CAPÍTULO14

El molinete del subterráneo de Washington le devolvió a Graham el boleto de su viaje y él salió a la luz y al calor de la tarde llevando su valija de avión.

El edificio J. Edgar Hoover parecía una enorme jaula de cemento suspendida sobre el ardiente resplandor de la calle Diez. La mudanza del FBI hacia su nuevo cuartel general estaba en vías de realizarse cuando Graham abandonó Washington. Nunca había trabajado allí.

Crawford lo esperaba en el escritorio de recepción, a corta distancia del acceso a la playa subterránea, para agregar a las credenciales de Graham, expedidas presurosamente, las suyas. Graham parecía cansado y algo impaciente al registrarse. Crawford se preguntó cómo se sentiría, sabiendo que el asesino se había mostrado interesado en él.

Le entregaron a Graham una tarjeta codificada magnéticamente, como la que lucía Crawford en su saco. La introdujo en la ranura del portón y se internó en los largos y blancos pasillos. Crawford le llevaba la valija.

—Olvidé decirle a Sarah que enviara un automóvil para buscarte.

—Probablemente haya sido más rápido así. ¿Conseguiste devolverle a tiempo la nota a Lecter?

—En efecto. Acabo de llegar —dijo Crawford—. Tiramos agua en el piso del hall, simulando un caño roto y una falla eléctrica. Contábamos con Simmons —actualmente es asistente de SAC en Baltimore— y lo hicimos secar el piso cuando llevaron de regreso a Lecter a su celda. Simmons cree que se lo tragó.

—En el avión me lo pasé pensando si no sería el propio Lecter el que escribió la nota.

—Yo tuve la misma preocupación hasta que la vi. Las marcas de dientes en el papel coinciden con las de las mujeres. Además está escrita con bolígrafo, y Lecter no tiene ninguno. La persona que la escribió había leído el Tattler y Lecter no lo recibe. Rankin y Willingham revisaron la celda de arriba abajo. Un buen trabajo pero no encontraron nada. Tomaron primero unas fotografías con Polaroid para volver a colocar todo tal cual estaba. Y después entró el hombre de la limpieza y limpió como lo hace siempre.

—¿Entonces qué piensas?

—Respecto a pruebas físicas para una identificación, la nota no sirve para un comino —dijo Crawford—. Tenemos que conseguir en alguna forma que la comunicación entre ellos resulte útil para nosotros, pero no sé todavía cómo demonios lograrlo. En pocos minutos más tendremos el resto de las pruebas del laboratorio.

—¿Tienes vigilada la correspondencia y el teléfono del hospital?

—Listos para grabar y rastrear no bien Lecter reciba una llamada. El sábado por la tarde hizo una. Le dijo a Chilton que quería comunicarse con su abogado. Es una línea WATS y no puedo estar seguro.

—¿Qué dijo su abogado?

—Nada. Hemos anexado una línea suplementaria al conmutador central del hospital para que en el futuro sea la que utilice Lecter, así no podrá eludirnos más. Controlaremos su correspondencia, tanto la que reciba como la que envíe, a partir de la próxima entrega. Gracias a Dios ningún problema con autorizaciones.

Crawford se detuvo frente a una puerta e introdujo la tarjeta que colgaba de su saco en la ranura de la cerradura.

—Mi nueva oficina. Pasa. Al decorador le sobraba un poco de pintura de un barco de guerra. Aquí tienes la nota. Esta copia tiene el mismo tamaño.

Graham la leyó dos veces. Un timbre de alarma sonó en su cabeza al contemplar los rasgos puntiagudos que componían su nombre.

—La biblioteca confirma que el Tattler es el único periódico que publicó un artículo sobre ti y Lecter —dijo Crawford mientras se preparaba un Alka-Seltzer—. ¿Quieres uno de estos? Te vendría bien. Se publicó el lunes de la semana anterior. El martes estaba en los puestos de venta en todo el país, a excepción de Alaska y Maine en que apareció el miércoles. El Hada de los Dientes poseía un ejemplar y no pudo haberlo comprado antes del martes. Lo leyó y le escribió a Lecter. Rankin y Willingham siguen revisando todavía la basura del hospital en busca del sobre. Feo trabajo. En Chesapeake no separan los papeles de los pañales.

