CAPÍTULO7

El doctor Frederick Chilton, jefe de personal del hospital estatal de Chesapeake para criminales insanos, dio la vuelta a su escritorio para estrechar la mano de Will Graham.

—El doctor Bloom me llamó ayer, señor Graham, ¿o debo llamarlo doctor Graham?

—No soy médico.

—Fue un placer hablar con el doctor Bloom, hace años que nos conocemos. Siéntese ahí, por favor.

—Agradecemos su ayuda, doctor Chilton.

—Para serle franco, hay veces en que me siento más bien el secretario que el custodio de Lecter —dijo Chilton—. La nutrida correspondencia que recibe es de por sí una molestia. Creo que entre ciertos investigadores se considera de buen tono cartearse con él —he visto sus cartas enmarcadas en algunos departamentos de psicología— y durante un tiempo parecía que cada futuro candidato al doctorado en filosofía quería entrevistarlo. Por supuesto que estoy encantado de cooperar con usted y con el doctor Bloom.

—Necesito ver al doctor Lecter lo más privadamente posible —dijo Graham—. Tal vez precise verlo nuevamente o hablar por teléfono después de la entrevista de hoy.

Chilton asintió.

—En primer lugar, el doctor Lecter permanecerá en su cuarto. Es absolutamente el único lugar en que puede estar suelto. Una de las paredes del cuarto es una reja doble que da al pasillo. Haré instalar una silla allí y mamparas, si así lo desea.

»Debo pedirle que no le pase ninguna clase de objetos, a excepción de papeles, y siempre y cuando no tengan ganchos o broches. Nada de argollas, lápices o bolígrafos. Él tiene sus marcadores propios.

—Tendré que mostrarle cierto material que tal vez lo excite —manifestó Graham.

—Muéstrele lo que le dé la gana, siempre y cuando sea en un papel suave. Pásele los documentos a través de la bandeja corrediza para la comida. No le alcance nada entre las rejas y no acepte nada que le alcance él a través de éstas. Que le devuelva los papeles por la bandeja de la comida. Insisto en ello. El doctor Bloom y el señor Crawford me aseguraron que usted cooperaría en la forma de tratar con él.

—Lo haré —respondió Graham poniéndose de pie.

—Sé que está ansioso por seguir adelante, señor Graham, pero antes quiero decirle algo. Esto le interesará.

»Tal vez parezca redundante prevenirle a usted, de todas las personas, sobre Lecter. Pero es que a veces parece por encima de cualquier sospecha. El primer año que pasó aquí se comportó perfectamente bien y dio la impresión de cooperar con los intentos de terapia. Como consecuencia —y esto ocurrió con el administrador anterior— se aflojó ligeramente la estricta seguridad que lo rodeaba.

»La tarde del 8 de julio de 1976 se quejó de un dolor en el pecho. Se le quitaron las ataduras para que fuera más fácil hacerle un electrocardiograma. Uno de sus asistentes salió del cuarto para fumar y el otro se dio vuelta durante un segundo. La enfermera fue muy rápida y fuerte. Consiguió salvar uno de sus ojos.

»Quizás esto le parezca curioso —Chilton sacó de un cajón una muestra de un electrocardiograma y lo desenrolló sobre la mesa. Siguió la línea zigzagueante con su índice—. Mire, aquí está descansando sobre la camilla. Setenta y dos pulsaciones. Aquí agarra a la enfermera de la cabeza y la agacha hacia él. Aquí es donde lo sujeta el asistente. A propósito, no ofreció ninguna resistencia a pesar de que el enfermero le dislocó el hombro. ¿Advierte qué es lo extraño? Su pulso no subió nunca a más de ochenta y cinco. Aun mientras le tironeaba de la lengua a la enfermera.

Chilton no pudo advertir nada en el rostro de Graham. Se recostó contra el respaldo de su silla y juntó los dedos bajo el mentón. Sus manos estaban secas y relucientes.

—Usted sabe que cuando Lecter fue capturado pensamos que podía brindarnos una especial oportunidad para estudiar un sociópata puro —dijo Chilton—. Es muy difícil conseguir uno vivo. Lecter es tan lúcido, tan perceptivo, tiene conocimientos de psiquiatría, y es un asesino múltiple. Parecía que iba a cooperar y pensamos que podía ser una ventana abierta a esta clase de aberración. Creímos que podría ser como Beaumont estudiando la digestión por la abertura del estómago de St. Martin.

»Finalmente, no creo que estemos en mejores condiciones de estudiarlo ahora que el día en que entró aquí. ¿Ha hablado alguna vez con Lecter durante un rato?

—No. Lo vi solamente cuando… cuando más lo vi fue durante el juicio. El doctor Bloom me mostró artículos escritos por él y publicados en revistas —dijo Graham.

