La lluvia golpea toda la noche el doselete sobre la tumba abierta de Freddy Lounds en Chicago.
El trueno retumba en la dolorida cabeza de Will Graham mientras avanza zigzagueando desde una mesa hasta la cama bajo cuya almohada se oculta el sueño.
La vieja casa situada más arriba de St. Charles azotada por el viento, repite su largo ulular por encima del tableteo de la lluvia contra las ventanas y el rugir de los truenos.
La escalera cruje en la oscuridad. El señor Dolarhyde comienza a bajar, cada uno de sus pasos acompañado por un susurro de su kimono y en sus ojos la inconfundible marca de un reciente despertar.
Tiene el pelo mojado y prolijamente peinado. Se ha cepillado las uñas. Se mueve lenta y suavemente, transportando su concentración como una taza llena.
La película está junto al proyector. Dos temas. Otros rollos están apilados en el cesto de papeles para ser quemados. Quedan dos, elegidos entre las docenas de películas familiares que ha copiado en el laboratorio y llevado luego a su casa para mirarlas.
Instalado confortablemente en su asiento de respaldo reclinable, con una bandeja con queso y fruta, Dolarhyde se dispone a disfrutar de la sesión.
Las imágenes de la primera película reproducen un picnic familiar realizado el fin de semana correspondiente al 4 de julio. Una linda familia; tres chicos, el padre, de cuello ancho, metiendo los dedos en el frasco de pickles. La madre… La mejor toma de ella es durante el partido de softball con los hijos de los vecinos. Dura sólo quince segundos; está parada en la segunda base, frente al lanzador y junto a la marca, con los pies separados lista para salir en cualquier dirección, sus pechos balanceándose bajo el suéter al inclinar su cuerpo hacia adelante. Una molesta interrupción al revolear un niño su bate. Otra vez la mujer, retrocediendo para tocar la base. Apoya un pie sobre el almohadón que utilizan como base y se para moviendo la cadera, tensionando el músculo del muslo de la pierna trabada.
Una y otra vez Dolarhyde observa las tomas de la mujer. Pies en la base, la pelvis ladeada, los músculos de los muslos tensos bajo los pantalones cortos.
Fija la última toma. La mujer y sus niños. Están sucios y cansados. Se abrazan y un perro mueve la cola entre sus piernas.
El terrible estampido de un trueno hace sonar las copas de cristal en la vitrina de su abuela. Dolarhyde agarra una pera.
La segunda película está dividida en varias partes. El título, La Casa Nueva, está escrito con monedas en una caja de cartón junto a una alcancía rota. Comienza con una toma del padre arrancando el cartel clavado en el jardín con la leyenda «En Venta». Lo levanta y enfrenta la cámara con una tímida sonrisa. Los bolsillos de su pantalón están vueltos hacia afuera.
Una larga y temblorosa toma de la madre y los tres niños en la escalinata del frente. Es una linda casa. Un corte para mostrar la piscina. Un chico pequeño con el pelo pegoteado por el agua se acerca al trampolín dejando en las baldosas las huellas de sus pies mojados. Se ven unas cuantas cabezas en la superficie del agua. Un pequeño perro nada hacia la niña, con las orejas echadas hacia atrás, el mentón levantado y mostrando el blanco de sus ojos.
La madre en el agua, sujetándose a la escalerilla y mirando hacia la cámara. Su pelo negro ondulado tiene el lustre del cuero y su busto brillante y mojado asoma sobre su traje de baño, mientras las piernas, que aparecen onduladas bajo la superficie, se mueven como tijeras.
Es de noche. Una toma con mala exposición sacada del otro lado de la piscina hacia la casa iluminada, y las luces reflejándose en el agua.
El interior de la casa y la algarabía familiar. Cajas por todos lados y restos de material de embalaje. Un viejo baúl que todavía no ha sido guardado en el altillo.
Una niña pequeña se prueba los vestidos de su abuela. Se ha colocado un gran sombrero de fiesta. El padre está en el sofá. Parece un poco achispado. Ahora debe de sujetar él la cámara; no se mantiene muy firme. La madre está junto al espejo con el sombrero.