»Muy bien, Lecter no puede recibir la nota del Hada de los Dientes antes del miércoles. Rompe la parte en que le dice cómo contestarle y borronea y manosea un dato previo; no comprendo por qué no rompió también ese pedazo.

—Porque estaba en medio de un párrafo lleno de ponderaciones —dijo Graham—. No podía tolerar arruinarlas. Por eso es que no tiró todo —Se frotó las sienes con los nudillos de sus dedos.

—Bowman piensa que Lecter utilizará el Tattler para contestarle al Hada de los Dientes. Dice que probablemente ése sea el arreglo. ¿Crees que contestará?

—Por supuesto. Mantiene una nutrida correspondencia. Tiene muchísimas relaciones epistolares por todas partes.

—Si piensan valerse del Tattler, Lecter no tiene prácticamente tiempo de que su respuesta llegue a tiempo para la edición que se imprime esta noche, por más que la haya enviado por expreso el mismo día en que recibió la nota del Hada. Chester, de la oficina de Chicago, está en el Tattler revisando los avisos. Los impresores maquetarán el periódico esta noche.

—Por el amor de Dios no alboroten al Tattler —dijo Graham.

—El jefe del taller cree que Chester es un corredor de bienes raíces que trata de adelantarse a los avisos. Le vende las hojas de pruebas bajo cuerda, una a una, no bien salen. Recibimos todo, los clasificados y demás sólo para hacer una cortina de humo. Pues bien, supón que descubrimos cómo piensa contestarle Lecter y duplicamos su método. Podemos entonces enviarle un mensaje falso al Hada de los Dientes, pero ¿qué le decimos? ¿Cómo lo utilizamos?

—Lo mejor sería tratar de que se acercara a un apartado postal —sugirió Graham—. Atraerlo con algo que quiera ver. «Datos importantes» que Lecter conoce de resultas de su conversación conmigo. Un error que cometió y que esperamos que repita.

—Sería un idiota si le hiciera caso.

—Lo sé. ¿Quieres saber cuál sería el mejor cebo?

—No sé si quiero saberlo.

—Lecter sería el mejor cebo —dijo Graham.

—¿Pero y cómo?

—Será una tarea infernal, no lo dudo. Tendríamos que solicitar que Lecter fuera puesto bajo custodia federal (Chilton no permitiría esto en Chesapeake), lo encerraríamos en la sección de seguridad máxima de un hospital psiquiátrico para veteranos de guerra. Simularíamos una huida.

—Dios mío.

—Enviamos un mensaje al Hada de los Dientes después de la huida, en el Tattler de la próxima semana. Lecter solicitándole una cita.

—¿Por el amor de Dios, a quién puede interesarle encontrarse con Lecter? Lo que quiero decir es ¿por qué puede tener interés en ello el Hada de los Dientes?

—Para matarlo, Jack —Graham se puso de pie. No había ninguna ventana para mirar hacia afuera mientras hablaba. Se paró frente a «Los diez más buscados», única decoración de las paredes de la oficina—. Sabes, el Hada de los Dientes podrá absorberlo en esa forma, asimilarlo, convertirse en algo más grande de lo que es.

—Pareces muy seguro.

—No estoy seguro. ¿Quién puede estarlo? En la nota decía «Tengo algunas cosas que me gustaría mostrarle. Tal vez algún día si las circunstancias lo permiten». Quizás era una invitación en serio. No creo que fuera sólo una amabilidad.

—¿Qué puede querer mostrarle? Las víctimas estaban intactas. No faltaba nada, excepto un pedacito de piel y pelo y eso fue probablemente… ¿cómo fue que lo expresó Bloom?

—Ingerido —respondió Graham—. Sólo Dios sabe lo que tiene. Tremont, ¿recuerdas los trajes de Tremont en Spokane?

