CAPÍTULO27

El cambio de la señora Dolarhyde se hizo evidente por primera vez durante el invierno de 1947, cuando Francis tenía ocho años.

Suspendió las comidas que compartía con Francis en su dormitorio. Ambos se trasladaron a la mesa general del comedor, la que presidía frente a sus ancianos huéspedes.

La señora Dolarhyde, que había sido entrenada de niña para convertirse en una deliciosa ama de casa, sacó de un ropero y lustró la campanita de plata y la colocó junto a su plato.

Organizar una comida, escalonando los platos que se sirven, dirigiendo la conversación, desviando las trivialidades hacia temas interesantes, poniendo de relieve las mejores facetas de los más capaces y atrayendo la atención de los otros comensales, es un arte difícil que lamentablemente hoy está en franca decadencia.

La señora Dolarhyde había sido muy buena para ello en su momento. Sus esfuerzos en esa mesa animaron al principio las comidas de los dos o tres huéspedes capaces de mantener una conversación corrida.

Francis ocupaba el lugar del dueño de casa, en el otro extremo de esa avenida de cabezas que se sacudían, mientras su abuela sacaba a la luz recuerdos de aquéllos que podían recordar. Demostró marcado interés por el viaje de luna de miel a Kansas City de la señora Flodder, repasó varias veces la epidemia de fiebre amarilla con el señor Eaton y escuchó atentamente los vagos e ininteligibles sonidos de los demás.

—¿No te parece interesante, Francis? —preguntaba mientras hacía sonar la campanita para que sirvieran otro plato. La comida consistía en una variedad de legumbres y papillas de carne, pero la dividía en varios platos, dificultando sobremanera el trabajo en la cocina.

Jamás se mencionaban los accidentes que ocurrían en la mesa. Un toque de campana y un gesto en la mitad de una frase, eran suficientes para solucionar el problema de los que habían derramado comida, o se habían dormido u olvidado qué estaban haciendo en la mesa. La señora Dolarhyde mantuvo siempre un personal tan numeroso como sus finanzas le permitían pagar.

A medida que su salud declinó, perdió peso y pudo usar vestidos que habían estado guardados muchos años. Algunos eran realmente elegantes. Sus rasgos y su peinado le brindaban cierto parecido con la imagen de George Washington reproducida en los billetes de un dólar.

Sus modales se deterioraron un poco al llegar la primavera. Presidía la mesa sin permitir que nadie la interrumpiera cuando contaba episodios de su juventud en St. Charles, inclusive algunos detalles personales para inspirar e instruir a Francis y los demás.

Es verdad que la señora Dolarhyde había sido una niña con mucho éxito durante la temporada de 1907 en St. Charles y fue invitada a los mejores bailes del otro lado del río, en St. Louis.

Había una lección especial en esto para todos, manifestó, mirando fijamente a Francis, que cruzó las piernas debajo de la mesa.

—Yo salí en sociedad en una época en que la medicina no tenía muchos recursos para combatir las pequeñas fallas de la naturaleza —manifestó—. Tenía una piel y un pelo preciosos y saqué el mayor partido posible de ellos. Superé mis dientes con mi fuerte personalidad y vivo ingenio, a tal punto, que se convirtieron en mi «rasgo atractivo». Creo que inclusive podrían llamarlos mi «rasgo encantador». No los habría cambiado por nada del mundo.

Desconfiaba de los médicos, explicó finalmente, pero cuando resultó evidente que su problema con las encías entrañaría la pérdida de sus dientes, buscó uno de los más famosos dentistas del Medio Oeste, el doctor Félix Bertl, un suizo. «Los dientes suizos del doctor Bertl eran muy conocidos entre cierta clase de gente», dijo la señora Dolarhyde, «y además tenía una gran experiencia».

Cantantes de ópera temerosos de que nuevas formas en sus bocas modificaran su voz, actores y otras personas de actuación pública, venían inclusive desde San Francisco para consultarlo.

El doctor Bertl podía reproducir exactamente los dientes naturales de un paciente y había experimentado con varios materiales y sus efectos en la resonancia.