Los chicos se agrupan junto a ella, los varones ríen y tironean el viejo vestido. La niña observa cuidadosamente a su madre, como si estuviera estudiándose a ella misma en un futuro.
Un primer plano. La madre se da vuelta y asume una pose para la cámara, sonriendo y apoyando una mano en la nuca. Es muy bonita. Un camafeo adorna su cuello.
Dolarhyde fija la imagen. Hace retroceder la película. Una y otra vez, la mujer se da vuelta y sonríe.
Dolarhyde toma distraídamente la película del partido de softball y la tira al canasto de papeles.
Saca el rollo del proyector y mira la etiqueta de Gateway y pegada a la caja Bob Sherman, Star Route 7, Casilla de Correo 603, Tulsa, Oklahoma.
Fácil de llegar, además.
Dolarhyde sostiene la película en la palma de su mano y la cubre con la otra, como si fuera un pequeño ser viviente que pudiera tratar de escapar. Le parece que salta dentro de sus manos como si fuera un grillo.
Recuerda la agitación y el apuro en casa de los Leeds cuando se encendieron las luces. Tuvo que dar cuenta del señor Leeds antes de encender las luces para filmar.
Desea una progresión más lenta para esta vez. Sería maravilloso poder deslizarse entre la pareja dormida mientras la cámara funciona y estar apretados durante un rato. Luego podría atacar en la oscuridad y sentarse entre ellos gozando alegremente.
Podría hacerlo con una película infrarroja y él sabe dónde conseguirla.
El proyector sigue funcionando. Dolarhyde permanece sentado, sin soltar la película, mientras otras imágenes aparecen ante su vista en la pantalla iluminada, estremeciéndose con el prolongado ulular del viento.
No anida en él ningún sentimiento de venganza, sino Amor y pensamientos de la Gloria venidera; corazones que se debilitan y laten rápidamente como pisadas que huyen en medio del silencio.
El rampante. El rampante, lleno de Amor, los Sherman brindándose a él.
No piensa para nada en el pasado; sólo en la Gloria venidera. No piensa en la casa de su madre. En realidad los recuerdos conscientes de esa época son increíblemente pocos y vagos.
En un momento dado, cuando tenía veinte años, los recuerdos de la casa de su madre se borraron de la memoria de Dolarhyde, dejando solamente un rastro huidizo en su mente.
Sabía que había vivido allí sólo un mes. No recordaba que lo habían echado, cuando tenía nueve años, por ahorcar al gato de Victoria.
Una de las pocas imágenes que retenía era la de la casa iluminada, vista desde la calle en un atardecer de invierno cuando pasaba frente a ella volviendo de la Escuela Elemental Potter Gerard hacia la casa donde se alojaba, a un kilómetro de distancia.
Recordaba el olor de la biblioteca de Vogt, parecido al de un piano que recién se abre, cuando su madre lo recibió allí para entregarle unos regalos para las vacaciones. No recordaba las caras pegadas a las ventanas del primer piso al alejarse por la vereda helada con los prácticos obsequios bajo el brazo, tan detestables como si fueran carbones ardientes; apurándose en volver a su casa, a un lugar en su cabeza muy diferente de St. Louis.
A los once años su vida de ficción era activa e intensa y cuando la presión de su amor era demasiado grande, la descargaba. Asesinaba a los animales domésticos cuidadosamente, contemplando fríamente las consecuencias. Eran tan mansos que resultaba muy fácil hacerlo. Las autoridades nunca lo relacionaron con las pequeñas manchas de sangre en los sucios pisos de los garajes.
A los cuarenta y dos años no lo recordaba. Ni pensaba jamás en las personas que vivían en la casa materna: su madre, sus medio hermanas, su medio hermano.
A veces los veía cuando dormía, en los brillantes fragmentos de un afiebrado sueño; deformados y altos, caras y cuerpos con colores brillantes como los de un papagayo, adoptando la postura de una mantis.