Señalaba con el mentón desde la camilla a la que estaba atado, tratando todavía de mostrárselos al jefe de policía de Spokane. No estoy seguro, Jack, de que Lecter sirva de anzuelo para el Hada de los Dientes. Pero me parece que es lo que ofrece más posibilidades de éxito.

—Tendremos una increíble estampida si la gente cree que Lecter está libre. Todos los periódicos se nos vendrán encima. La mejor posibilidad, tal vez, pero la reservaremos para el final.

—Probablemente no se acercará a ningún apartado postal, pero puede ser lo suficientemente curioso como para echar una mirada para ver si Lecter lo traicionó, si pudiera hacerlo a cierta distancia. Podríamos elegir uno que pueda observarse solamente desde unos pocos lugares a distancia considerable y apostar a alguien en los sitios indicados.

Inclusive a Graham le sonaba poco convincente a medida que lo decía.

—El Servicio Secreto tiene uno que no ha utilizado nunca. Nos permitirían usarlo. Pero si no ponemos hoy un aviso, tendremos que esperar hasta el lunes, para que aparezca en el próximo número. La rotativa se pone en marcha a las cinco, hora local. Eso significa una hora y cuarto más para Chicago para publicar el aviso de Lecter, si es que hay uno.

—¿Qué ocurre con la orden de Lecter para la publicación? La carta que debe de haber enviado al Tattler solicitando que inserten el aviso ¿no tenemos acceso más rápido a eso?

—Chicago le puso ciertos controles al jefe del taller —dijo Crawford—. La correspondencia permanece en la oficina del gerente de avisos clasificados. Les venden los datos, nombres y direcciones, a compañías que ofrecen por correo productos para personas solitarias: amuletos de amor, píldoras de gallo, «conozca a bella muchacha asiática», cursos para desarrollar la personalidad, ese tipo de cosas.

—Podríamos apelar al espíritu ciudadano del gerente de la sección avisos para echar un vistazo, pedirle que no abra la boca, pero no quiero correr el riesgo de que el Tattler se nos venga encima. Se precisa una autorización judicial para entrar allí y revisar la correspondencia. Estoy considerándolo.

—Si no conseguimos nada con Chicago, podríamos poner un aviso por si acaso. Si estamos equivocados respecto al Tattler no perderemos nada —señaló Graham.

—Y si estamos en lo cierto respecto de que el Tattler es el medio de comunicación y publicamos una contestación basándonos en lo que dice esta nota y nos equivocamos —si a él no le parece convincente— estamos a fojas uno. No te pregunté cómo te fue en Birmingham. ¿Obtuviste algún dato?

—Birmingham es un caso listo y cerrado. La casa de los Jacobi ha sido pintada y redecorada y está en venta. Lo que había en ella está guardado en un depósito esperando la aprobación del testamento. Revisé todas las cajas. Las personas con las que hablé no conocían muy bien a los Jacobi. Lo único que todos mencionaron era lo afectuosos que eran los Jacobi entre ellos. Siempre estaban acariciándose. Todo lo que queda ahora de ellos son unos pocos cajones amontonados en un depósito. Desearía haber…

—Deja de desear; ya estás metido en esto.

—¿Qué pasó con la marca que encontré en el árbol?

—¿«Usted acertó a la cabeza»? Para mí no significa nada —dijo Crawford—. Y tampoco el Dragón Rojo. Beverly conoce el Mahjong. Es astuta y sin embargo no encuentra relación alguna. Por su pelo sabemos que no es chino.

—Cortó la rama con un cortafrío. Yo no veo…

Sonó el teléfono y Crawford mantuvo un breve diálogo.

—El laboratorio tiene listo el informe sobre la nota, Will. Vayamos a la oficina de Zeller. Es más grande y menos gris.

Lloyd Bowman, seco como un papel a pesar del calor, los alcanzó en el corredor. Sacudía unas fotografías húmedas con cada mano y sujetaba bajo el brazo un grueso expediente.

