La sala de proyecciones de la Química Baeder era pequeña; cabían cinco filas de sillas plegables con un pasillo intermedio.
Dolarhyde llegó tarde. Se quedó parado atrás, con los brazos cruzados, mientras proyectaban tarjetas grises, tarjetas de color y cubos iluminados de diferentes formas, filmados con una variedad de emulsiones infrarrojas.
Su presencia perturbó a Dandridge, el joven que estaba a cargo. Dolarhyde poseía cierto aire de autoridad. Era el reconocido experto del cuarto oscuro de la compañía vecina y tenía fama de perfeccionista.
Dandridge no lo había consultado desde hacía varios meses, de resultas de una mezquina rivalidad suscitada cuando Gateway compró la Química Baeder.
—Reba, descríbenos los detalles del revelado de la copia ocho —dijo Dandridge.
Reba McClane estaba sentada al final de una fila con un anotador en sus faldas. Sus dedos se movían sobre la pizarrita mientras relataba con voz clara los pasos del revelado: reactivos, temperatura y tiempo, y técnicas de almacenaje anterior y posterior a la filmación.
Las películas sensibles infrarrojas deben ser manipuladas en una oscuridad total. Ella había realizado todo el trabajo del cuarto oscuro, manteniendo en orden las diversas muestras por medio del tacto y llevando un registro en la penumbra. Era fácil comprender lo valiosa que era para Baeder.
La proyección se prolongó durante un buen rato.
Reba McClane permaneció en su asiento mientras los demás salían. Dolarhyde se le acercó cuidadosamente. Le habló desde cierta distancia, cuando quedaban todavía algunos en el cuarto. No quería que ella se sintiera observada.
—Pensé que no había podido venir —dijo Reba.
—Tuve problemas con una máquina y por eso me demoré.
Las luces estaban encendidas. Parado junto a ella, pudo apreciar el brillo de su cuero cabelludo en la raya que dividía su peinado.
—¿Puedo ver la muestra de 1000C?
—Sí.
—Dijeron que quedó muy bien. Es mucho más fácil de manejar que la serie 1200. ¿Le parece que servirá?
—Estoy seguro.
Reba tenía su cartera y un impermeable liviano. Dolarhyde retrocedió cuando ella salió al pasillo y buscó su bastón. No parecía esperar que la ayudaran. Y él tampoco se ofreció a hacerlo.
Dandridge asomó la cabeza nuevamente en el cuarto.
—Reba querida, Marcia tuvo que salir volando. ¿Podrás arreglártelas?
—Gracias, Danny, no será ningún problema —contestó mientras ligeras manchas de rubor teñían sus mejillas.
—Te dejaría en tu casa, querida, pero ya estoy retrasado. Oiga, señor Dolarhyde, si no fuera demasiada molestia tal vez usted podría.
—Danny, todo lo que tengo que hacer es tomar un ómnibus —respondió conteniendo su ira. Sin reflejar matices de expresión, su cara permaneció impasible. Pero no le era posible controlar el rubor.
Dolarhyde comprendía perfectamente bien su furia mientras la observaba con sus fríos ojos amarillos; sabía que la endeble compasión de Dandridge era para ella como una escupida en su mejilla.
—Yo la llevaré —dijo un poco tarde.
—No, gracias de todos modos.
Reba había pensado que se ofrecería a hacerlo y estaba dispuesta a aceptar. Pero no quería que nadie se viera obligado. Al cuerno con Dandridge, al cuerno con su torpeza, tomaría el maldito ómnibus. Tenía el cambio para el boleto, conocía el camino y podía ir adonde le diera la gana.
Se quedó en el aseo de damas el tiempo suficiente como para que los demás salieran del edificio. El portero la acompañó hasta la puerta.
Siguió el cordón de una vereda angosta que dividía la playa de estacionamiento en dirección a la parada de ómnibus, con el impermeable sobre sus hombros, golpeando el borde del cordón con su bastón y tanteando con él la profundidad de los charcos de agua de lluvia.