—Parece conocerlo mucho a usted. Sé que ha pensado mucho en usted.

—¿Tuvo alguna sesión con él?

—Sí. Doce. Es impenetrable. Demasiado sofisticado para que los tests reflejen algo. Edwards, Fabré, inclusive el propio doctor Bloom hizo un intento. Conservo sus notas. Fue también un enigma para ellos. Es imposible por supuesto saber qué es lo que no manifiesta o si comprende más de lo que dice. Desde su confinación escribió unos magníficos artículos para el American Journal of Psychiatry y The General Archives. Pero siempre se refieren a problemas que no son los que él tiene. Creo que teme que si «lo resolvemos» nadie se va a interesar más por él y va a permanecer en una celda ignota por el resto de sus días.

Chilton hizo una pausa. Había utilizado su visión periférica para observar a su interlocutor durante entrevistas. Pensaba que podría observar así a Graham sin que se percatara.

—El consenso aquí es que la única persona que ha demostrado algún entendimiento práctico de Hannibal Lecter es usted, señor Graham. ¿Puede decirme algo sobre él?

—No.

—Ciertos miembros del personal sienten curiosidad por lo siguiente: cuando usted vio los crímenes del doctor Lecter, su «estilo», por llamarlo de algún modo, ¿pudo usted tal vez reconstruir sus fantasías? ¿Y le ayudó eso a identificarlo?

Graham no respondió.

—Lamentablemente estamos muy escasos de material en ese aspecto. Hay un solo artículo en el Journal of Abnormal Psychology. ¿Le importaría conversar con algunos miembros del personal?

—No, no, esta vez no. El doctor Bloom fue muy severo conmigo al respecto. Tenemos que dejarlo tranquilo. La próxima vez, quizás.

El doctor Chilton estaba familiarizado con la hostilidad. Y en ese momento tenía una muestra bien evidente.

Graham se puso de pie.

—Gracias, doctor. Quiero ver a Lecter ahora.

La puerta de acero de la sección de seguridad máxima se cerró detrás de Graham. Oyó el ruido de la cerradura que se corría.

Graham sabía que Lecter dormía la mayor parte de la mañana. Miró al fondo del corredor. Desde ese ángulo no podía ver el interior de la celda de Lecter, pero pudo advertir que no había mucha luz.

Graham quería ver dormido al doctor Lecter. Necesitaba tiempo para juntar fuerzas. Si llegaba a sentir en su cabeza la locura de Lecter tendría que reprimirla rápidamente antes de que lo desbordara.

Para disimular el ruido de sus pisadas caminó detrás de un guardia que empujaba un carrito con ropa de cama. Es muy difícil engañar al doctor Lecter.

Graham se detuvo a mitad de camino. Barras de acero cubrían totalmente el frente de la celda. Detrás de las rejas, a más de un brazo de distancia, había una gruesa red de nylon que iba del techo hasta el piso y de pared a pared. Graham pudo ver a través de la reja una mesa y una silla clavadas en el piso. La mesa estaba cubierta por una pila de libros en rústica y numerosa correspondencia. Se acercó a los barrotes, apoyó sus manos sobre ellos y enseguida las retiró.

El doctor Hannibal Lecter dormía en un catre, su cabeza sobre una almohada apoyada contra la pared. Le Grand Dictionnaire de Cuisine de Alejandro Dumas estaba abierto sobre su pecho.

Graham había estado mirando por las rejas no más de cinco segundos cuando Lecter abrió los ojos y dijo:

—Es la misma espantosa loción para después de afeitarse que usó durante el juicio.

—Me la mandan de regalo para Navidad.

La luz se reflejaba en pequeñas manchas rojizas en los ojos marrones del doctor Lecter. Graham sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Se pasó la mano por ella.

—Navidad, por supuesto —señaló Lecter—. ¿Recibió mi tarjeta?

—La recibí. Gracias.

El laboratorio criminológico del FBI en Washington le había enviado a Graham la tarjeta de Navidad del doctor Lecter. Graham la llevó al patio de atrás de su casa, la quemó y se lavó las manos antes de tocar a Molly.

Lecter se levantó y se acercó a la mesa. Era un hombre pequeño y delgado. Muy prolijo.

—¿Por qué no se sienta, Will? Creo que por allí hay un armario donde guardan unas sillas plegables. Por lo menos de ahí parece provenir el ruido.

—El guardia me traerá una.

Lecter permaneció de pie hasta que Graham se sentó en el pasillo.

—¿Cómo está el oficial Stewart?

—Muy bien.

El oficial Stewart había abandonado su trabajo con las fuerzas de la ley después de haber inspeccionado el sótano de Lecter. Actualmente administraba un motel. Graham se abstuvo de mencionarlo. No creía que a Stewart le gustara recibir ninguna clase de correspondencia de Lecter.

