El Museo de Brooklyn está cerrado al público los martes, pero se permite el acceso a los estudiantes de arte e investigadores.
El museo es un gran recurso para los que realizan estudios serios. Su personal está bien preparado y es muy solícito; a menudo los martes conceden citas a investigadores para que puedan revisar objetos que no están en exhibición.
Francis Dolarhyde salió del subterráneo poco después de las dos de la tarde del martes, llevando sus materiales de estudio. Tenía bajo el brazo una libreta, el catálogo de la Tate Gallery y una biografía de William Blake.
Dentro de la camisa guardaba una pistola de 9 mm, una cachiporra de cuero y su filoso cuchillo. Una venda elástica sujetaba esas armas contra su vientre chato. Podría abrocharse sin dificultad su chaqueta sport. En uno de los bolsillos guardaba una bolsa de plástico herméticamente cerrada, con un trapo empapado en cloroformo.
En la mano llevaba el flamante estuche de una guitarra.
Había tres teléfonos públicos junto a la salida del subterráneo en Eastern Parkway. Uno de los aparatos había sido arrancado. Uno de los otros dos funcionaba.
Dolarhyde introdujo la cantidad de monedas necesarias para oír en el otro extremo la voz de Reba diciendo:
—Hola.
Escuchó los ruidos del cuarto oscuro por encima de su voz.
—Hola, Reba —dijo.
—Hola, D. ¿Cómo te sientes?
Era difícil escuchar lo que decía por el ruido del tráfico que circulaba por la avenida.
—Muy bien.
—Parece que hablas desde un teléfono público. Yo pensaba que estabas enfermo en tu casa.
—Quiero hablar contigo más tarde.
—De acuerdo. Llámame después.
—Tengo… necesito verte.
—Yo quiero verte pero esta noche es imposible. Tengo que trabajar. ¿Me llamarás?
—Sí. Si no…
—¿Cómo dices?
—Te llamaré.
—Quiero que vengas pronto, D.
—Sí. Adiós, Reba.
Bien. Una oleada de miedo bajó de su pecho hasta su vientre. Lo sofocó y cruzó la calle.
Los días martes, el único acceso al Museo de Brooklyn es una única puerta ubicada hacia la derecha del edificio. Dolarhyde entró detrás de cuatro estudiantes de arte. Los jóvenes apoyaron las mochilas y valijas contra la pared y exhibieron sus pases. El guardia que estaba detrás del escritorio los verificó.
Luego le tocó el turno a Dolarhyde.
—¿Tiene una cita? —Dolarhyde asintió.
—Sección cuadros, con la señorita Harper.
—Firme el registro, por favor.
El guardia le tendió un bolígrafo. Dolarhyde tenía ya preparado el suyo. Firmó «Paul Grane».
El guardia marcó el número de un piso superior. Dolarhyde se paró de espaldas al escritorio y contempló La Fiesta de la Vendimia, de Roben Blum, que colgaba sobre la entrada, mientras el guardia confirmaba su cita. Por el rabillo del ojo pudo ver al otro guardia en el hall de entrada. Sí, ése era el que estaba armado.
—Al fondo del hall y al lado de la tienda hay un banco cerca de los ascensores principales —dijo el empleado—. Espere allí. La señorita Harper bajará a buscarlo.
Le entregó enseguida a Dolarhyde un distintivo de plástico de color rosa y blanco.
—¿Puedo dejar aquí la guitarra?
—Yo la cuidaré.
El museo parecía distinto con esa media luz. Una penumbra rodeaba las grandes vitrinas.
Dolarhyde esperó tres minutos en el banco hasta que la señorita Harper salió del ascensor destinado al público.
—¿El señor Grane? Soy Paula Harper.
Era más joven de lo que le había parecido cuando llamó por teléfono desde St. Louis; parecía muy correcta y era realmente bonita. Lucía su falda y su blusa como si fuera un uniforme.
—Usted me llamó por la acuarela de Blake —dijo—. Vayamos arriba y se la mostraré. Tomaremos el ascensor reservado para el personal, acompáñeme por aquí.