—Jack, tengo que estar en el tribunal a las cuatro y cuarto —anunció mientras se adelantaba—. Es por Nilton Eskew, el falsificador de cheques y su noviecita, Nan. Ella es capaz de copiar de corrido una nota del Tesoro. Hace dos años que me están volviendo loco, fabricando sus propios cheques de viajero con una Xerox de color. No descansaré hasta terminar con ellos. ¿Llegaré a tiempo o debo avisarle al fiscal?

—Llegarás —afirmó Crawford—. Ya estamos.

Beverly Katz le dirigió una sonriente mirada a Graham desde el sofá de la oficina de Zeller, contrabalanceando la expresión enfurruñada de Price que estaba instalado junto a ella.

Brian Zeller, jefe de la sección Análisis Científicos, era joven para su trabajo, pero ya tenía pelo algo ralo y usaba bifocales. En un estante de la biblioteca, detrás del escritorio de Zeller, Graham vio un ejemplar de Ciencia forense, de H. J. Walls, los tres grandes volúmenes de Medicina forense, de Tedeschi y una edición antigua de El derrumbe de Alemania, de Hopkins.

—Creo que nos conocimos en una oportunidad en la Universidad de Washington, Will —dijo Zeller—. ¿Conoce a todos los demás? Perfecto.

Crawford se apoyó contra una esquina del escritorio de Zeller, cruzando los brazos.

—¿Alguien tiene alguna noticia bomba? Muy bien ¿ha encontrado alguno de ustedes algo que permita suponer que la nota no procede del Hada de los Dientes?

—No —respondió Bowman—. Hace unos minutos llamé a Chicago para darles unos números que obtuve de una impresión en la parte de atrás de la nota. Seis-seis-seis. Se los mostraré cuando lleguemos a ese punto. Hasta el momento en Chicago se han recibido más de doscientos avisos personales —le entregó a Graham una pila de hojas—. Los he leído y son lo común y corriente: propuestas de matrimonio, mensajes para personas fugadas de su hogar. No estoy muy seguro de que reconozcamos el aviso si es que figura allí.

Crawford meneó la cabeza.

—Yo tampoco. Acabemos con los datos que tenemos. Bien, Jimmy Price hizo todo lo que podía hacerse y no aparecieron huellas. ¿Qué puedes decirnos tú, Bev?

—Tengo un pelo de bigote. El grosor y textura coinciden con las muestras de Hannibal Lecter. Así como también el color. Este es totalmente distinto de las muestras obtenidas en Atlanta y Birmingham. Tres granitos azules y unos puntos oscuros pasaron a manos de Brian —alzó las cejas al mirar a Brian Zeller—. Los granitos son de un polvo comercial para limpieza que tiene color continuo. Deben de provenir de las manos del hombre que hizo la limpieza. Había varias diminutas partículas de sangre seca. Es indiscutiblemente sangre, pero no hay cantidad suficiente como para saber de qué grupo.

—Los desgarrones en los extremos de las partes dieron cuenta de las perforaciones —prosiguió diciendo Beverly Katz—. Si encontramos a alguien que posea el rollo y no lo haya roto nuevamente se podría hacer una confrontación precisa. Aconsejaría propalar un aviso ahora, para que los oficiales encargados de la detención no dejen de buscar el rollo.

Crawford asintió.

—¿Bowman?

—Sharon, mi asistente, se ocupó de investigar qué clase de papel es. Es papel higiénico que se utiliza en los barcos y casas rodantes. La textura es idéntica a la de una marca llamada Wedeker fabricada en Minneapolis. Se distribuye por todo el país.

Bowman instaló sus fotografías sobre un caballete cerca de las ventanas. Su voz era sorprendentemente profunda en relación con su escasa estatura y su corbata de moño se movía ligeramente cuando hablaba.

—Respecto a la escritura, se trata de una persona diestra que utiliza la mano izquierda deliberadamente y escribe con letras mayúsculas. Pueden apreciar la falta de firmeza en los trazos y la variación en el tamaño de las letras.

»Las proporciones me inducen a pensar que este sujeto tiene un débil astigmatismo que no ha sido corregido.

