Will Graham condujo lentamente el automóvil mientras pasaba frente a la casa en la que había vivido y muerto la familia de Charles Leeds. Las ventanas estaban a oscuras. Una luz brillaba en el patio. Estacionó el automóvil a dos cuadras y caminó en medio de la cálida noche, llevando en una caja de cartón el informe de los detectives de la policía de Atlanta.
Graham había insistido en ir solo. La razón que le dio a Crawford había sido que cualquier otra persona que estuviera en la casa lo distraería. Tenía otra, una privada: no sabía cómo iba a comportarse. No quería que un par de ojos lo estuvieran mirando todo el tiempo.
Había reaccionado bien en la morgue.
La casa de ladrillos de dos pisos se alzaba en un lote arbolado, alejada de la calle. Graham permaneció un buen rato bajo los árboles contemplándola. Trató de conservar la calma en su interior. En su mente, un péndulo de plata se mecía en la oscuridad. Esperó hasta que el péndulo se quedó quieto.
Unos pocos vecinos pasaron en sus automóviles; miraban la casa pero rápidamente volvían la cabeza. El lugar donde se ha cometido un crimen resulta desagradable para el vecindario, como si fuera el rostro de alguien que los traicionó. Solamente los forasteros y los niños se detenían a mirarla.
Las persianas estaban levantadas. Graham se alegró de ello. Significaba que no había entrado ningún pariente. Los parientes siempre bajan las persianas.
Caminó hacia un costado de la casa, moviéndose cuidadosamente, sin utilizar la linterna. Se detuvo dos veces para escuchar. La policía de Atlanta sabía que estaba allí, pero los vecinos no. Debían de estar nerviosos. Podrían dispararle.
Al mirar por una ventana de atrás pudo ver la luz del patio del frente que se filtraba sobre las siluetas de los muebles. El aire estaba saturado por el perfume del jazmín del Cabo. Un porche enrejado se extendía casi a todo lo largo de la parte de atrás de la casa. En la puerta del porche podía verse el sello de la policía de Atlanta. Graham rompió el sello y entró.
El vidrio que la policía había quitado de la puerta que comunicaba el porche con la cocina, había sido reemplazado por una madera terciada. Abrió la puerta a la luz de la linterna utilizando la llave que le había dado la policía. Tenía ganas de encender las luces. Tenía ganas de colocarse su reluciente insignia y hacer algunos ruidos que justificaran su presencia en la silenciosa casa en la que habían muerto cinco personas. Pero no hizo nada. Entró a la oscura cocina y se sentó a la mesa de desayuno.
La llama azul del piloto de la cocina brillaba en la oscuridad. Percibió olor a limpiamuebles y a manzanas.
El termostato hizo clic y comenzó a funcionar el aire acondicionado. Graham se sobresaltó al oír el ruido y sintió miedo. Tenía larga experiencia con el miedo. Podría controlarlo en esa oportunidad. Estaba simplemente asustado pero podría seguir adelante.
Veía y oía mejor cuando estaba asustado; no podía hablar tan concisamente y a veces el miedo lo volvía algo grosero. No había nadie allí con quien hablar; nadie ya a quien pudiese ofender.
La locura irrumpió en esa casa a través de esa puerta y entró a esa cocina avanzando sobre unos pies con zapatos número cuarenta y cinco. Sentado en medio de la oscuridad, Graham olfateaba la locura como un sabueso huele una camisa.
Durante todo el día y parte de la tarde había estudiado el informe de la sección de homicidios de Atlanta. Recordaba que la policía, al entrar a la cocina, encontró encendida la luz de la campana de ventilación. La encendió.
Dos rectángulos de tela bordada y enmarcada colgaban de la pared a ambos lados de la cocina. En uno podía leerse: «Los besos se olvidan, la buena cocina no». Y en el otro: «Es a la cocina adonde prefieren venir nuestros amigos para sentir el pulso de la casa y solazarse en su trajín».
Graham miró su reloj. Once y media. Según el patólogo, las muertes habían ocurrido entre las once de la noche y la una de la madrugada.
En primer lugar estaba la entrada. Se puso a pensar en eso…
El demente deslizó el gancho de la puerta exterior de alambre tejido. Permaneció en la oscuridad del porche y sacó algo de su bolsillo. Una ventosa. Tal vez la base de un sacapuntas diseñado para adherirse a la tapa del escritorio.