—Qué pena que sus problemas emotivos fueran más fuertes que él. Yo pensaba que podía convertirse en un agente muy competente. Will, ¿tiene usted a veces problemas?

—No.

—Por supuesto.

Graham tenía la impresión de que Lecter estaba atravesándole el cráneo con su mirada. Su atención le producía la sensación de tener una mosca caminando adentro.

—Me alegra que haya venido. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Tres años? Mis visitantes son todos profesionales. Clínicos psiquiatras comunes y afanosos y mediocres doctores en psicología de oscuras universidades de nadie sabe dónde. Chupatintas tratando de proteger sus puestos con artículos en los periódicos.

—El doctor Bloom me mostró su artículo sobre manía quirúrgica en The Journal of Clinical Psychiatry.

—¿Y?

—Muy interesante, aún para un lego.

—Un lego. Lego, lego. Interesante palabra —dijo Lecter—. Tantos sabihondos dando vueltas por ahí. Tantos expertos, subvencionados por el gobierno. Y usted dice que es un lego. Pero usted fue el que me atrapó, ¿verdad, Will? ¿Sabe usted cómo lo hizo?

—Estoy seguro que leyó la transcripción. Todo figura allí.

—No, no es así. ¿Sabe usted cómo lo hizo, Will?

—Figura en la transcripción. ¿Qué importancia tiene ahora?

—A mí no me importa, Will.

—Quiero que me ayude, doctor Lecter.

—Lo suponía.

—Referente a Atlanta y a Birmingham.

—Sí.

—Estoy seguro que debe haberlo leído.

—Leí los periódicos. No puedo recortarlos. Por supuesto que no me permiten tener tijeras. Sabe usted, a veces me amenazan con quitarme los libros. No querría que ellos pensaran que estoy lucubrando algo morboso. —Lanzó una carcajada. El doctor Lecter tiene dientes blancos y pequeños.

—Usted quiere saber cómo los elige, ¿no es así?

—Se me ocurrió que podría tener algunas ideas. Le pido que me las transmita.

—¿Y por qué debería hacerlo?

Graham había anticipado la pregunta. Una razón para detener a asesinos múltiples no se le ocurriría así como así al doctor Lecter.

—Hay cosas que usted no tiene —manifestó Graham—. Material de investigación, inclusive secuencias de películas. Hablaría con el jefe de personal.

—Chilton. Debe de haberlo visto cuando entró. Horrible, ¿no le parece? Dígame la verdad: ¿no encuentra que escudriña en nuestra mente con la misma habilidad de un adolescente tratando de quitarle la faja a una muchacha? Lo observó por el rabillo del ojo. Se dio cuenta, ¿verdad? Tal vez no pueda creerlo, pero trató de hacerme a mí un test de apercepción temática. Estaba sentado allí, igual que el gato de Cheshire, esperando ver aparecer un Mf 13. Ja. Disculpe, olvidé que usted no pertenece a esta feligresía. Es una tarjeta con una mujer en cama y un hombre parado en primer plano. Se suponía que yo debía evitar una interpretación sexual. Me reí. Se enojó y les dijo a todos que yo había evitado ir a la cárcel por un síndrome de Ganser. No importa, es muy aburrido.

—Tendría acceso a la filmoteca de la Asociación Americana de Medicina.

—No creo que pudiera conseguirme las cosas que quiero.

—Haga la prueba.

—Ya tengo bastante para leer con todo esto.

—Podría ver el archivo de este caso. Y hay otra razón.

—Diga, por favor.

—Creo que debe tener curiosidad por saber si es usted más inteligente que la persona a la que busco.

—Y entonces, por consiguiente, piensa que es usted más inteligente que yo, ya que me atrapó.

—No. Sé que no soy más inteligente que usted.

—¿Y entonces cómo hizo para capturarme, Will?

—Usted tenía desventajas.

—¿Qué desventajas?

—Pasión. Y es insano.

—Está muy bronceado, Will.

Graham no contestó.

—Sus manos están ásperas. No parecen ya las manos de un policía. Esa loción para después de afeitarse parece elegida por un niño. ¿Tiene un barquito en la etiqueta, verdad?

El doctor Lecter rara vez mantiene la cabeza derecha. La inclina hacia un lado cuando formula una pregunta, como si quisiera atornillar su curiosidad en nuestra mejilla. Otra pausa y luego Lecter dijo:

—No piense que puede persuadirme recurriendo a mi vanidad intelectual.

—No creo poder persuadirlo. Lo hará o no lo hará. De todas formas, el doctor Bloom está trabajando en eso y es el mejor.

—¿Tiene ahí el legajo?

—Sí.

—¿Y fotografías?

—Sí.

—Déjeme verlas y lo reconsideraré.

—No.

—¿Sueña usted mucho, Will?