»La tinta de los dos pedazos de la nota parece ser del mismo y corriente tipo de bolígrafo de color azul marino a la luz natural, pero bajo los filtros de colores surge una pequeña diferencia. Utilizó dos bolígrafos, y el cambio se realizó en alguna parte del pedazo faltante de la nota. Pueden ver dónde empezó a fallar el primero. El primer bolígrafo no se usa frecuentemente ¿ven que hay un borrón donde empieza a escribir? Puede haber estado guardado sin tapar y con la punta para abajo en un portalápices o una lata, lo que sugiere un escritorio. Además, la superficie sobre la que se apoyó el papel era lo suficientemente blanda como para poder tratarse de un secante. Un secante puede conservar impresiones si se encuentra. Quisiera agregar el secante a la recomendación de Beverly.

Bowman cambió la fotografía por otra del reverso de la nota. La enorme ampliación hacía que el papel pareciera tener pelusas. Estaba cubierto de huellas borrosas. Dobló la nota para escribir la parte de abajo, inclusive la que fue luego arrancada. En esta ampliación del reverso la luz oblicua descubre unas pocas impresiones. Se puede leer «666 an». Quizás allí fue donde tuvo problemas con el bolígrafo y tuvo que escribir nuevamente por encima. No lo advertí hasta que obtuve esta muestra tan contrastante. Pero por el momento en ningún aviso figura el 666.

»La estructura de las frases es ordenada y no hay divagaciones. El doblez indica que fue entregada en un sobre de tamaño común. Estas dos manchas oscuras son borrones de tinta de imprenta. Probablemente la nota estaba metida dentro de un papel impreso inocuo y el conjunto dentro del sobre.

»Eso es todo —dijo Bowman—. A menos que tengas alguna pregunta que hacer, Jack, creo que será mejor que me apure para llegar al juzgado. Me pondré nuevamente en contacto con ustedes después de testificar.

—Húndelos bien —señaló Crawford.

Graham estudiaba la columna de avisos personales del Tattler. (Atractiva dama de buena estatura, frescos 52, busca cristiano de Leo que no fume, entre 40 y 70. Sin niños, por favor. Acepta miembros artificiales. Sin trampas. Enviar foto con primera carta).

Inmerso en la tristeza y desesperación de los avisos, no se dio cuenta de que los demás se estaban yendo hasta que Beverly Katz le habló.

—Disculpa, Beverly, ¿qué fue lo que dijiste? —preguntó contemplando sus ojos vivos y su bondadosa cara con signos de cansancio.

—Sólo dije que me alegraba de verle otra vez, campeón. Tienes buen aspecto.

—Gracias, Beverly.

—Saúl va a una academia de cocina. Todavía no las pega todas, pero cuando todo esto se tranquilice ven a casa y deja que practique contigo.

—Lo haré.

Zeller se marchó rumbo a su laboratorio. Quedaron solamente Crawford y Graham, contemplando el reloj.

—Cuarenta minutos para que se imprima el Tattler —dijo Crawford—. Averiguaré qué pasa con las cartas. ¿Qué opinas?

—Que debes hacerlo.

Crawford impartió las instrucciones a Chicago desde el teléfono de Zeller.

—Will, tenemos que tener preparado algo si el aviso de Chicago fracasa.

—Me ocuparé de eso.

—Yo prepararé el lugar para que recoja la carta —Crawford llamó al Servicio Secreto y habló durante un buen rato. Graham seguía escribiendo atareado cuando cortó.

—Listo, el apartado postal es una pinturita —dijo Crawford finalmente—. En una casilla exterior instalada en una compañía de matafuegos en Annapolis. Territorio de Lecter. El Hada de los Dientes se dará cuenta de que se trata de algo que Lecter puede conocer. Casillas alfabéticas. Los empleados del servicio van allí en sus automóviles para buscar comisiones y recoger correspondencia. Nuestro hombre puede vigilarlo desde una plaza del otro lado de la calle. El Servicio Secreto afirma que parece convincente. La instalaron para atrapar a un falsificador, pero no necesitaron utilizarla. Esta es la dirección. ¿Qué tal el mensaje?