Lo condujo más allá de la oscura tienda del museo y a través de un pequeño cuarto tapizado con armas primitivas. Echó una rápida mirada alrededor de él para conservar la orientación. En un rincón de la sección americana salía un pasillo que conducía al pequeño ascensor.
La señorita Harper oprimió el botón. Los claros ojos azules se posaron sobre el pase, rosa y blanco, pinchado en la solapa de Dolarhyde.
—Le dieron un pase para el sexto piso —dijo la joven—. Pero no importa. Hoy no hay guardias en el quinto. ¿Qué clase de investigación está haciendo?
Hasta ese momento Dolarhyde se las había arreglado con sonrisas y movimientos de cabeza.
—Un trabajo sobre Butts —respondió.
—¿Sobre William Butts?
Asintió.
—No he leído mucho sobre él. Se lo ve solamente en notas como patrocinador de Blake. ¿Es interesante?
—Apenas estoy empezando. Tendré que viajar a Inglaterra.
—Creo que en la National Gallery hay dos acuarelas que pintó para Butts. ¿Todavía no las ha visto?
—Todavía no.
—Mejor será que escriba con tiempo.
Dolarhyde asintió. El ascensor llegó.
Quinto piso. Sentía un cosquilleo, pero la sangre fluía por sus brazos y piernas. En contados momentos sería solamente sí o no. Si fracasaba no permitiría que lo atraparan.
Lo condujo por el corredor de los retratos norteamericanos. Por ahí no había pasado el día anterior. De todos modos, sabía dónde estaba. No debía preocuparse.
Pero algo lo esperaba en el corredor y al tropezar con él se quedó inmóvil como una estatua. Paula Harper advirtió que no la seguía y se dio vuelta.
Estaba parado tieso frente a un nicho en la pared de la que colgaban varios retratos. La joven se acercó a él y vio qué era lo que miraba con tanta atención.
—Es un retrato de George Washington pintado por Gilbert Stuart —le dijo.
«No, de ningún modo».
—Es el mismo que está reproducido en los billetes de un dólar. Lo llaman el retrato de Lansdowne porque Stuart pintó uno para el Marqués de Lansdowne en agradecimiento por su apoyo a la revolución americana. ¿Se siente bien, señor Grane?
Dolarhyde estaba pálido. Eso era peor que todos los billetes de un dólar que había visto. Washington lo miraba desde la tela con sus ojos encapotados y su pésima dentadura postiza. Dios mío, era igual a su abuela. Dolarhyde se sintió igual a un niño con un cuchillo de goma.
—¿Se siente bien, señor Grane?
«Si no contestas echas a perder todo. Supera esto. “Dios mío, qué hombre, qué placer”».
—ERES LO MÁS ASQUEROSO.
«Di algo».
—Estoy en tratamiento con cobalto —explicó.
—¿Quiere sentarse un momento? —Un débil olor a remedio emanaba de él.
—No. Siga adelante. Enseguida iré.
«Y no vas a cortarme, abuela. Maldita seas, te mataría si no estuvieras ya muerta. Ya estás muerta. Ya estás muerta». ¡Su abuela ya estaba muerta! Muerta ahora, muerta para siempre. «Dios mío, qué placer».
No obstante, Él no había muerto y Dolarhyde lo sabía. Siguió a la señorita Harper en medio de una maraña de miedo.
Transpusieron la puerta doble y entraron al Departamento de Cuadros y Depósito. Dolarhyde miró rápidamente alrededor. Era un cuarto largo y silencioso, bien iluminado y lleno de estanterías giratorias en las que se alineaban cuadros cubiertos por lienzos. Una hilera de pequeños cubículos utilizados como oficinas se extendía a lo largo de una pared. La puerta del cubículo situado en el extremo más alejado estaba abierta y oyó el ruido de una máquina de escribir.
No vio a nadie más que a Paula Harper.
Lo condujo hacia una mesa de trabajo alta como un mostrador y le acercó un taburete.
—Espere aquí. Le traeré el cuadro.
Desapareció entre las estanterías.
Dolarhyde se desabrochó un botón del pantalón.