—Adiós, doctor Lecter.

—Todavía no me amenazó con quitarme los libros.

Graham comenzó a caminar.

—Déjeme ver el legajo, entonces. Le diré lo que pienso.

Graham tuvo que apretar bien el abultado legajo para que cupiera en la bandeja de la comida. Lecter lo hizo deslizarse hacia él.

—Hay un resumen arriba de todo. Puede leerlo ahora —dijo Graham.

—¿Le importa si lo leo en privado? Deme una hora.

Graham esperó en un sofá tapizado en plástico en un macabro salón. Varios guardias entraron para tomar café. No les dirigió la palabra. Miraba fijamente los pequeños objetos que había en el cuarto alegrándose de que se mantuvieran inmóviles en su visión. Tuvo que ir dos veces al baño. Estaba como insensible.

La llave giró permitiéndole ingresar nuevamente a la sección de seguridad máxima.

Lecter estaba sentado a su mesa; los ojos velados por sus pensamientos. Graham sabía que había pasado la mayor parte del tiempo con las fotografías.

—Es un muchacho muy tímido, Will. Me encantaría conocerlo. ¿Ha considerado usted la posibilidad de que esté desfigurado?

—Los espejos.

—Sí. Advierta que rompió todos los espejos de las casas, pero no fue únicamente para obtener los pedazos que necesitaba. No clava los trozos sólo para herir. Están colocados de forma que él pueda verse. En los ojos. La señora Jacobi y… ¿Cómo se llamaba la otra?

—La señora Leeds.

—Eso es.

—Muy interesante —dijo Graham.

—No es «interesante». Usted había pensado ya en eso.

—Lo había considerado.

—Vino acá solamente para mirarme. Para aspirar otra vez el viejo aroma, ¿no es verdad? ¿Por qué no se huele a usted mismo?

—Quiero su opinión.

—No tengo ninguna en este momento.

—Cuando la tenga me gustaría oírla.

—¿Puedo guardarme el legajo?

—No lo he decidido todavía —respondió Graham.

—¿Por qué no hay descripciones de los terrenos? Aquí tenemos vistas de los frentes de las casas, de las plantas, diagramas de los cuartos donde tuvieron lugar las muertes y poca mención del terreno. ¿Cómo eran los jardines?

—Jardines amplios en la parte posterior, con cercos, algunos con arbustos. ¿Por qué?

—Porque, mi querido Will, si este candidato siente una atracción especial por la luna, tal vez le guste salir al exterior para mirarla. Antes de asearse, comprende. ¿Alguna vez ha visto sangre a la luz de la luna, Will? Parece casi negra. Por supuesto que conserva su brillo característico. Si llegado el caso, uno estuviera desnudo, sería mejor gozar de cierta privacidad para esos menesteres. Debe demostrarse cierta consideración con los vecinos ¿hmmmmm?

—¿Usted piensa que el lugar es un factor que tiene en cuenta al elegir sus víctimas?

—Oh, sí. Habrá más víctimas, por supuesto. Permítame guardar el legajo, Will. Lo estudiaré. Y si tiene más agregados me gustaría echarles un vistazo, también. En las raras ocasiones en que mi abogado me llama me alcanzan un teléfono. Antes me comunicaban por el conmutador, pero como puede suponer, todo el mundo escuchaba la conversación. ¿Podría darme el número de teléfono de su casa?

—No.

—¿Sabe por qué me atrapó, Will?

—Adiós, doctor Lecter. Puede dejarme cualquier mensaje en el número que figura en el legajo.

Graham se alejó.

—¿Sabe por qué me atrapó?

Graham estaba ya fuera del alcance de la vista de Lecter y aceleró su marcha en dirección a la distante puerta de acero.

—La razón por la que pudo atraparme es porque ambos somos iguales —fue lo último que oyó Graham al cerrarse la puerta metálica a su paso.

Estaba insensible a excepción del temor de perder esa insensibilidad. Caminaba con la cabeza gacha, sin hablar con nadie y sentía las pulsaciones de su sangre como un hueco batir de alas. Le pareció muy corta la distancia hasta el exterior. Ese era simplemente un edificio; había solamente cinco puertas entre Lecter y la calle. Tenía la absurda sensación de que Lecter había salido junto con él. Se detuvo al trasponer la puerta de entrada y echó un vistazo alrededor para asegurarse de que estaba solo.

Desde un automóvil estacionado del otro lado de la calle, con el gran angular apoyado sobre una ventanilla, Freddy Lounds obtuvo una buena instantánea de Graham parado en el umbral, sobre el cual y escritas en la piedra podían leerse las palabras: «Hospital Estatal de Chesapeake para Criminales Insanos».

El resultado, publicado en el National Tattler, mostraba la foto recortada de la cabeza de Graham y las dos últimas palabras talladas en la piedra.