—Tendremos que usar los mensajes en la misma edición. En el primero Lecter le advertirá al Hada de los Dientes que sus enemigos están más cerca de lo que supone. Le indica que cometió un grave error en Atlanta y que si lo repite está condenado. Le dice que le envía por correo «información secreta» de lo que yo le expliqué que estábamos haciendo, de lo cerca que estamos, de las pistas que tenemos. Finalmente, remite al Hada de los Dientes hacia un segundo mensaje que empieza con «su firma».

»El segundo mensaje comienza «Admirador Ansioso», y tiene la dirección del Apartado Postal. Tenemos que hacerlo de esa forma. Aun en un lenguaje indirecto, la advertencia del primer mensaje va a incitar a unos cuantos chiflados. Pero si no pueden descubrir la dirección no podrán llegar a la casilla para embrollar todo el asunto.

—Bueno. Muy bueno. ¿Quieres esperar los resultados en mi oficina?

—Prefiero estar ocupado en algo. Necesito ver a Brian Zeller.

—Ve adelante, puedo localizarte en caso de urgencia.

Graham encontró al jefe de la sección en Serología.

—¿Podría mostrarme un par de cosas, Brian?

—Por supuesto, ¿qué quieres?

—Las muestras que utilizó para averiguar el grupo del Hada de los Dientes.

Zeller miró a Graham por la luneta pequeña de sus bifocales.

—¿Había algo en el informe que no entendió?

—No.

—¿Algo que no estaba claro?

—No.

—¿Algo incompleto? —Zeller pronunció la última palabra como si tuviera un gusto desagradable.

—Su informe es muy bueno, no podría pedirse nada mejor. Pero todo lo que quiero es tener las pruebas en mi mano.

—Ah, por supuesto. Ningún problema —Zeller creía que todos los agentes que participaban en una investigación en una forma activa, conservaban las supersticiones de la cacería. Se alegraba de poder contentar a Graham—. Está todo junto en ese extremo.

Graham lo siguió entre los largos mostradores con instrumentos.

—Está leyendo a Tedeschi.

—Sí —respondió Zeller por encima del hombro—. Como usted sabe, aquí no se practica medicina forense, pero Tedeschi tiene una cantidad de información muy útil. Graham. Will Graham.

—Usted escribió la monografía tipo sobre la determinación del momento de la muerte por la actividad de insectos, ¿verdad? ¿O no es usted ese Graham?

—Yo la escribí —una pausa—. Tiene razón, Mant y Nuorteva en el Tedeschi son mejores en cuanto a los insectos.

Zeller se sorprendió al oír en boca de él sus pensamientos.

—Bueno, tiene más ilustraciones y una tabla de ondas invasivas. No quiero ofenderlo.

—Por supuesto que no. Son mejores. Yo se lo dije.

Zeller sacó unos frascos y portaobjetos de un armario y una nevera y los puso sobre el mostrador del laboratorio.

—Cualquier cosa que quiera preguntarme, estaré donde me encontró. La luz del microscopio se enciende en este lado.

A Graham no le interesaba el microscopio. No ponía en tela de juicio ninguno de los descubrimientos de Zeller. No sabía lo que quería. Levantó los frascos y las placas de vidrio contra la luz, y un sobre transparente conteniendo cabellos rubios encontrados en Birmingham. Un segundo sobre encerraba tres cabellos encontrados en la señora Leeds.

Había saliva, pelos y semen en la mesa frente a Graham y un vacío en el aire donde trataba de descubrir una imagen, una cara, algo que reemplazara el terror informe que lo agobiaba.

Una voz femenina resonó en un altavoz ubicado en el cielo raso.

—Graham, Will Graham, dirigirse a la oficina del Agente Especial Crawford. Urgente.

Encontró a Sarah con los auriculares puestos y sentada frente a la máquina de escribir y Crawford mirando por encima del hombro.

—Chicago tiene un pedido de publicación de un aviso en el que figura el 666 —dijo Crawford torciendo la boca hacia un lado—. Se lo están dictando ahora a Sarah. Dicen que hay una parte que parece un código.

Las líneas se iban formando en la máquina de Sarah.

