CAPÍTULO22

De acuerdo al plan preestablecido, Graham debía salir del departamento de Washington preparado como un cebo a las seis menos cuarto de la mañana, con la antelación suficiente para evitar el denso tráfico matinal.

Crawford lo llamó por teléfono mientras estaba afeitándose.

—Buenos días.

—No tan buenos —respondió Crawford—. El Hada de los Dientes atrapó a Lounds en Chicago.

—Caray, no.

—Todavía no ha muerto y pregunta por ti. No durará mucho.

—Allí voy.

—Nos encontraremos en el aeropuerto. Vuelo 245 de United. Sale dentro de cuarenta y cinco minutos. Podrás volver a tiempo para la emboscada, si es que todavía tiene sentido.

El agente especial Chester, de la oficina del FBI de Chicago, los esperaba en el aeropuerto O’Hare, en medio de un diluvio. Chicago es una ciudad acostumbrada a las sirenas. El tráfico se abrió de mala gana delante de ellos, al internarse Chester ululando en medio de la autopista, mientras la luz roja del patrullero lanzaba destellos rosados entre la cortina de agua. Tuvo que alzar la voz por el ruido de la sirena.

—La policía de Chicago dice que lo atacaron en su garaje. Mi versión es de segunda mano. No somos populares actualmente por aquí.

—¿Qué es lo que saben? —preguntó Crawford.

—Todo, la emboscada, absolutamente todo.

—¿Lounds lo pudo ver?

—No he escuchado ninguna descripción. La policía de Chicago transmitió un boletín solicitando informes sobre una placa alrededor de las seis y veinte.

—¿Conseguiste hablar con el doctor Bloom, como te pedí?

—Hablé con su esposa, Jack. Al doctor Bloom le extirparon la vesícula esta mañana.

—Fantástico —señaló Crawford.

Chester se detuvo bajo el pórtico del hospital al resguardo de la lluvia. Se dio vuelta en su asiento y dijo:

—Jack, Will, antes que suban. Tengo entendido que este chiflado se ensañó realmente con Lounds. Deben estar preparados para ello.

Graham asintió. Desde que partió rumbo a Chicago había luchado para ahogar las esperanzas de que Lounds muriera antes que él llegara, para no tener que verlo.

El corredor del Centro de Quemados Paege era un pasadizo cubierto por impecables azulejos. Un médico alto con una curiosa cara mezcla de joven y viejo les hizo señas a Graham y a Crawford y los condujo lejos de las otras personas apiñadas frente a la puerta de la habitación de Lounds.

—Las quemaduras del señor Lounds son mortales —dijo el doctor—. Yo puedo calmar su dolor y pienso hacerlo. Respiró fuego y tiene dañada la garganta y los pulmones. Tal vez no recupere el conocimiento. Dado su estado, eso sería una bendición.

»En el caso de que lo recupere, la policía de la ciudad me pidió que le quite el tubo de la garganta para que pueda contestar algunas preguntas. He dado mi consentimiento, pero parcialmente.

»Por el momento las terminales nerviosas están anestesiadas por el fuego. Sufrirá un gran dolor si vive mucho más tiempo. Le hice una clara advertencia a la policía que les repetiré a ustedes: interrumpiré cualquier interrogatorio para aplicarle un sedante si él me lo pide. ¿Comprenden?

—Sí —respondió Crawford.

Luego de hacerle una seña al agente que estaba parado frente a la puerta, el médico juntó sus manos en la espalda debajo del delantal blanco y se alejó caminando como una garza en medio de una laguna.

Crawford miró a Graham.

—¿Estás bien?

—Muy bien. Yo estaba custodiado por el equipo de SWAT.

Lounds tenía la cabeza en alto. Había desaparecido su pelo y sus orejas y las compresas sobre sus ojos ciegos reemplazaban a los párpados quemados. Las encías estaban hinchadas y llenas de llagas.

La enfermera que estaba junto a él corrió el aparato que sujetaba el suero intravenoso para que Graham pudiera acercársele más. Lounds olía a paja quemada.

—Freddy, soy Will Graham.

Lounds arqueó el cuello contra la almohada.

—Es un movimiento reflejo, está inconsciente —aclaró la enfermera.

El tubo de plástico que mantenía abierta su garganta hinchada y quemada, silbaba al mismo tiempo que la cámara de oxígeno.

Un pálido detective con el grado de sargento estaba sentado en el rincón con una grabadora y un cuaderno en sus rodillas. Graham no lo vio hasta que habló.

—Lounds pronunció su nombre en la sala de emergencias antes de que le colocaran el tubo para respirar.

—¿Usted estaba allí?

—Llegué poco después. Pero tengo grabado todo lo que dijo. Al bombero que fue de los primeros en llegar, le dio el número de una placa de automóvil. Perdió el conocimiento y no lo recuperó mientras estuvo en la ambulancia, pero reaccionó durante un instante cuando le aplicaron una inyección en el pecho en la sala de emergencias. Algunos de los que trabajan en el Tattler lo siguieron y estaban presentes allí. Tengo una copia de su grabación.

—Permítame oírla.

El agente manipuló el grabador.

—Pienso que preferirá utilizar el audífono —manifestó evitando cuidadosamente que la expresión de su rostro permitiera traslucir algo. Oprimió la tecla.

Graham oyó voces, el ruido de rueditas, «llévenlo a la tres», el golpe de una camilla contra una puerta de vaivén, una tos seguida de una arcada, una voz que hablaba sin labios.

—Uende ientudo.

—¿Lo viste, Freddy? ¿Qué aspecto tenía, Freddy?

—¿Wendy? Or avor Wendy. Graham me odió. Ese mierda lo sabía. Graham me odió. Ese lerda uso la mano sobre mí en la otografía como si fuera su rotegido. ¿Wendy?

Un ruido como el de un desagüe. La voz de un médico:

—Eso es. Déjeme acercarme. Salgan del camino. Ahora.

Eso era todo.

Graham estaba parado junto a Lounds mientras Crawford escuchaba la grabación.

—Estamos buscando el automóvil con ese número de placa —dijo el agente—. ¿Pudo entender lo que decía?

—¿Quién es Wendy? —preguntó Crawford.

—Esa rubia pechugona que está en el pasillo. Ha tratado de verlo. No sabe nada.

—¿Por qué no la dejan entrar? —preguntó Graham que seguía junto a la cama de espaldas a ellos.

—No quieren visitas.

—El hombre se está muriendo.

—¿Cree que no lo sé? ¿Qué carajo cree que he estado haciendo desde las doce hasta las seis?

—Descanse un par de minutos —sugirió Crawford—. Vaya a tomar un café, lávese la cara. Él no puede decir nada. Si llegara a hacerlo, tengo la grabadora aquí al lado.

—De acuerdo. Me vendrá muy bien.

Cuando el agente salió, Graham dejó a Crawford junto al lecho del enfermo y se acercó a la mujer que esperaba en el pasillo.

—¿Wendy?

—Así es.

—Si de veras cree que quiere entrar allí, yo la acompañaré.

—Lo quiero. Tal vez sea mejor que me peine.

—No tiene importancia —respondió Graham.

El agente no trató de hacerla salir cuando volvió al cuarto.

Wendy, la de Wendy City, sujetaba la chamuscada garra de Lounds y tenía sus ojos fijos en él. Lounds se estremeció ligeramente, poco antes del mediodía.

—Todo va a andar bien, Roscoe —dijo ella—. Vamos a darnos la gran vida.

Lounds se estremeció nuevamente y murió.