Acurrucado junto a la parte inferior, de madera, de la puerta de la cocina, el maniático alzó la cabeza para espiar por el vidrio. Sacó la lengua y lamió la ventosa, la apretó contra el vidrio y torció el mango para que se adhiriera. Un pequeño cortavidrios estaba sujeto a la ventosa con un cordel, como para poder cortar un círculo.
El débil chirrido del cortavidrios y un golpe seco para quebrar el cristal. Una mano para golpear y otra para sujetar la ventosa. El vidrio no debía caer. El pedazo era ligeramente ovalado porque el cordel se enroscó alrededor del mango de la ventosa al cortar el cristal. Un ligero ruido mientras tira el pedazo de vidrio hacia afuera. No le importa dejar rastros de saliva del tipo AB en el vidrio.
La mano cubierta por un ajustado guante se desliza en el agujero, hasta encontrar la cerradura. La puerta se abre silenciosamente. Ya está adentro. La luz de la campana le permite ver su cuerpo en esa cocina extraña. Reina una fresca y agradable temperatura en el interior de la casa.
Will Graham ingirió dos Di-Gels. Le molestó el crujido del celofán al guardar el paquete en su bolsillo. Atravesó el living sujetando la linterna lo más apartada de él que podía, por pura costumbre. A pesar de haber estudiado bien la planta, hizo un giro equivocado antes de encontrar la escalera. No crujía.
En ese momento estaba parado en la entrada del dormitorio principal. Podía ver vagamente sin utilizar la linterna. El reloj digital que estaba sobre la mesa de noche, proyectaba la hora en el cielo raso y una luz anaranjada titilaba en la pared junto al baño. Era intenso el olor dulzón a sangre.
Los ojos acostumbrados a la oscuridad podían ver bastante bien. El maniático pudo distinguir al señor Leeds de su esposa. Había luz suficiente como para permitirle cruzar el cuarto, agarrar a Leeds por el pelo y degollarlo. ¿Y después qué? ¿Vuelta al interruptor de luz en la pared, un saludo a la señora Leeds y luego el disparo que la inmovilizó?
Graham encendió la luz y las manchas de sangre parecieron insultarlo desde las paredes, el colchón y el piso. El mismo aire parecía salpicado de alaridos. Se sintió acobardado por el ruido de ese silencioso cuarto repleto de manchas oscuras.
Graham se sentó en el piso hasta que su mente se serenó. «Tranquilo, tranquilo, quédate tranquilo».
La cantidad y variedad de manchas de sangre desconcertaba a los detectives de Atlanta que trataban de reconstruir el crimen. Todas las víctimas habían sido encontradas muertas en sus camas. Eso no concordaba con la ubicación de las manchas.
Al principio creyeron que Charles Leeds había sido atacado en el dormitorio de su hija y su cuerpo, arrastrado hasta el dormitorio principal. Pero un detenido examen de las salpicaduras les hizo reconsiderar esa teoría.
Todavía no habían quedado determinados exactamente los movimientos del asesino en los diferentes cuartos.
Con la ventaja de la autopsia y los datos suministrados por el laboratorio, Will Graham comenzó a ver cómo había ocurrido.
El intruso degolló a Charles Leeds mientras dormía junto a su esposa, regresó al interruptor de la luz en la pared y encendió las luces (pelos y fijador de la cabeza del señor Leeds fueron dejados en la placa del interruptor por un guante suave). Le disparó a la señora Leeds cuando se incorporó y luego se dirigió a los cuartos de los chicos.
Leeds se levantó con la garganta seccionada y trató de proteger a sus hijos, dejando a su paso grandes gotas de sangre y el inconfundible rastro de una arteria cortada mientras trataba de luchar. Fue empujado hacia un lado, cayó y murió con su hija en el dormitorio de ella.
Uno de los dos niños fue muerto en la cama de un disparo. El otro fue encontrado también en la cama, pero tenía en el pelo pequeñas bolitas de tierra. La policía creía que había sido sacado primero de debajo de la cama y luego muerto de un balazo.
Cuando estaban todos muertos, a excepción posiblemente de la señora Leeds, comenzó el destrozo de espejos, la selección de trozos y la ulterior dedicación a la señora Leeds.