Querido Peregrino.

Usted me honra…

—Eso es. Eso es —dijo Graham—. Lecter lo llamó peregrino cuando conversó conmigo.

Usted es muy bello…

—Dios —dijo Crawford.

Ofrezco cien oraciones para su seguridad.

Busque ayuda en Juan 6:22, 8:16, 9:1; Lucas 1:7, 3:1; Gálatas 6:11, 15:2; Hechos 3:3; Apocalipsis 18:7; Jonás 6:8…

La escritura se hizo más lenta a medida que Sarah repetía cada par de números al agente de Chicago. Cuando terminó, la lista de referencias bíblicas llenaba un cuarto de página. Estaba firmada «Bendito sea, 666».

—Eso es todo —informó Sarah. Crawford cogió el teléfono.

—Muy bien. Chester ¿qué tal le fue con el gerente de la sección avisos? No, hizo usted bien. Un fallo total, correcto. No se aleje del teléfono, hablaré nuevamente con usted.

—Código —dijo Graham.

—Tiene que ser. Disponemos de veinte minutos para enviarle un mensaje si es que conseguimos descifrarlo. El jefe de la linotipo necesita diez minutos de preaviso y trescientos dólares para insertar uno en esta edición. Bowman está en su oficina, consiguió un receso. Mientras tú lo llamas sin perder un segundo, yo me comunicaré con Criptografía en Langley. Sarah, envíe un télex del aviso a la sección Criptografía de la CIA. Les avisaré que ya sale.

Bowman depositó el mensaje sobre su escritorio y lo alineó prolijamente con los ángulos de su secante. Limpió los vidrios de sus anteojos durante unos segundos que a Graham se le hicieron eternos.

Bowman tenía fama de ser rápido. Aun la sección Explosivos le perdonaba no ser un ex infante de marina y se lo reconocían.

—Tenemos veinte minutos —anunció Graham.

—Comprendo. ¿Llamaron a Langley?

—Crawford se encargó de hacerlo.

Bowman leyó muchas veces el mensaje, mirándolo de arriba a abajo y de costado, pasando el dedo sobre sus márgenes. Sacó una Biblia de la biblioteca. Los únicos sonidos que se oyeron durante cinco minutos fueron el de la respiración de los dos hombres y el crujido de las finísimas páginas.

—No —dijo—. No lo tendremos listo a tiempo. Será mejor utilizar lo que le queda para cualquier otra cosa que pueda hacer.

Graham le mostró una mano vacía.

Bowman dio media vuelta para enfrentar a Graham y se quitó los anteojos. Tenía una marca rosada a ambos lados de la nariz.

—¿Está usted lo bastante seguro como para pensar que la nota que recibió Lecter es la única comunicación que ha tenido con el Hada de los Dientes?

—Correcto.

—Pues entonces el código es algo simple. Sólo necesitaban protegerse de lectores fortuitos. Teniendo como medida las perforaciones de la nota que recibió Lecter faltarían solamente unos siete centímetros. No es un espacio tan grande como para escribir muchas instrucciones. Supongo que debe tratarse de un libro utilizado como código.

Crawford se les unió.

—¿Un libro como código?

—Eso parece. Los primeros números, las «cien oraciones», podría ser el número de la página. Los pares de números como referencias bíblicas podrían ser una línea y una letra. ¿Pero qué libro?

—¿No será la Biblia? —preguntó Crawford.

—No, la Biblia no. Lo pensé en un primer momento. Me desconcertó la cita Gálatas 6:11. «Ves qué carta larga te he escrito con mis propias manos». Es apropiado, pero pura coincidencia porque luego pone Gálatas 15:2. La epístola a los Gálatas tiene sólo seis capítulos. Lo mismo lo de Jonás 6:8. Jonás tiene cuatro capítulos. No utilizó una Biblia.

—Quizás el título del libro esté disimulado en la parte clara de la nota de Lecter —sugirió Crawford.

Bowman meneó la cabeza.

—No lo creo.

—Pues entonces el Hada de los Dientes nombró el libro que debía utilizar. Lo especificó en la nota —dijo Graham.

