No le había parecido mal una comida tardía con Ralph Mandy. Reba McLane sabía que tendría que decírselo tarde o temprano y prefería hacerlo pronto, no le gustaba tener preocupaciones pendientes.
En honor a la verdad, le pareció que Mandy adivinó lo que estaba por ocurrir cuando ella insistió en que cada uno pagara su comida.
Se lo dijo en el automóvil cuando la acompañó a su casa; le explicó que no era algo definitivo, lo había pasado muy bien con él y quería seguir siendo su amiga, pero en ese momento estaba entusiasmada con otra persona.
Tal vez le dolió un poco, pero ella sabía que al mismo tiempo había sentido cierto alivio. Pensó que lo había tomado muy bien.
La acompañó hasta la puerta pero no le pidió entrar. Le pidió en cambio permiso para besarla y ella accedió de buena gana. Le abrió la puerta y le entregó las llaves. Esperó hasta que ella entró y corrió el cerrojo.
Cuando se dio vuelta, Dolarhyde le disparó a la garganta y dos veces en el pecho. Tres disparos de la pistola con silenciador. Una motocicleta hubiera hecho más ruido.
Dolarhyde levantó fácilmente el cuerpo de Mandy, lo depositó entre los arbustos y la casa y lo dejó allí.
Sintió una puñalada al ver a Reba besando a Mandy. Pero luego el dolor pasó.
Seguía pareciendo y sonando como Francis Dolarhyde; el Dragón era un excelente actor; representaba a las mil maravillas el papel de Dolarhyde.
Reba estaba lavándose la cara cuando oyó el timbre de la puerta. Sonó cuatro veces hasta que llegó allí. Tocó la cadena pero no la quitó.
—¿Quién es?
—Francis Dolarhyde.
Abrió la puerta sin quitar la cadena.
—Repítalo otra vez.
—Dolarhyde. Soy yo.
Ella lo sabía. Quitó entonces la cadena. A Reba no le gustaban las sorpresas.
—Creí haber comprendido que me llamarías, D.
—Lo hubiera hecho. Pero te aseguro que ésta es una emergencia —manifestó mientras apretaba contra su cara el paño embebido en cloroformo.
La calle estaba desierta. La mayoría de las casas estaban a oscuras. La llevó hasta la furgoneta. Los pies de Ralph Mandy salían entre los arbustos. Dolarhyde no debía preocuparse ya por él.
Se despertó en el trayecto. Estaba de costado, su mejilla apoyada contra la polvorienta alfombra de la furgoneta y la vibración del eje de transmisión resonaba fuertemente en su oreja.
Trató de tocarse la cara con las manos. El movimiento le aplastó el pecho. Sus antebrazos estaban atados entre sí.
Los tanteó con la cara. Estaban atados desde los codos hasta las muñecas con algo que parecía ser tiras de un género suave. Sus piernas estaban atadas en idéntica forma desde las rodillas hasta los tobillos. Tenía algo sobre la boca.
¿Qué… qué…? D. estaba en la puerta y luego… Recordó haber hecho su cara a un lado y la terrible fuerza de él. Oh, Dios… ¿qué era…? D. estaba en la puerta y enseguida ella sintió algo frío que la ahogaba y trató de apartar la cara pero algo le sujetaba fuertemente la cabeza.
Estaba en la furgoneta de D. Reconocía los ruidos. La furgoneta estaba en movimiento. Su temor aumentó. El instinto le aconsejaba quedarse quieta pero en su garganta se mezclaban las emanaciones de la nafta con el cloroformo. Hizo una arcada a pesar de la mordaza.
—Falta poco ya —dijo la voz de D.
Sintió una curva y un camino de grava, cuyas piedritas rebotaban contra los guardabarros y el piso.
«Está loco. Muy bien. Eso es: Loco».
«Loco» es una palabra peligrosa.
¿Qué había ocurrido? Ralph Mandy. Los había visto en la entrada de su casa. Y eso lo enloqueció.
«Ay Dios, debo tener todo listo». Un hombre había tratado de cachetearla una vez en el Instituto Reiker. Ella se quedó quieta y no la pudo encontrar, él tampoco podía ver. Pero Dolarhyde veía muy bien. Debía tener todo listo. Estar preparada para hablar. «Dios mío, podría matarme con esta mordaza puesta. Podría matarme y no comprender lo que le digo».