Cuando decidía recordar, cosa que difícilmente ocurría, tenía numerosas reminiscencias agradables. Relacionadas con el servicio militar.
Sorprendido a los diecisiete años cuando intentaba entrar por la ventana a la casa de una mujer con un propósito nunca aclarado, se le brindó la opción entre alistarse en el ejército o afrontar cargos criminales. Eligió el ejército.
Luego de recibir el entrenamiento básico, fue enviado a una escuela especializada en operaciones de revelado y de ahí trasladado a San Antonio donde trabajó con películas de entrenamiento médico en el Hospital Militar de Brooke.
Los cirujanos del hospital se interesaron por él y decidieron mejorar el aspecto de su cara.
Realizaron una z-plastia en su nariz, utilizando cartílagos de la oreja para alargar el tabique y le rectificaron el labio por medio de un interesante método de Abbé, que atrajo a un gran número de médicos al anfiteatro del quirófano.
Los cirujanos estaban orgullosos por el resultado obtenido. Dolarhyde rechazó el espejo y miró por la ventana hacia el exterior.
El fichero de la filmoteca indicaba que Dolarhyde sacaba muchas películas, casi todas relacionadas con traumas, y que las devolvía al día siguiente.
Se alistó nuevamente en 1958 y en su segundo enganche descubrió Hong Kong. Establecido en Seúl, Corea, revelando películas tomadas por los pequeños aviones de reconocimiento que el ejército enviaba a fines de 1950 más allá del paralelo 38, tuvo oportunidad de ir dos veces a Hong Kong durante sus licencias. Hong Kong y Kowloon podían satisfacer cualquier necesidad en 1959.
La señora Dolarhyde salió del sanatorio en 1961 gozando de una indefinida paz atribuible a la dosis de Thoranzina. Dolarhyde solicitó y obtuvo una licencia dos meses antes de la fecha en que debían darle la baja definitiva y regresó a su casa para cuidar de ella. Fue un período curiosamente pacífico para él también. Gracias a su nuevo trabajo en Gateway, Dolarhyde podía pagar a una mujer para que se quedara con su abuela durante el día. Por las noches se sentaban juntos en el living sin hablar. El tictac del reloj y sus campanadas eran los únicos sonidos que quebraban el silencio.
Vio a su madre en una oportunidad, durante el entierro de su abuela. La miró, atravesándola con la mirada, fijándola más allá de ella, con sus ojos amarillos tan parecidos a los de su mamá. Lo mismo podría haber sido una desconocida.
Su aspecto sorprendió a su madre. Tenía pecho ancho y figura delgada, su misma tez y un bigote prolijo que sospechó era el resultado de un trasplante de pelo de la cabeza.
Lo llamó por teléfono la semana siguiente y oyó cómo él colgaba lentamente el auricular.
Durante los nueve años subsiguientes a la muerte de su abuela, Dolarhyde permaneció tranquilo sin molestar a nadie. Su frente estaba tersa como una semilla. Sabía que estaba esperando. Pero no sabía qué esperaba.
Un pequeño acontecimiento, como puede ocurrirle a cualquiera, le indicó a la semilla plantada en su mente que ya era Tiempo: parado junto a una ventana que daba al norte, examinando una película, se dio cuenta de que sus manos estaban empezando a envejecer. Era como si las viera por primera vez; al tomar la película y gracias a la intensa luz del norte advirtió que la piel que cubría sus huesos y tendones se había aflojado y que sus manos estaban marcadas por estrías que formaban unos rombos tan pequeños como las escamas de una lagartija.
Un intenso olor a repollo y tomates guisados lo inundó al darles vuelta bajo la luz. Se estremeció a pesar de que hacía calor en el cuarto. Esa tarde trabajó más que nunca.
Un espejo de cuerpo entero colgaba de la pared del gimnasio de Dolarhyde instalado en el altillo, junto a las barras y al banco con las pesas. Era el único espejo de cuerpo entero en toda la casa y en él podía admirar sin problemas su cuerpo ya que siempre trabajaba con una máscara.