—Así parecería —señaló Bowman—. ¿Y si tratan de sacárselo a Lecter? Pienso que en un hospital mental algunas drogas…

—Hace tres años probaron con amital sódico, tratando de averiguar dónde había enterrado a un estudiante de Princeton —replicó Graham—. Les dio una receta de una salsa. Además, si tratamos de averiguarlo por la fuerza, lo perderíamos como conexión. Si el Hada de los Dientes eligió el libro, es porque sabía que Lecter lo tenía en su celda.

—Tengo la certeza de que no le pidió a Chilton que le comprara o prestara uno —afirmó Crawford.

—¿Qué información dieron los periódicos, Jack? Sobre los libros de Lecter.

—Que tiene los libros de medicina, psicología, de cocina.

—Entonces podría ser alguno de los típicos de esos temas, algo tan clásico que el Hada de los Dientes sabría a ciencia cierta que Lecter lo tiene —señaló Bowman—. Necesitamos una lista de los libros de Lecter. ¿Tiene una?

—No —respondió Graham mirando sus zapatos—. Podría pedirle a Chilton. Esperen. Rankin y Willingham, cuando revisaron su celda, tomaron fotos con una Polaroid para poder colocar todo en su lugar.

—¿Les puede pedir que busquen las fotografías y se reúnan conmigo?

—¿Dónde?

—En la Biblioteca del Congreso.

Crawford verificó una última vez con la sección Criptografía de la CIA. La computadora de Langley estaba probando una firme y progresiva sustitución de letras por números y una apabullante variedad de claves alfabéticas. Sin ningún éxito. El criptógrafo estuvo de acuerdo con Bowman en que probablemente se trataba de una clave en un libro.

Crawford miró su reloj.

—Will, nos quedan tres opciones y tenemos que decidirnos ya. Podemos retirar el mensaje de Lecter del periódico y no publicar nada. Podemos sustituir nuestros mensajes en idioma común invitando al Hada de los Dientes a buscar en la casilla de correos. O podemos dejar que salga tal cual lo mandó, el aviso de Lecter.

—¿Está seguro que hay tiempo todavía para poder sacar el mensaje de Lecter del Tattler?

—Chester piensa que el jefe lo haría por otros quinientos dólares.

—No me gusta la idea de publicar un mensaje en idioma corriente, Jack. Probablemente Lecter no volvería a tener más noticias de él.

—Lo sé, pero siento cierto resquemor al permitir que se publique el mensaje de Lecter sin conocer su significado —respondió Crawford—. ¿Qué puede decirle Lecter que él no sepa todavía? Si descubrió que tenemos una impresión parcial de su pulgar y que sus huellas dactiloscópicas no están en ningún archivo de ninguna parte, podría cortarse el pulgar y quitarse los dientes y con una estentórea carcajada exhibir sus encías desnudas en el tribunal.

—La impresión del pulgar no figuraba en el resumen que leyó Lecter. Será mejor que dejemos que se publique su mensaje. Por lo menos alentará al Hada de los Dientes para comunicarse otra vez con él.

—¿Qué pasa si lo alienta a hacer alguna otra cosa además de escribir?

—Nos sentiremos mal durante mucho tiempo —contestó Graham—. Tenemos que hacerlo.

Quince minutos más tarde, en Chicago, las enormes linotipias del Tattler comenzaron a girar, aumentando paulatinamente de velocidad, hasta que su estrépito levantó una nube de polvo en el cuarto de máquinas. El agente del FBI que esperaba en ese ambiente impregnado de olor a tinta y papel recién impreso, agarró uno de los primeros ejemplares.

Los títulos incluían: «¡Trasplante de una Cabeza!». «¡Astrónomos avistan a Dios!».

Después de verificar que el aviso personal de Lecter estaba debidamente insertado, el agente introdujo el periódico en un sobre expreso rumbo a Washington. Años más tarde volvería a ver ese periódico y recordaría el borrón de su pulgar en la primera página, cuando llevara a sus niños al FBI a ver la exhibición de documentos especiales.