La señorita Harper regresaba. Llevaba una caja chata del tamaño de un portafolio. Estaba allí dentro. ¿De dónde sacaba fuerzas para cargar con el cuadro? Jamás lo había imaginado como algo chato. Había visto sus dimensiones en los catálogos 46 cm x 37 cm pero no había prestado atención. Esperaba ver algo inmenso. Pero era pequeño. Era pequeño y estaba allí, en ese silencioso ambiente. Nunca se había dado cuenta de la fuerza que obtenía el Dragón de la vieja casa con su huerto.
La señorita Harper decía algo:
—… hay que guardarlo dentro de esta caja porque la luz lo desteñiría. Por eso raras veces se exhibe al público.
Depositó la caja sobre la mesa y la abrió. Se oyó un ruido en la puerta doble.
—Discúlpeme, tengo que abrirle la puerta a Julio.
Cerró nuevamente la caja y la llevó hasta la puerta de vidrio. Un hombre con un carrito esperaba del otro lado. Abrió las puertas y lo dejó entrar.
—¿Por aquí está bien?
—Sí, gracias, Julio.
El hombre salió.
La señorita Harper se acercaba llevando la caja.
—Lo siento, señor Grane. Julio está limpiando y repasando los marcos —abrió la caja y sacó una carpeta de cartulina blanca—. Comprenderá que no le permita tocarlo. Yo se lo mostraré, así es la regla. ¿De acuerdo?
Dolarhyde asintió. No podía hablar.
Abrió la carpeta y sacó la hoja protectora de plástico y el passepartout.
Ahí estaba. El Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol —el Hombre—. Dragón rampante sobre la mujer postrada y suplicante, atrapada por una vuelta de su cola.
Indudablemente era pequeño, pero vigoroso. Sorprendente. Las mejores reproducciones no hacían justicia a los detalles y colores.
Dolarhyde lo vio claramente, vio todo en un santiamén: la caligrafía de Blake en los bordes, dos manchas marrones en el costado derecho del papel. Fue una impresión terrible. Muy violenta, los colores eran tanto más fuertes.
«Mira la mujer atrapada por la cola del Dragón. Mírala».
Advirtió que su pelo era exactamente del mismo color que el de Reba McClane. Vio que estaba a seis metros de la puerta. Oyó unas voces.
«Espero no haberlo escandalizado», había dicho Reba.
—Parece ser que utilizó pastel además de acuarela —explicaba Paula Harper. Estaba parada de forma de poder ver qué hacía él. Sus ojos no se apartaban para nada del cuadro.
Dolarhyde metió la mano dentro de su camisa.
Un teléfono sonaba. El ruido de la máquina de escribir cesó. Una mujer asomó la cabeza por la puerta del último cubículo.
—Paula, te llaman por teléfono. Es tu madre.
La señorita Harper no dio vuelta la cabeza. Sus ojos no se apartaban de Dolarhyde y la pintura.
—¿Puedes darle un mensaje? Dile que la llamaré enseguida.
La mujer desapareció nuevamente dentro de su oficina. Al cabo de un instante se oyó otra vez el tableteo de la máquina de escribir.
Dolarhyde no aguantaba más. «Muévete de una vez, ahora mismo».
Pero el Dragón se le adelantó.
—JAMÁS HE VISTO.…
—¿Cómo? —Los ojos de la señorita Harper se abrieron desmesuradamente.
—¡… una rata tan grande! —dijo Dolarhyde señalando—. ¡Trepa por ese marco!
La señorita Harper se dio vuelta.
—¿Dónde?
Sacó la cachiporra de la camisa. Le golpeó la parte posterior de la cabeza con la muñeca más que con el brazo. Se desplomó mientras Dolarhyde la sujetaba por la blusa y apretaba el paño embebido en cloroformo contra su cara. La joven dejó escapar un gemido agudo pero no muy fuerte y se desvaneció.
La depositó en el piso entre la mesa y las estanterías con los cuadros, tiró la carpeta con la acuarela al piso y se puso en cuclillas sobre ella, ruido de papel rasgado, enrollado, agitada respiración y un teléfono que sonaba.
Salió la mujer de la apartada oficina.