Dolarhyde la observaba desde su furgoneta. Sus sentimientos le producían cierto malestar; a la luz del día eran peligrosos.
Durante un instante, el parabrisas, los charcos de agua, los cables de acero iluminados por el sol poniente provocaron un reflejo semejante al de una tijera.
El bastón blanco lo tranquilizó. Barrió de su mente la imagen de la tijera y su siniestro reflejo y el pensamiento de la inocencia de Reba lo serenó. Puso en marcha el motor.
Reba McClane oyó a espaldas de ella el ruido de la furgoneta. En ese momento se adelantaba hasta quedar junto a ella.
—Gracias por la invitación.
Ella asintió, sonrió y siguió golpeando con el bastón.
—Acompáñeme.
—Gracias, estoy acostumbrada a tomar el ómnibus.
—Dandridge es un tonto. Acompáñeme… —¿qué diría otra persona?—, me dará un gran gusto.
Reba se detuvo. Lo oyó bajarse del automóvil.
Por lo general casi todas las personas, sin saber muy bien qué hacer, la agarraban por la parte superior de su brazo. A los ciegos no les gusta quedar desequilibrados por una firme presión en su tríceps. Les resulta tan desagradable como pararse en el vacilante platillo de una balanza. Como cualquier otra persona, no les gusta que los empujen.
Dolarhyde no la tocó. Al cabo de un instante ella dijo:
—Será mejor si lo tomo del brazo.
Tenía una larga experiencia con antebrazos, pero cuando sus dedos lo tocaron no pudo evitar sorprenderse. Era tan duro como una baranda de roble.
No podía suponer el terrible esfuerzo que le había significado a él permitir que lo tocara.
El vehículo parecía alto y grande. Rodeada por resonancias y ecos diferentes a los de un automóvil, se sujetó a los rebordes del asiento mientras Dolarhyde le colocaba el cinturón de seguridad. La tira que partía en diagonal desde el hombro le oprimía uno de los pechos. La corrió hasta que quedó en el medio de ellos.
Hablaron poco durante el trayecto. Él podía observarla con toda tranquilidad cuando se detenían ante la luz roja de un semáforo.
Reba vivía en el lado izquierdo de un dúplex ubicado en una tranquila calle cerca de la Universidad de Washington.
—Entre y lo convidaré a una copa.
En toda su vida Dolarhyde no había entrado ni siquiera a una docena de casas particulares. Durante los últimos diez años había estado en cuatro; la suya, la de Eileen por un breve momento, la de los Leeds y la de los Jacobi. Las casas de otras personas eran para él algo exótico.
Reba sintió mecerse la camioneta cuando él se bajó. Su puerta se abrió. Desde su asiento hasta la vereda había que dar un largo paso. Tropezó ligeramente contra él. Era como chocar contra un árbol. Era mucho más pesado y macizo de lo que había imaginado a juzgar por su voz y sus pisadas. Fuerte y ágil. En Denver conoció en una oportunidad a un zaguero de un equipo de fútbol que vino a filmar una campaña de ayuda en compañía de unos niños ciegos…
Una vez que traspuso la puerta de su casa, Reba McClane dejó el bastón en un rincón y pareció totalmente liberada. Se movía sin problemas de un lado a otro, poniendo música y colgando su abrigo.
Dolarhyde tuvo que hacer un esfuerzo para convencerse de que era ciega. Lo excitaba el estar dentro de una casa.
—¿Qué le parece un gin tonic?
—Suficiente con el agua tónica.
—¿Prefiere un jugo de frutas?
—Agua tónica.
—No le gusta beber ¿verdad?
—No.
—Venga a la cocina —abrió la nevera—. ¿Qué le parece —realizó un pequeño inventario con sus manos— un pedazo de tarta? De nuez con crema, deliciosa.