Cuando el doctor Bertl terminó la prótesis, sus dientes parecían exactamente los mismos de antes. Los dominó gracias a su fuerte personalidad y no perdió un ápice de su peculiar encanto, manifestó con una erizada sonrisa.

Si toda esa perorata encerraba una lección especial, para Francis pasó desapercibida y sólo la apreció años después; no se le haría ninguna clase de cirugía hasta que él estuviera en condiciones de pagarla de su propio bolsillo.

Francis lograba resistir esas comidas porque había algo que le interesaba después.

El marido de Queen Mother Bailey venía a buscarla todas las tardes en un carro que utilizaba para transportar leña, tirado por dos mulas. Si su abuela estaba ocupada con sus huéspedes, Francis se subía al carro con ellos y los acompañaba por el camino de entrada hasta llegar a la ruta.

Esperaba ansioso durante el día entero el momento del paseo vespertino, para poder sentarse junto a Queen Mother, cuyo alto, delgado y silencioso esposo era casi invisible en la oscuridad y escuchar el ruido que hacían las llantas de goma de la carreta sobre la grava del camino, mezclado al tintinear de las cabezadas. Dos mulas marrones, a veces cubiertas de barro, con las crines cortadas como un cepillo, sacudiendo las colas sobre sus ancas. El olor a sudor y a tela de algodón hervida, a tabaco y arneses sobados. Cuando el señor Bailey había estado trabajando limpiando un campo, había a veces olor a fogata y otras, cuando llevaba su escopeta a terrenos nuevos, veía un par de conejos o ardillas tirados en la parte de atrás del carro, con las patas estiradas como si estuvieran corriendo.

No conversaban durante el recorrido. El señor Bailey se dirigía solamente a las mulas. El movimiento del carromato sacudía alegremente al muchacho contra los Bailey. Al llegar al final del camino se bajaba, les prometía regresar directamente a la casa y se quedaba mirando alejarse el farol de la carreta. Podía oírlos hablar mientras avanzaban por la ruta. A veces Queen Mother hacía reír a su marido y ella compartía también su risa. Era tan agradable escucharlos, parado en medio de la oscuridad, sabiendo que no se reían de él.

Pero más adelante cambiaría de opinión al respecto…

La ocasional compañera de juegos de Francis Dolarhyde era la hija de un colono que vivía en una chacra vecina. La señora Dolarhyde le permitía venir a jugar porque le divertía vestir de vez en cuando a la niña con los vestidos que Marian había usado en su infancia.

Era una pelirroja desaliñada que casi siempre estaba demasiado cansada para jugar.

Una calurosa tarde de junio, aburrida de buscar escarabajos con una pajita en el gallinero, le pidió a Francis que le mostrara sus partes íntimas.

Accedió a su pedido en un rincón entre la casa del gallinero y un cerco que los ocultaba de las ventanas de la planta baja de la casa. Ella se lo retribuyó mostrándole las propias, bajándose su raída ropa interior hasta los tobillos. Cuando Francis se agachó para mirar, un pollo sin cabeza se precipitó al rincón, sacudiendo la tierra con sus alas mientras caía sobre su dorso. La niña, enredada en su ropa, dio un respingo hacia atrás al sentir la salpicadura de la sangre contra sus piernas y pies.

Francis se incorporó de un salto, sin tener tiempo de subirse los pantalones, justo cuando Queen Mother aparecía en busca del animal, sorprendiéndolos.

—Oye, muchacho —dijo tranquilamente—, tú querías ver cómo era el asunto, pues ahora que lo has visto busca algo distinto que hacer. Ocúpense con cosas de chicos y no se quiten la ropa. Ayúdame tú y tu amiguita a agarrar ese pollo.

La turbación de los niños pasó tan rápidamente como el pollo que se escapaba. Pero la señora Dolarhyde los observaba desde la ventana del primer piso.

La señora Dolarhyde esperó hasta que Queen Mother entró a la casa. Los chicos se dirigieron entonces a la casa del gallinero. La señora Dolarhyde esperó cinco minutos y se acercó a ellos silenciosamente. Abrió la puerta de golpe y los encontró juntando plumas para hacerse un tocado.