«Debo estar preparada. Estar bien preparada y no mostrarme demasiado sorprendida. Explicarle que si quiere puede dar marcha atrás sin ningún problema. Yo no contaré. Debo mantenerme quieta lo más posible. De lo contrario esperar hasta encontrar sus ojos».
La furgoneta se detuvo. Se hamacó ligeramente cuando él bajó. La puerta lateral se abrió. Olor a pasto y a neumáticos calientes. Grillos. Dolarhyde entró a la furgoneta.
No pudo evitar lanzar un grito a pesar de la mordaza y dar vuelta la cara cuando la tocó.
Unas suaves palmadas en su hombro no impidieron que siguiera retorciéndose. Más efectiva resultó una fuerte cachetada.
A pesar de la mordaza trató de hablar. La levantó y la transportó. Sus pasos resonaron sobre la rampa hueca. Ahora sí sabía dónde estaba. En la casa de él. ¿En qué parte de la casa? El tic tac del reloj provenía de la derecha. Alfombra, luego piso. El dormitorio donde hicieron el amor. Sintió que se deslizaba de sus brazos y cayó sobre la cama.
Trató de hablar. Él se alejaba. Se oía ruido afuera. La puerta de la furgoneta que se cerraba. Aquí viene. Dejó algo sobre el piso, unas latas.
Reba percibió el olor a nafta.
—Reba —la voz de D. pero muy tranquila. Demasiado tranquila y rara—. Reba, no sé qué… qué decirte. Fue tan bonito lo que hicimos y no imaginas qué otra cosa hice por ti. Yo estaba equivocado, Reba. Minaste mis fuerzas y luego me heriste.
Ella trató nuevamente de hablar.
—¿Te portarás bien si te desato y te permito sentarte? No trates de correr. Puedo alcanzarte. ¿Te portarás bien?
Dio vuelta la cabeza hacia donde provenía la voz y asintió.
Sintió el frío del acero contra su piel y el rasgado de un género al ser cortado y sus brazos quedaron libres. Después sus piernas. Tenía las mejillas mojadas cuando le quitó la mordaza.
Se sentó en la cama lenta y cuidadosamente. Debía actuar con toda diplomacia.
—D. —le dijo—. No sabía que yo te importaba tanto. Me alegro de que sea así, pero me asustaste con todo esto.
Ninguna respuesta, pero sabía que estaba allí.
—¿Fue el viejo y tonto Ralph Mandy el causante de tu ira? ¿Lo viste en mi casa? Es eso ¿verdad? Estaba diciéndole que no quería verlo más. Porque ahora quería verte sólo a ti. Nunca más veré a Ralph.
—Ralph murió —manifestó Dolarhyde—. No creo que le haya gustado mucho.
«Fantasías. Espero que sólo sea un invento».
—Nunca te he lastimado, D. Jamás quise hacerlo. Volvamos a ser amigos, hagamos el amor y olvidemos todo esto.
—Cállate —le dijo con gran calma—. Te diré una cosa. Lo más importante que has oído en tu vida. Importante como el Sermón de la Montaña. Importante como los Diez Mandamientos. ¿Entendiste?
—Sí, D., yo…
—Cállate. Reba, en Atlanta y Birmingham han ocurrido unos acontecimientos extraordinarios. ¿Sabes a lo que me refiero?
Ella meneó la cabeza.
—Ha salido muchas veces en los informativos. Dos grupos de personas fueron transformados. Leeds y Jacobi. La policía piensa que fueron asesinados. ¿Sabes ahora a qué me refiero?
Ella comenzó a menear la cabeza negativamente, pero luego recordó y lentamente asintió.
—¿Sabes cómo llaman al Ser que visitó a esa gente? Puedes decirlo.
—El Had…
Una mano le agarró la cara ahogando sus palabras.
—Piensa cuidadosamente y contesta correctamente.
—El Dragón no sé cuánto. Dragón… El Dragón Rojo.
Estaba cerca de ella. Podía sentir su aliento sobre su cara.
—YO SOY EL DRAGÓN.
Al dar un respingo hacia atrás impulsada por el volumen y el terrible timbre de la voz, golpeó su cabeza contra el respaldo de la cama.