—Perfecto.
Sacó una tarta sin empezar de la nevera y la puso sobre la mesa.
Poniendo las manos hacia abajo abrió los dedos y los deslizó sobre el borde de la torta hasta que su circunferencia le indicó que los dedos mayores estaban en el lugar de las nueve y las tres. Luego juntó los pulgares y los acercó a la superficie para ubicar el centro exacto, que enseguida marcó con un escarbadientes.
Dolarhyde trató de iniciar una conversación para que ella no se percatase de que la observaba detenidamente.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja en Baeder? —Ninguna «s» en esa pregunta.
—Tres meses. ¿No lo sabía?
—Me dicen el mínimo posible.
Ella sonrió.
—Probablemente hirió algunas susceptibilidades cuando planeó los cuartos oscuros. Pero los técnicos se lo agradecen. Los grifos funcionan y hay muchísimas piletas y desagües.
Apoyó el dedo mayor de su mano izquierda sobre el mondadientes, el pulgar sobre el borde de la tartera y le cortó una porción, guiando el cuchillo con el índice de la mano izquierda.
La miró manipular el reluciente cuchillo. Qué raro poder observar tanto como se le antojara el pecho de una mujer. Cuando se está en compañía de alguien ¿cuántas oportunidades se tiene de mirar lo que a uno le interesa?
Reba se preparó un gin tonic con bastante gin y pasaron a la sala de estar. Ella deslizó su mano sobre una lámpara de pie y al no sentir calor la encendió.
Dolarhyde se comió la torta en tres bocados y se quedó sentado muy tieso en el sofá, su cabello prolijamente peinado reluciente bajo la luz de la lámpara, sus manos vigorosas apoyadas sobre sus rodillas.
Reba apoyó la cabeza contra el respaldo de la silla y apoyó los pies sobre el diván.
—¿Cuándo harán la filmación en el zoológico?
—Tal vez la semana próxima.
Se alegraba de haber llamado al zoológico ofreciendo la filmación con película infrarroja pues Dandridge era capaz de verificarlo.
—Es un gran zoológico. Acompañé a mi hermano y a mi sobrina cuando vinieron aquí para ayudarme con la mudanza. Tienen una sección donde se puede tocar a los animales. Abracé fuerte a la llama. Era una sensación agradable, pero el olor, Dios mío. Hasta que no me cambié la camisa tuve la impresión de que me seguía una llama.
Eso era mantener una conversación. Tenía que decir algo o mandarse mudar.
—¿Cómo llegó a Baeder?
—Pusieron un aviso en el Instituto Reiker en Denver donde trabajaba yo. Un día que inspeccionaba la pizarra de noticias tropecé con él. Lo que en realidad ocurrió es que Baeder tenía que acomodar su sistema de empleos para cumplir con el contrato de Defensa. Consiguieron meter a seis mujeres, dos negras, dos mejicanas, una oriental, parapléjica y a mí en un total de ocho solicitudes. Estábamos todas incluidas en por lo menos dos categorías, comprende.
—Usted resultó una buena adquisición para Baeder.
—Y las otras también. Baeder no hace obras de caridad.
—¿Y antes de eso? —Estaba traspirando un poco. La conversación se hacía difícil. Pero en cambio era muy agradable poder mirarla. Tenía buenas piernas. Se había cortado un tobillo al afeitarse. Sintió en sus brazos el peso de sus piernas inertes.
—Durante diez años después de terminar el colegio, entrenaba a personas que acababan de quedarse ciegas, en el Instituto Reiker de Denver. Este es mi primer trabajo afuera.
—¿Afuera de qué?