Envió a la chica de regreso a su casa y condujo a Francis adentro de la suya.

Le dijo que lo mandaría nuevamente al orfanato del Hermano Buddy después de haberlo castigado.

—Sube a tu cuarto. Quítate los pantalones y espérame allí hasta que encuentre mis tijeras.

Esperó horas en el cuarto, acostado en la cama sin los pantalones, agarrando fuertemente la colcha y esperando las tijeras. Esperó hasta oír el ruido de la comida que se servía en la planta baja y escuchar el crujido del carro de leña y el resoplido de las mulas cuando el marido de Queen Mother vino a buscarla.

Se durmió recién al amanecer y varias veces se despertó sobresaltado esperando verla aparecer. Pero su abuela nunca llegó. Tal vez lo había olvidado.

Esperó durante la rutina diaria de los días subsiguientes, recordando varias veces en el transcurso de las horas con un terror que le hacía helar la sangre. Jamás dejaría de esperar.

Esquivó a Queen Mother Bailey, no quiso hablar más con ella y se negó a decirle por qué: creía, equivocadamente, que ella le había contado a su abuela lo que había visto en el gallinero. Se convenció entonces de que él era el motivo de las risas que había oído mientras contemplaba alejarse la luz del farol a lo largo del camino. Evidentemente, no podía confiar en nadie.

Era difícil permanecer acostado quieto y dormir cuando allí estaba para alimentar sus pensamientos. Era difícil permanecer acostado quieto en esa luminosa noche.

Francis sabía que su abuela tenía razón. La había herido mucho. La había hecho sentir vergüenza. Todo el mundo debía haberse enterado de lo que había hecho, hasta en St. Charles debían saberlo. No estaba enojado con su abuela. Sabía que la quería mucho. Quería actuar correctamente.

Imaginó que entraban ladrones a la casa y que él protegía a su abuela y que ella se retractaba de lo dicho anteriormente.

—Después de todo no eres un hijo del Demonio, Francis. Eres mi niño bueno.

Imaginó que entraba un ladrón. Se metía en la casa decidido a mostrarle a su abuela sus partes íntimas.

¿Cómo podría protegerla Francis? Era muy pequeño para pelear contra un ladrón.

Reflexionó sobre el asunto. En la despensa estaba el hacha de Queen Mother. La limpiaba con un periódico después de matar un pollo. Se ocuparía del hacha. Era su responsabilidad. Lucharía contra su miedo a la oscuridad. Si realmente quería a su abuela, él debería ser al que temieran en la oscuridad. A lo que el ladrón debía realmente temer.

Bajó silenciosamente a la planta baja y encontró el hacha colgando del clavo. Tenía un olor extraño, parecido al de la pileta donde ahogaban a los pollos. Estaba afilada y su peso inspiraba confianza.

Agarró el hacha y se dirigió al cuarto de su abuela para asegurarse de que no había ningún ladrón.

La señora Dolarhyde dormía. Estaba muy oscuro, pero él sabía exactamente en qué parte estaba. Si hubiera un ladrón lo oiría respirar igual que oía la respiración de su abuela. Sabría dónde estaba su cuello tan bien como sabía dónde estaba el de su abuela. Justo debajo de donde se oía la respiración.

Si hubiera un ladrón él se acercaría silenciosamente como lo estaba haciendo ahora. Levantaría el hacha con ambas manos sobre su cabeza de esa forma.

Francis tropezó con la pantufla de su abuela que estaba al lado de la cama. El hacha se balanceó en la oscuridad y golpeó contra la pantalla metálica de la lámpara de su mesa de luz.

La señora Dolarhyde se dio vuelta hacia un costado y su boca emitió un ruido húmedo. Francis permaneció inmóvil. Le temblaban los brazos por el esfuerzo que hacía al sujetar el hacha. Su abuela empezó a roncar.

El amor que embargaba a Francis estuvo a punto de estallar. Salió silenciosamente de la habitación. Sentía unas ansias frenéticas por estar listo para protegerla. Debía hacer algo. No tenía ya miedo de la oscuridad de la casa pero la sensación lo asfixiaba.