En la caja de cartón Graham tenía copias de los informes completos de las autopsias. Allí estaba el de la señora Leeds. La bala había entrado a la derecha de su ombligo y se había alojado en la espina dorsal pero la mujer había muerto por estrangulamiento.
El aumento del nivel de serotonina y de histaminas en la herida de bala indicaba que había vivido por lo menos cinco minutos después del disparo. El nivel de la histamina era mucho más alto que el de serotonina, por lo tanto no había sobrevivido más de quince minutos. La mayoría de sus otras heridas habían sido hechas, probablemente, después de muerta.
Si las demás heridas eran postmortem ¿qué hacía el asesino en ese intervalo mientras la señora Leeds esperaba la muerte? En eso pensaba Graham. Luchar con Leeds y matar a los otros, por supuesto, pero eso no le habría llevado más de un minuto. Romper los espejos. ¿Y qué más?
Los detectives de Atlanta eran muy meticulosos. Habían medido y fotografiado todo exhaustivamente, limpiaron y rastrillaron y retiraron las válvulas de los desagües. No obstante Graham lo revisó todo por su cuenta.
Sabía dónde habían sido encontrados los cadáveres gracias a las marcas hechas por la policía en los colchones y a las fotografías que tomaron. Las pruebas —rastros de nitrato en las sábanas en los casos de heridas de bala— indicaban que habían sido encontrados en posiciones aproximadas a aquéllas en que habían muerto.
Pero la profusión de manchas de sangre y de marcas y huellas borrosas en la alfombra del hall seguían sin poder explicarse. Uno de los detectives sugirió que algunas de las víctimas habían tratado de escapar del asesino arrastrándose. Graham no estaba de acuerdo; evidentemente el criminal las había movido después de muertas y luego las había colocado nuevamente en el lugar donde estaban cuando las asesinó.
Era obvio lo que había hecho con la señora Leeds. Pero ¿y los demás? No los había desfigurado, como hizo con la señora Leeds. Cada uno de los niños tenía una única herida de bala en la cabeza. Charles Leeds se desangró hasta morir, contribuyendo la sangre aspirada. La única marca adicional que presentaba era superficial, la de una atadura alrededor del pecho, aparentemente postmortem. ¿Qué hizo con ellos el asesino después de matarlos?
Graham sacó de la caja las fotografías policiales, los informes del laboratorio sobre los diferentes tipos de sangre y las manchas orgánicas del cuarto y muestras comunes para comparación de trayectorias de regueros de sangre.
Repasó minuciosamente todos los dormitorios del primer piso, tratando de hacer coincidir las heridas con las manchas, tratando de trabajar marcha atrás. Dibujó cada mancha en un plano en escala del dormitorio principal, valiéndose del muestrario para comparar y poder así estimar la dirección y velocidad del goteo. En esta forma esperaba poder descubrir la posición de los cuerpos en diferentes momentos.
Había una hilera de tres manchas que subían y daban la vuelta a un rincón de la pared del dormitorio y tres pequeñas manchas en la alfombra debajo de ellas. La pared de la cabecera de la cama estaba manchada del lado donde había estado Charles Leeds y se veían las marcas de unos golpes sobre los zócalos. El diagrama de Graham empezó a parecerse a esos juegos de entretenimiento en que deben unirse los números con una raya para obtener un dibujo, pero en este caso no había números. Se quedó contemplándolo, miró nuevamente la habitación, y luego retomó el dibujo hasta sentir que su cabeza estaba por estallar.
Entró al baño y tomó sus dos últimas pastillas de Bufferin, utilizando las manos para beber el agua de la canilla del lavatorio. Se mojó la cara y la secó luego con el faldón de su camisa. El agua se derramó sobre el piso. Había olvidado que habían quitado las válvulas y sifones de los desagües. De no ser por eso, el baño estaba perfecto, a excepción del espejo roto y de los rastros del polvo rojo utilizado para las impresiones digitales llamado Sangre de Dragón. Los cepillos de dientes, las cremas faciales, la afeitadora, todo estaba en su lugar.