—Afuera en el ancho mundo. En Reiker era todo muy insular. Lo que quiero decir es que preparábamos a personas para vivir en el mundo de los que ven y nosotros no pertenecíamos a él. Hablábamos demasiado unos con otros. Me dieron ganas de salir y probar durante un tiempo cómo me las arreglaba afuera. En realidad, lo que tenía pensado era dedicarme a terapia del habla, trabajar con niños que tuvieran problemas de habla y audición. Supongo que uno de estos días reconsideraré esa idea —vació el contenido de su vaso—. Qué tonta, había olvidado que tengo unos bocaditos de cangrejo que preparó la señora Paul. Son muy ricos. Debería habérselos ofrecido antes que el postre. ¿Quiere probarlos?
—Ajá.
—¿Usted cocina?
Una pequeña arruga apareció en su frente. Se dirigió a la cocina.
—¿Qué le parece un poco de café?
—Ajá.
Comentó los precios de la comida pero no obtuvo respuesta. Volvió al living, se sentó en el diván y apoyó los codos sobre sus rodillas.
—¿Qué le parece si discutimos algo brevemente, así nos lo sacamos de encima?
Silencio.
—Hace rato que no dice nada. En realidad, no ha dicho nada desde que mencioné la terapia del habla —su voz era suave pero firme, no reflejaba ningún dejo de compasión—. Lo entiendo perfectamente bien porque usted habla muy bien y porque yo escucho. La gente no pone atención. Me preguntan todo el tiempo ¿qué? ¿qué? Si no quiere hablar no importa. Pero espero que lo haga. Porque puede hacerlo y me interesa lo que tenga que decir.
—Ajá. Eso es bueno —dijo Dolarhyde suavemente. Evidentemente este pequeño discurso era sumamente importante para ella. ¿Estaría invitándolo a unirse a ella y a la china parapléjica en el club de las dos categorías? Se preguntó para sus adentros cuál sería la segunda categoría en la que él estaba incluido.
Su próxima frase le resultó increíble.
—¿Puedo tocarle la cara? Quiero saber si sonríe o si ha fruncido el ceño —irónicamente agregó—: Quiero saber si debo callarme la boca o seguir hablando.
Levantó la mano y esperó.
«¿Cómo se las arreglaría si le arrancara los dedos de un mordisco?», pensó Dolarhyde. Aun con su dentadura de todos los días podría hacerlo con la misma facilidad que si mordiera una galleta. Si se apoyaba fuertemente sobre los talones, recostándose con todo su peso contra el respaldo del sofá y la sujetaba con ambas manos de la muñeca, le sería imposible separarse de él a tiempo. Crunch, crunch, crunch, crunch, tal vez le dejaría el pulgar. Para medir las tortas.
Sujetó la muñeca de Reba con el pulgar y el índice y dio vuelta su bonita y estropeada mano a la luz. Tenía muchas cicatrices pequeñas y varios raspones y rasguños. Una pequeña cicatriz en el dorso, tal vez de una quemadura.
Demasiado cerca de su propia casa. Muy al principio de su Transformación. No estaría más allí para que él pudiera mirarla.
No debía de saber nada sobre él puesto que le había hecho ese pedido. No debía de haber andado chismorreando.
—Debe aceptar mi palabra de que estoy sonriendo —le dijo. Sin problemas con la «s». Y era cierto que esbozaba una especie de sonrisa que permitía apreciar su perfecta dentadura para uso diario.
Dejó caer la mano de Reba sobre sus faldas. La mano se apoyó sobre el muslo entrecerrada, los dedos se deslizaron sobre la tela como una mirada esquiva.
—Creo que el café está listo —dijo Reba.
—Me voy —tenía que irse, a su casa, para desahogarse.
Ella asintió.
—No quise ofenderlo.
—No.
No se movió del diván y esperó hasta oír el ruido de la cerradura para tener la certeza de que se había marchado.
Reba McClane se preparó otro gin tonic. Puso unos discos de Segovia y se acurrucó en el sofá. El cuerpo de Dolarhyde había dejado una marca profunda y tibia en el almohadón. Rastros de su persona impregnaban el aire: la cera de los zapatos, un cinturón nuevo de cuero, una buena loción para después de afeitarse.
