CAPÍTULO21

Amanecía en Chicago, el aire estaba pesado y el cielo gris y bajo.

Un guardia de seguridad del edificio del Tattler salió del hall de entrada y se paró junto al cordón de la vereda, fumando un cigarrillo y restregándose la cintura. Estaba solo en la calle y el silencio le permitía oír el apagado sonido del semáforo ubicado arriba de la cuesta, a una cuadra larga de distancia, cada vez que cambiaba la luz.

Media cuadra al norte del semáforo y fuera del alcance de la vista del guardia, Francis Dolarhyde se acurrucó junto a Lounds en la parte de atrás del furgón. Acomodó la manta en forma de una profunda capucha que ocultaba la cabeza de Lounds.

El periodista sufría un dolor intenso. Parecía aletargado, pero su mente trabajaba sin descanso. Debía recordar unas cuantas cosas. Podía ver por debajo de la venda que le cubría los ojos y parte de la nariz, los dedos de Dolarhyde tanteando la mordaza ensangrentada.

Dolarhyde se colocó una chaqueta blanca de enfermero, depositó un termo sobre las faldas de Lounds y deslizó la silla fuera del furgón. Cuando puso el freno a la silla de ruedas y se dio vuelta para guardar la pequeña rampa dentro del vehículo, Lounds vio por debajo de la venda, la punta del parachoques posterior.

Lo dieron vuelta, vio el soporte del parachoques. ¡Sí! La chapa con el número de la patente. Solamente un segundo, pero quedó grabada en la memoria de Lounds.

La silla comenzó a moverse. Sintió las juntas de las baldosas.

Dieron vuelta a una esquina y bajaron de la vereda. Crujido de papeles bajo las ruedas.

Dolarhyde detuvo la silla de ruedas al llegar a un hueco cubierto de suciedad entre un vaciadero de basura y un camión estacionado. Le quitó la venda de los ojos. Lounds los cerró. Le colocó un frasco con amoníaco bajo la nariz.

Una voz suave le preguntó:

—¿Puede oírme? Está casi en su casa —tenía ya los ojos descubiertos—. Pestañee si me oye.

Dolarhyde le abrió un ojo con el pulgar y el índice. Lounds miró la cara de Dolarhyde.

—Le dije una mentirita —Dolarhyde golpeó suavemente el termo—. No guardé realmente sus labios en hielo —apartó la manta de un tirón y abrió el termo.

Lounds hizo un esfuerzo terrible al sentir el olor a nafta, arrancando la piel de sus antebrazos y haciendo crujir la pesada silla. El líquido frío se desparramó por todo su cuerpo, los efluvios le cerraron la garganta mientras la silla avanzaba hacia el medio de la calle.

—¿Le gusta ser el animalito preferido de Graham, Freeeeeedyyyy?

Hubo una sorda explosión al arder el combustible justo antes de que lo empujara y saliera rodando barranca abajo hacia el Tattler, en medio del chirrido de las ruedas.

El guardia levantó la vista al escuchar el alarido que hizo volar la mordaza en llamas. Vio acercarse esa bola de fuego, saltando por los baches, con una cola de humo y chispas y las llamas semejantes a unas alas, provocando distorsionados reflejos en las vidrieras de los negocios.

Desvió el rumbo, chocó contra un automóvil estacionado y se dio vuelta frente al edificio, una rueda girando en el aire, lenguas de fuego saliendo entre los rayos y brazos que se alzaban en la típica posición de defensa de los quemados.

El guardia corrió hacia el hall. Se preguntaba si estallaría y no sería mejor alejarse de las ventanas. Tiró de la alarma de incendio. ¿Qué más? Sacó el matafuego que colgaba de la pared y miró afuera. Todavía no había estallado.

Se acercó cuidadosamente en medio del humo grasiento que se desparramaba sobre el pavimento y, finalmente, arrojó la espuma sobre Freddy Lounds.