Daba la impresión de que el baño todavía era utilizado por la familia. Las medias de la señora Leeds colgaban todavía del toallero donde las había dejado para que se secaran. Advirtió que había cortado la pierna de un par que tenía unos puntos corridos, para poder utilizar dos pares de una sola pierna, y en esa forma ahorrar dinero. La pequeña y modesta economía de la señora Leeds le llegó muy hondo; Molly hacía exactamente lo mismo.
Graham se deslizó por una ventana hacia el techo del porche y se quedó sentado sobre las ásperas tejas. Abrazó las rodillas al sentir el frío de la camisa húmeda en su espalda y resopló para ahuyentar el olor a masacre que impregnaba su nariz.
Las luces de Atlanta iluminaban el cielo y resultaba difícil poder contemplar las estrellas. Debía de ser una noche clara en los Cayos. Podría estar junto a Molly y Willy, esperando ver las estrellas fugaces y escuchar el ruido que ellos tres juraban que hacían al caer. La lluvia de meteoros del Delta Aquarid estaba en su punto máximo y Willy estaría observándola.
Se estremeció y resopló nuevamente. No quería pensar en Molly en ese momento. Era de mal gusto y lo perturbaba.
Graham tenía serios problemas con el gusto. A menudo sus pensamientos no eran placenteros. No existían divisiones categóricas en su mente. Lo que veía y aprendía influía en todo lo que ya sabía. Resultaba difícil convivir con algunas combinaciones.
Pero no podía preverlas, no podía bloquearlas y suprimirlas. Sus principios de decencia y corrección subsistían, escandalizados por sus asociaciones, absortos por sus sueños; le daba lástima que en ese campo de batalla que era su cráneo, no existieran defensas para lo que amaba. Sus asociaciones se presentaban a la velocidad de la luz. Sus juicios sobre valores, a ritmo mesurado. Nunca lograban mantenerse a la par y dirigir su pensamiento.
Consideraba su mentalidad algo grotesca pero útil, como una silla hecha con cornamenta. Mas no podía hacer nada al respecto.
Graham apagó las luces de la casa y salió por la cocina. En el extremo más alejado del porche de atrás, la luz de su linterna iluminó una bicicleta y una canasta de paja para perros. Había una casilla de perro en el patio posterior y un plato junto a los escalones.
Las pruebas indicaban que los Leeds habían sido sorprendidos mientras dormían.
Sujetó la linterna entre el pecho y el mentón y escribió una nota: Jack, ¿dónde estaba el perro?
Graham regresó a su hotel. Tenía que concentrarse en el manejo del automóvil, por más que a esa hora, las cuatro de la mañana, no había mucho tráfico. Seguía doliéndole la cabeza y buscó una farmacia de turno.
Encontró una en Peachtree. Un desaliñado sereno dormía junto a la puerta. Un farmacéutico con una chaqueta sucia sobre la que resaltaba más su caspa, le vendió Bufferin. El reflejo de la luz del local le resultaba molesto. A Graham no le gustaban los farmacéuticos jóvenes. Tenían un aspecto de cachorros raquíticos. A menudo eran relamidos y sospechaba que eran desagradables en sus casas.
—¿Qué más? —preguntó el farmacéutico con los dedos apoyados sobre las teclas de la máquina registradora—. ¿Qué más?
La oficina del FBI de Atlanta le había reservado una habitación en un absurdo hotel próximo al nuevo Peachtree Center. Tenía unos ascensores de vidrio en forma de capullos como para que no le cupieran dudas de que estaba realmente en la ciudad.
Graham subió a su cuarto acompañado por dos miembros de una convención en cuyos distintivos estaba impreso, además de su nombre, el saludo «¡Hola!». Ambos se agarraron del pasamanos y echaron una mirada al vestíbulo mientras subían.
—Mira allí, un poco más lejos del mostrador, es Wilma y los otros que acaban de regresar —dijo el más grande—. Maldita sea, cómo me gustaría arrancarle un pedacito.
—Hacerle el amor hasta que le sangre la nariz —señaló el otro.
Miedo y deseo y rabia por el miedo.
—¿Sabes por qué las mujeres tienen piernas?
—¿Por qué?
—Para no dejar un rastro como el caracol.
Las puertas del ascensor se abrieron.
—¿Llegamos? Sí, ya llegamos —afirmó el grandote, tambaleándose contra las puertas al salir.