Salió por la puerta de atrás y se paró con el rostro vuelto hacia el cielo contemplando esa noche radiante; jadeando como si pudiera respirar la luz. El pequeño disco de la luna apareció distorsionado en el blanco de sus ojos que miraban hacia arriba, redondeado al bajarlos, y centrado finalmente en sus pupilas.

El Amor que lo había invadido crecía sofocándolo y no podía liberarlo. Caminó en dirección al gallinero, con paso rápido, sintiendo el suelo frío bajo sus pies, el hacha golpeando helada contra su pierna, corriendo antes de estallar…

Francis, junto a la bomba de agua del gallinero, no había sentido nunca una sensación tan dulce de paz. Tanteó cuidadosamente sus dimensiones y descubrió que la paz era infinita y que lo rodeaba por completo.

Lo que su abuela consideradamente no le había cortado estaba todavía allí como si fuera un premio, cuando se lavó la sangre de la barriga y las piernas. Su mente estaba lúcida y tranquila.

Tendría que hacer algo con el camisón. Sería mejor esconderlo bajo las bolsas en el cuarto utilizado para ahumar.

El descubrimiento del pollo muerto intrigó a su abuela. Dijo que no parecía obra de un zorro.

Al mes siguiente Queen Mother encontró otro cuando fue a juntar huevos. Esa vez le faltaba la cabeza.

La señora Dolarhyde manifestó durante la comida que estaba convencida de que había sido hecho por despecho por «alguna sirvientita que despedí». Dijo que se lo había notificado al comisario.

Francis permanecía sentado en silencio, abriendo y cerrando su mano, recordando el ojo que pestañeaba en su palma. Algunas veces mientras estaba acostado se tanteaba asegurándose de que no se lo habían cortado. A veces cuando se palpaba le parecía sentir un pestañeo.

La señora Dolarhyde estaba cambiando muy rápidamente. Se había vuelto muy discutidora y no podía mantener durante mucho tiempo al servicio doméstico. A pesar de la falta de personal, el lugar donde le gustaba sentar sus reales era la cocina, dando directivas a Queen Mother Bailey, en detrimento de la comida. Queen Mother, que había trabajado toda su vida para la familia Dolarhyde, era el único miembro del personal que no había cambiado.

Con la cara arrebatada por el calor de las hornallas, la señora Dolarhyde pasaba nerviosamente de una a otra tarea, dejando a menudo platos a medio cocinar y que nunca se servirían. Preparaba enormes fuentes con restos, mientras las legumbres frescas se pudrían en la despensa.

Al mismo tiempo se enfurecía por los gastos. Disminuyó la cantidad de jabón y lejía utilizados para el lavado, hasta que las sábanas adquirieron un color grisáceo.

Durante el mes de noviembre contrató a cinco mucamas de color para ayudarla en las tareas de la casa. Pero ninguna se quedó.

La señora Dolarhyde estaba furibunda la tarde en que la última mucama se fue. Circuló por toda la casa gritando y al entrar a la cocina vio que Queen Mother Bailey había dejado una cucharita de harina sobre la tabla después de haber amasado.

En medio del vapor y calor de la cocina y cuando faltaba solamente media hora para que se sirviera la comida, se acercó a Queen Mother y le dio una cachetada.

Queen Mother dejó caer el cucharón, indignada. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La señora Dolarhyde estiró nuevamente la mano. Una palma grande y rosada se la apartó.

—No se le ocurra volver a hacer eso. Usted ya no es la misma, señora Dolarhyde, pero no se le ocurra volver a hacer eso.

Profiriendo toda clase de insultos, la señora mayor golpeó con su mano libre una olla de sopa que se desparramó siseando por todas las hornallas. Se dirigió enseguida a su cuarto y se encerró en él dando un fuerte portazo. Francis la oyó maldecir y arrojar objetos contra las paredes. No salió en toda la tarde.

Queen Mother limpió el líquido derramado y les dio de comer a los ancianos. Juntó sus pocas pertenencias en una canasta y se puso su viejo suéter y el gorro tejido. Buscó a Francis pero no pudo encontrarlo.