Qué hombre tan impenetrable. Había oído solamente unos pocos comentarios sobre él en la oficina. Dandridge, conversando con uno de sus adulones y refiriéndose a él como «ese hijo de puta».
Para Reba era muy importante la intimidad. Nunca había gozado de intimidad de niña al aprender a desenvolverse después de haber perdido la vista.
Y ahora, en público, jamás podía tener la certeza de que no la estaban observando. Por eso le atraía en Dolarhyde su celo por lo privado. Ella no había sentido el menor indicio de simpatía por parte de él y eso era bueno.
Como lo era también el gin.
De repente la música de Segovia resultó pesada. Puso los cantos de las ballenas.
Tres duros meses en una ciudad nueva. El invierno por delante, tratando de encontrar el cordón de la vereda cubierto por la nieve. Reba McClane, de piernas esbeltas y valiente, execraba la autocompasión. No la toleraba. Tenía conciencia de una faceta de resentimiento por su invalidez y, al no poder librarse de ella, trataba de utilizarla, para impulsar sus ansias de independencia, reforzar su determinación de obtener lo más posible de cada día.
A su modo, era muy dura. Sabía que tener fe en cualquier clase de justicia natural era una quimera. Hiciera lo que hiciera acabaría igual que todo el mundo: de espaldas en la cama con un tubo en la nariz preguntándose «¿Será esto todo?».
Sabía que nunca podría ver la luz, pero podía tener otras cosas. Había otras cosas para disfrutar. Había gozado ayudando a sus alumnos, un goce intensificado por la certeza de que no se la recompensaría ni castigaría por ayudarlos.
Al hacer amigos, siempre se cuidaba de la gente que fomenta la dependencia y se nutre de ella. Se había relacionado con alguna gente así: los ciegos los atraen y ellos son sus enemigos.
Relaciones. Reba tenía conciencia de que era físicamente atractiva para los hombres. Dios bien sabía que muchos de ellos arriesgaban un toqueteo cuando la tomaban por el brazo.
Le gustaba mucho hacer el amor, pero años atrás había aprendido algo fundamental sobre los hombres; la mayoría de ellos tienen pánico de acarrear con un lastre. Y en su caso esa aprensión se veía aumentada.
No le gustaba que un hombre entrara y saliera de su cama como si estuviera robando pollos.
Ralph Mandy vendría a buscarla para llevarla a comer. Le encantaba lamentarse cobardemente de que estaba tan castigado por la vida que era incapaz de amar. El precavido Ralph se lo repetía demasiado a menudo y eso la irritaba. Ralph era divertido, pero ella no quería sentirse su dueña.
No quería ver a Ralph. No tenía ganas de conversar ni de oír las pausas en las conversaciones de los que estaban junto a ellos mientras la observaban comer.
Sería tan lindo ser deseada por alguien que tuviera el coraje de ponerse el sombrero y marcharse o quedarse si se le daba la gana y que le reconociera a ella el mismo derecho. Alguien que no se preocupara por ella.
Francis Dolarhyde, tímido, con el cuerpo de un atleta y nada de tonterías.
Nunca había visto ni tocado un labio partido y no tenía asociaciones visuales con el sonido. Se preguntaba si Dolarhyde pensaría que ella lo comprendía fácilmente porque «los ciegos oyen mucho mejor que nosotros». Esa era una creencia generalizada. Tal vez debería haberle explicado que no era cierto, que los ciegos sencillamente ponen más atención a lo que escuchan.
Había tantos conceptos erróneos respecto de los ciegos. Se preguntaba si Dolarhyde compartía la creencia popular de que los ciegos tienen «un espíritu más puro» que el resto de las personas, que en cierta forma están santificados por su mal. Sonrió para sus adentros. Eso tampoco era cierto.