—El Dragón te quiere, Reba. Siempre te ha querido. Yo no quería entregarte a Él. Hoy hice algo para que no pudiera tenerte. Y me equivoqué.
Este era D., ella podía hablar con D.
—Por favor. Por favor no permitas que me agarre. Tú no lo dejarás, por favor no lo permitas, tú no lo dejarás… sabes que yo soy para ti. Consérvame para ti. Te gusto, sé que te gusto.
—Todavía no estoy decidido. Quizá no pueda evitar entregarte a Él. No lo sé. Voy a ver si tú haces lo que yo te digo. ¿Lo harás?
—Trataré. Trataré de veras. No me asustes demasiado pues entonces me resultará imposible.
—Ponte de pie, Reba. Párate junto a la cama. ¿Sabes en qué parte del cuarto estás?
Ella asintió.
—Sabes en qué parte de la casa estás ¿verdad? Diste vueltas por la casa mientras yo dormía, ¿no es así?
—¿Dormías?
—No seas tonta. Cuando pasamos la noche aquí. Diste vueltas por la casa ¿verdad? ¿Encontraste algo raro? ¿Lo agarraste y se lo mostraste a alguien? ¿Hiciste eso, Reba?
—Solamente salí al jardín. Tú dormías y yo salí al jardín. Te lo aseguro.
—Entonces sabes dónde está la puerta principal ¿verdad?
Ella asintió.
—Reba, quiero que toques mi pecho. Levanta lentamente las manos.
¿Y si trataba de hundirle los ojos?
El pulgar y los dedos de Dolarhyde se apoyaron suavemente a ambos lados de su tráquea.
—No hagas lo que estás pensando hacer o apretaré. Tantea mi pecho. Cerca del cuello. ¿Sientes la llave que cuelga de la cadena? Quítala por encima de mi cabeza. Con cuidado… eso es. Ahora veré si puedo confiar en ti. Ve a cerrar la puerta del frente, échale llave y luego tráeme la llave. Ve adelante. Te esperaré aquí mismo. No trates de correr. Te alcanzaría.
Ella sujetaba la llave en su mano mientras la cadena golpeaba suavemente su muslo. Era más difícil orientarse con los zapatos puestos, pero prefirió no sacárselos. El tic tac del reloj le servía de guía.
Alfombra, luego piso, alfombra otra vez. Por ahí estaba el sofá. Debía doblar a la derecha.
¿Qué sería mejor? ¿Seguirle la corriente o tratar de escapar? ¿Le habrán seguido la corriente los otros? Se sentía mareada de tanto respirar hondo. No debía marearse. No debía morir.
Todo dependía de que la puerta estuviera abierta. Averigua dónde está.
—¿Voy bien? —sabía que sí.
—Faltan unos cinco pasos —la voz provenía del dormitorio.
Sintió una ráfaga de aire en la cara. La puerta estaba entreabierta. Mantuvo su cuerpo entre la puerta y la voz a espaldas de ella. Introdujo la llave en la cerradura debajo de la manija. Del lado de afuera.
¡Ya! Pasó rápidamente al exterior tirando de la puerta y girando la llave en la cerradura. Bajó la rampa, sin bastón, tratando de recordar dónde estaba la furgoneta, echó a correr. Corrió. Tropezó con un arbusto y gritó. Siguió gritando.
—Socorro, ayúdenme. Socorro, ayúdenme.
Corrió por el camino de grava. Oyó a lo lejos la bocina de un camión. Por allí quedaba la ruta, un paso rápido, luego trotó y después corrió, lo más rápido que podía, doblando cuando sentía pasto en vez de grava, zigzagueando por el callejón.
Oyó a espaldas de ella el ruido de fuertes pisadas que se acercaban rápidamente por el camino de grava. Se detuvo, agarró un puñado de piedritas y esperó hasta que estuvo cerca para arrojárselas y las oyó golpear contra él.
Un empellón sobre su hombro la hizo dar vuelta, un brazo ancho la agarró por debajo del mentón, rodeando su cuello, apretando, apretando, hasta sentir el golpeteo de la sangre en sus oídos. Pateó hacia atrás, golpeó una pierna, y todo… se volvió… sumamente… silencioso.