—¿Paula? —llamó mirando alrededor del cuarto—. Es tu madre, tiene que hablar inmediatamente contigo.
Se acercó a la mesa.
—Yo cuidaré de la visita si tú…
Y entonces los vio. Paula Harper tirada sobre el piso, el pelo sobre la cara, y en cuclillas sobre ella, esgrimiendo una pistola, Dolarhyde metiéndose en la boca el último bocado de la acuarela. Se levantó, masticó y corrió. Hacia ella.
La mujer corrió hacia su oficina, cerró de un golpe la débil puerta, agarró el teléfono y se le cayó al piso, manoteó de rodillas tratando de marcar pero la puerta se abrió. El disco del teléfono se iluminó con brillantes colores al recibir el impacto detrás de su oreja. El tubo cayó al piso.
Dolarhyde observaba en el ascensor para uso del personal, las luces del indicador que se encendían a medida que bajaba, sujetando la pistola contra su estómago y tapándola con los libros.
Primer piso.
Salió al pasillo desierto. Caminaba rápido, y sus gruesas zapatillas susurraban contra el revestimiento del piso. Un giro equivocado y se encontró entre las máscaras de ballena, la gran máscara de Sisuit, perdiendo segundos, corriendo entonces hasta enfrentarse a los altísimos tótems de Haida, habiendo perdido el rumbo. Corrió hacia los tótems, miró hacia la izquierda y al ver las armas primitivas adivinó enseguida dónde estaba.
Desde un ángulo del pasillo echó un vistazo al hall de entrada.
El empleado de la recepción se encontraba frente al tablero de comunicaciones, a diez metros del escritorio.
El guardia armado estaba más cerca de la puerta. Su cartuchera crujió cuando se agachó para refregar una mancha en la punta de su zapato.
«Si te atacan, liquídalo a él primero». Dolarhyde metió su arma dentro del cinturón y se abrochó la chaqueta. Atravesó el hall con paso más lento.
El guardia del mostrador de recepción se dio vuelta al oír sus pasos.
—Gracias —dijo Dolarhyde sujetando su pase por los bordes y dejándolo caer sobre el escritorio. El guardia asintió.
—¿Le molestaría meterlo en esta ranura? El teléfono del mostrador de recepción empezó a sonar. Le costó trabajo recoger el pase sobre la tapa de vidrio. El teléfono seguía sonando. Debía apurarse.
Dolarhyde consiguió agarrar el pase y lo dejó caer en la ranura. Recogió la caja de su guitarra de entre la pila de mochilas.
El guardia se acercaba al teléfono.
Traspuso la puerta y caminaba rápidamente por los jardines, dispuesto para darse vuelta y disparar si oía que lo perseguían.
Ya en el jardín, giró hacia la izquierda y se detuvo en un hueco entre un pequeño cobertizo y un cerco. Abrió la caja de la guitarra y sacó una raqueta de tenis, una pelota de tenis, una toalla, una bolsa de mercado vacía y una gran planta de apio.
Los botones saltaron al quitarse de un tirón la chaqueta, y la camisa y los pantalones. Debajo tenía una camiseta con una inscripción del Colegio de Brooklyn y pantalones de gimnasia. Metió los libros y la ropa dentro de la bolsa del mercado y puso encima las armas. El apio sobresalía por encima de todo. Limpió la manija y los cierres del estuche de la guitarra y lo empujó debajo del cerco.
Atravesó los jardines en dirección a Prospect Park, con la toalla enroscada al cuello, hasta llegar al Empire Boulevard. Un grupo de aficionados al jogging trotaba adelante de él. Cuando los siguió rumbo al parque oyó las sirenas de los patrulleros que se acercaban. Ninguno de los deportistas les prestó atención. Y Dolarhyde tampoco.
Alternaba trote con caminata, sujetando la bolsa del mercado y la raqueta y haciendo rebotar la pelota de tenis, como si fuera un hombre cualquiera de regreso de una jornada gimnástica que se había detenido a hacer unas compras en la verdulería.
Aminoró su marcha; no debía correr con el estómago lleno. Pero ya podía elegir tranquilamente el paso que le convenía.
Podía elegir cualquier cosa.