Se examinó detenidamente mientras ejercitaba su musculatura. A pesar de sus cuarenta años podía haber participado exitosamente en una competición de desarrollo muscular. Pero no estaba satisfecho.
En el curso de esa semana tropezó con la pintura de Blake. Lo impactó instantáneamente.
La vio en una fotografía grande y a todo color en la revista Time, ilustrando un artículo sobre una exposición retrospectiva de Blake en la Galería Tate de Londres. El Museo de Brooklyn había contribuido con El Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol a la exposición londinense.
El crítico de Time decía «pocas imágenes demoníacas del arte occidental irradian una carga tan angustiosa de energía sexual». Dolarhyde no necesitaba leer el texto para darse cuenta.
No se separó de la imagen en varios días y, entrada la noche, la fotografiaba y agrandaba en el cuarto oscuro. La mayor parte del tiempo estaba muy agitado. Colocó una de estas fotografías junto al espejo en el cuarto de gimnasia y la miraba fijamente mientras ejercitaba sus músculos. Lograba dormir solamente después de haber trabajado hasta quedar exhausto y de mirar las películas médicas que le brindaban alivio sexual.
A los nueve años había comprendido que estaba esencialmente solo y que siempre lo estaría, una conclusión más lógica de alcanzar a los cuarenta.
Ahora, a los cuarenta años, había sido subyugado por una vida de fantasía con un brillo, frescura y vivacidad propios de la niñez, lo que le condujo un paso más adelante de la Soledad.
En una época en que otros hombres por primera vez ven y temen su aislamiento, a Dolarhyde le resultó perfectamente comprensible el suyo: estaba solo porque era Único. Con el fervor de la conversión advirtió que si se empeñaba en ello, si cumplía con las verdaderas necesidades que había sofocado durante tanto tiempo, cultivándolas como las fuentes de inspiración que eran en realidad, podría Transformarse.
En el cuadro no se podía apreciar la cara del Dragón, pero a medida que pasaba el tiempo, Dolarhy llegó a saber cómo era.
Mientras contemplaba las películas de medicina en la sala de estar, sus músculos abultados después de levantar pesas, abría mucho la boca para colocarse los dientes de su abuela. No encajaban bien en sus encías deformadas, y al poco rato se le acalambraban las mandíbulas.
Se ejercitaba a veces, mordiendo un duro pedazo de goma hasta que los músculos de sus mejillas sobresalían como un par de avellanas.
En el otoño de 1979, Francis Dolarhyde retiró parte de sus abundantes ahorros y se tomó una licencia de tres meses de Gateway. Fue a Hong Kong y llevó los dientes de su abuela.
Cuando volvió, la pelirroja Eileen y sus otros compañeros de trabajo estuvieron de acuerdo en afirmar que las vacaciones le habían sentado muy bien. Estaba tranquilo. Casi ni se dieron cuenta de que nunca utilizaba el vestuario de los empleados ni se duchaba. En realidad casi nunca lo había utilizado antes.
Los dientes de su abuela estaban nuevamente colocados dentro del vaso junto a la cama de ella. Los nuevos de él estaban guardados bajo llave en su escritorio del primer piso.
Si Eileen lo hubiera visto parado frente al espejo, con los dientes colocados y el nuevo tatuaje brillando por la fuerte luz del gimnasio, habría gritado. Una sola vez.
Dolarhyde sentía que disponía de tiempo: no necesitaba apurarse. Tenía la eternidad por delante. Transcurrieron cinco meses hasta que eligió a los Jacobi.
Los Jacobi fueron los primeros que lo ayudaron, los primeros en elevarlo hacia la Gloria de su Transformación. Los Jacobi eran mejor que cualquier otra cosa que había conocido.
Hasta los Leeds.
Y, al aumentar su fuerza y su Gloria, lo esperaban los Sherman y la intimidad de los infrarrojos. Muy prometedor.