares ahorrados. ¿Era de veras blanco?
—Sí, señor. Rubio. Parecía escandinavo.
Los abuelos de Willy eran escandinavos.
—¿Puedo hablar con Molly, por favor?
—¿Piensa volver ahora a Florida?
—Dentro de poco. ¿Está Molly?
—Mamá, quiere hablar con Molly. Está en el baño, señor Graham. Mi nieto ha vuelto a tomar el desayuno. Se lo pasa cabalgando; el día entero está afuera. Debería verlo comer. Apuesto a que ha engordado como cuatro kilos. Aquí está.
—Hola.
—Hola, preciosa.
—¿Buenas noticias, eh?
—Así parece.
—Estaba afuera en el jardín. Mamama salió a avisarme cuando lo vio por televisión. ¿Cuándo lo descubrieron?
—Anoche a última hora.
—¿Por qué no me llamaste?
—Probablemente Mamama estaba durmiendo.
—No, estaba mirando el programa de Johnny Carson. No puedo explicarte, Will, lo contenta que estoy de que no tuvieras que atraparlo.
—Me quedaré aquí unos días más.
—¿Cuatro o cinco días?
—No estoy seguro. A lo mejor menos. Tengo muchas ganas de verte.
—Yo también tengo ganas de verte, cuando termines con todo lo que tengas que hacer.
—Hoy es miércoles. El viernes podría.
—Will, Mamama ha invitado a todos los tíos y tías de Willy para que vengan desde Seattle la semana próxima y…
—Al cuerno con Mamama. ¿Y qué es este nuevo invento de «Mamama», además?
—Cuando Willy era muy pequeño no podía decir…
—Ven a casa conmigo.
—Will, yo te he esperado a ti. Ellos no ven casi nunca a Willy y unos pocos días más…
—Ven tú sola. Deja a Willy allí y tu ex suegra se encargará de meterlo en un avión la semana próxima. Se me ocurre una cosa. Podemos parar en Nueva Orleans. Hay un lugar que se llama…
—No lo creo. He trabajado durante este tiempo en un negocio de la ciudad, medio día solamente, pero tengo que avisarles con un poco de anticipación que me iré.
—¿Qué pasa, Molly?
—Nada. No pasa nada… estuve tan triste, Will. Tú sabes que vine aquí después que murió el padre de Willy —siempre decía «el padre de Willy» como si fuera una cosa. Jamás utilizaba su nombre—. Y estábamos todos juntos y conseguí serenarme, tranquilizarme. Ahora también me he tranquilizado y…
—Hay una pequeña diferencia: no estoy muerto.
—No seas así.
—¿Cómo? ¿Que no sea cómo?
—Estás furioso.
Graham cerró los ojos durante un instante.
—Hola.
—No estoy furioso, Molly. Haz lo que quieras. Te llamaré cuando termine aquí.
—Podrías venir aquí.
—No me parece.
—¿Por qué no? Hay lugar de sobra. A Mamama le…
—Molly, no me quieren y sabes por qué. Cada vez que me miran les recuerdo a su hijo.
—Eso no es justo y tampoco es cierto.
Graham estaba muy cansado.
—Está bien, son insoportables y me enferman. ¿Lo prefieres así?
—No digas eso.
—Quieren al chico. Tal vez te quieran a ti, probablemente te quieren, si es que alguna vez se detienen a pensarlo. Pero quieren al chico y te lo quitarán. A mí no me quieren y me importa un comino. Yo te quiero a ti. En Florida. Y a Willy también, cuando se aburra del poni.
—Te sentirás mejor cuando duermas un poco.
—Lo dudo. Oye, te llamaré cuando sepa algo más.
—De acuerdo —contestó ella y colgó.
—Mierda —dijo Graham—. Mierda.
—¿Te he escuchado decir «mierda»? —preguntó Crawford asomando la cabeza por la puerta.
—En efecto.
—Pues alégrate. Aynesworth llamó desde allí. Tiene algo para ti. Dice que será mejor que vayamos nosotros pues tiene mucha estática con las transmisoras locales.