Estaba ya instalada en el carro cuando vio al niño sentado en un ángulo del porche. La vio bajarse pesadamente y acercarse hacia donde estaba él.

—Me voy, pichón de comadreja. Y no volveré. Sironia, la del almacén, se encargará de llamar a tu madre por mí. Me necesitarás antes de que venga, acompáñame a mi casa.

Él retrocedió al sentir la mano sobre su mejilla.

El señor Bailey chasqueó la lengua para que se movieran las mulas. Francis observó alejarse el farol del carro. Lo había observado antes, con una sensación de tristeza y vacío al comprender que Queen Mother lo había traicionado. Pero ahora no le importaba. Estaba contento. La débil luz del farol de kerosene se alejaba por el sendero. No tenía nada que hacer con la luna.

Se preguntó qué se sentiría al matar una mula.

Marian Dolarhyde Vogt no fue cuando Queen Mother Bailey la llamó.

Se presentó dos semanas más tarde, después de haber recibido una llamada del comisario de St. Charles. Llegó a media tarde, conduciendo personalmente un Packard de antes de la guerra. Se había puesto guantes y un sombrero.

El agente que la recibió al final del sendero se agachó para hablar por la ventanilla del automóvil.

—Señora Vogt, su madre llamó a la oficina alrededor del mediodía, diciendo que la mucama le había robado. Cuando llegué aquí, no lo tome a mal, pero estaba diciendo disparates y me pareció que estaba todo un poco descuidado. El comisario pensó que sería mejor hablar primero con usted, comprende. Como el señor Vogt tiene un cargo público y demás.

Marian comprendía. El señor Vogt era comisionado de Obras Públicas en St. Louis y había caído un poco en desgracia con el partido.

—Nadie más ha visto el lugar que yo sepa —manifestó el agente.

Marian encontró a su madre dormida. Dos de los viejos estaban todavía sentados a la mesa esperando el almuerzo. Una mujer estaba en el patio de atrás vestida únicamente con una enagua.

Marian llamó por teléfono a su marido.

—¿Con qué frecuencia inspeccionan estas casas? No deben de haber visto nada. No sé si los parientes se han quejado, no creo que estas personas tengan parientes. No. No se te ocurra venir. Necesito unos negros. Consígueme unos negros, y al doctor Waters. Yo me haré cargo de esto.

A los cuarenta y cinco minutos llegó el médico acompañado por un asistente y seguido por una camioneta en la que venían la mucama de Marian y otros cinco sirvientes.

Marian, el médico y el ayudante estaban en el cuarto de la señora Dolarhyde cuando Francis volvió del colegio. Francis podía oír maldecir a su abuela. Cuando la sacaron en la silla de ruedas tenía la mirada vidriosa y un trozo de algodón sujeto al brazo con tela adhesiva. Como le habían quitado la dentadura su cara estaba hundida y desfigurada. Marian tenía también un brazo vendado; había sido mordida.

Se llevaron a su abuela en el automóvil del médico; estaba sentada en el asiento de atrás junto al ayudante. Francis los miró alejarse. Comenzó a agitar la mano para despedirse, pero luego la dejó caer a un costado.

El equipo de limpieza de Marian fregó y ventiló la casa, lavaron toneladas de ropa y bañaron a los ancianos. Marian trabajaba junto a ellos y supervisó la frugal comida.

Le habló a Francis únicamente para saber dónde estaban las cosas.

Luego despachó a las mucamas y llamó a las autoridades locales. Les explicó que la señora Dolarhyde había sufrido un ataque.

Había oscurecido ya cuando llegaron los asistentes sociales en un ómnibus colegial para buscar a los ancianos. Francis pensó que lo llevarían también a él. Pero estaba fuera de discusión.

En la casa quedaron solamente Marian y Francis. Ella se sentó a la mesa del comedor con la cabeza entre sus manos. El niño salió afuera y se trepó a un manzano silvestre.

Finalmente Marian lo llamó. Le había preparado una pequeña valija con su ropa.

—Tendrás que venir conmigo —le dijo caminando hacia el automóvil—. Entra. No pongas los pies sobre el asiento.

Se alejaron en el Packard dejando la silla de ruedas vacía esperando en el jardín.

No hubo escándalo. Las autoridades locales dijeron que era una pena lo que le había pasado a la señora Dolarhyde, indudablemente cuidaba muy bien de todo. Los Vogt no fueron mancillados.

La señora Dolarhyde fue internada en una clínica neurológica particular. Transcurrirían catorce años hasta que Francis volviera a su casa con ella.

—Francis, éstas son tus medio hermanas y tu medio hermano —le dijo su madre. Estaban en la biblioteca de los Vogt.

Ned Vogt tenía doce, Victoria trece y Margaret nueve años. Ned y Victoria intercambiaron una mirada. Margaret fijó su vista en el piso.

Le asignaron a Francis un cuarto arriba de la escalera de servicio. Los Vogt ya no tenían una mucama viviendo en la casa desde la desastrosa elección de 1944.

Lo inscribieron en la Escuela Elemental Potter Gerard, a pocas cuadras de la casa y lejos del colegio Episcopal privado al que concurrían los otros chicos.

Durante los primeros días los hijos de Vogt lo ignoraron lo más que pudieron, pero al final de la primera semana, Ned y Victoria subieron a su cuarto.

Francis los oyó susurrar durante unos minutos antes de hacer girar la manija de su puerta. No golpearon al descubrir que estaba cerrada con llave.

—Abre la puerta —dijo Ned.

Francis la abrió. No le dirigieron la palabra mientras revisaron su ropa y el armario. Ned Vogt abrió el cajón de la pequeña mesa de luz y sacó el contenido sujetándolo con dos dedos: pañuelos de cumpleaños con letras F.D. bordadas, el estuche de una guitarra, un frasquito de pastillas conteniendo un escarabajo de colores, un ejemplar de Baseball Joe en la Serie Mundial que una vez debía haberse mojado, y una tarjeta impresa deseándole pronta mejoría y firmada «Tu compañera, Sarah Hughes».

—¿Qué es esto? —preguntó Ned.

—Un estuche.

—¿Para qué sirve?

—Para una guitarra.

—¿Tienes una guitarra?

—No.

—¿Y entonces de qué te sirve?

—Era de mi padre.

—No te entiendo. ¿Qué dijiste? Dile que lo repita, Ned.

—Dijo que pertenecía a su padre —Ned se limpió la nariz con uno de los pañuelos y lo guardó nuevamente en el cajón.

—Hoy se llevaron los ponis —dijo Victoria sentándose sobre la cama angosta. Ned la imitó, recostándose contra la pared, poniendo los pies sobre la colcha.

—No tenemos más ponis —dijo Ned—. Se acabó el veraneo en la casa del lago. ¿Y sabes por qué? Contesta, tarado.

—Papá se siente muy mal y no gana ya tanto dinero —manifestó Victoria—. A veces ni siquiera va a la oficina.

—¿Sabes por qué está enfermo, tarado? —preguntó Ned—. Y habla como para que pueda entenderte.

—Mi abuela dijo que era un borracho. ¿Entendiste?

—Está enfermo por culpa de tu horrible cara —afirmó Ned.

—Y ésa fue además la razón por la que la gente no votó por él —dijo Victoria.

—Salgan de aquí —contestó Francis. Al darse vuelta para cerrar la puerta Ned lo pateó en la espalda. Francis trató de agarrarse los riñones con ambas manos y así salvó sus dedos al patearlo nuevamente Ned en el estómago.

—Oh, Ned —dijo Victoria—. Oh, Ned.

Ned agarró a Francis de las orejas y lo acercó al espejo que colgaba sobre la mesa.

—¡Por eso está enfermo! —Ned sacudió su cara contra el espejo—. ¡Por eso está enfermo! —Paf—. ¡Por eso está enfermo! —Paf.

El espejo estaba salpicado de sangre y mocos. Ned lo soltó y él se sentó en el piso. Victoria lo miraba con ojos muy abiertos, mordiéndose el labio inferior. Lo dejaron allí. Su cara estaba mojada con sangre y saliva. Se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor pero no lloró.