—Este es el ciego que guía al otro ciego —comentó el otro.
Graham depositó la caja de cartón sobre la cómoda de su cuarto. Pero luego la guardó en un cajón para quitarla de su vista. Ya había tenido suficiente por ese día con esos muertos de ojos abiertos. Tenía ganas de llamar a Molly pero era demasiado temprano.
A las ocho de la mañana debía presentarse en el departamento central de la policía de Atlanta. No tenía mucho que contarles.
Trataría de dormir. Su mente parecía un ruidoso vecindario repleto de disputas y en uno de sus pasillos había una pelea. Se sentía entumecido y vacío; se sirvió dos dedos de whisky en el vaso del baño y los bebió antes de acostarse. La oscuridad parecía aplastarlo. Encendió la luz del baño y se metió nuevamente en cama. Imaginó que Molly estaba en el baño cepillándose el pelo.
Párrafos del informe de la autopsia resonaban con su propia voz, aunque nunca los había leído en voz alta: «… las heces estaban formadas. Un rastro de talco en la parte inferior de la pierna derecha. Fractura de la pared de la órbita debido a la inserción de un trozo de espejo».
Graham trató de pensar en la playa del Cayo Sugarloaf y escuchar el ruido del oleaje. La imagen de su banco de trabajo acudió a su mente y pensó en el escape para el reloj de agua que él y Willy estaban fabricando. Cantó Whiskey River en voz baja y trató de repasar mentalmente Black Mountain Rag del principio al fin. La canción de Molly. La parte de la guitarra de Doc Watson salía perfecta, pero siempre se perdía cuando entraban los violines. Molly había tratado de enseñarle a zapatear en el patio de atrás de la casa y comenzó a saltar, hasta que por fin se durmió.
Se despertó al cabo de una hora rígido y empapado en sudor y la silueta de la otra almohada contra la luz del baño se transformó en la señora Leeds acostada junto a él, mordida y destrozada, con espejos en sus ojos y sangre sobre las sienes y orejas como si fueran patillas de anteojos. No podía girar la cabeza para mirarla. Lanzó mentalmente un alarido y estiró la mano hasta tocar la tela seca.
Esa acción le proporcionó un alivio inmediato. Se levantó; el corazón le latía fuertemente, y se cambió la camiseta por otra seca. Tiró la camiseta mojada en la bañera. No podía moverse al lado seco de la cama. En cambio puso una toalla sobre la parte empapada por su transpiración y se instaló sobre ella, recostándose contra la cabecera con un buen whisky en la mano. De un trago vació la tercera parte del contenido del vaso.
Buscó algo en qué pensar, cualquier cosa. La farmacia en la que había comprado el Bufferin; tal vez porque era la única experiencia de ese día que no estaba relacionada con la muerte.
Recordaba los viejos drugstores y sus helados. De chico pensaba que los drugstores tenían cierto aire furtivo. Cuando uno entraba siempre pensaba en comprar preservativos, así los necesitara o no. Había cosas en los estantes a las que no se debía mirar mucho.
En la farmacia en la que compró el Bufferin, los anticonceptivos con sus envolturas cubiertas de ilustraciones se exhibían en estuches de plástico en la pared de atrás de la caja, enmarcados como objetos de arte.
Prefería el drugstore y los helados de su niñez. Graham estaba próximo a los cuarenta años y empezaba a sentirse tironeado por el mundo de antaño; como un ancla de mar con mal tiempo.
Pensó en Smoot. El viejo Smoot que servía los helados y atendía el drugstore local, propiedad del farmacéutico, cuando Graham era chico. Smoot, que bebía durante las horas de trabajo, se olvidaba siempre de bajar el toldo y las suelas de las zapatillas se derretían en la vidriera. Smoot, que olvidó desenchufar la cafetera hasta que hubo que llamar a los bomberos. Smoot, que les fiaba helados a los chicos.
Su crimen mayor fue encargar cincuenta muñecas Kewpie a un mayorista cuando el dueño del negocio estaba de vacaciones. A su regreso el propietario despidió a Smoot por una semana. Y entonces realizaron una liquidación de muñecas Kewpie. Cincuenta muñecas fueron dispuestas en semicírculo en la vidriera de forma que todas miraban a cualquiera que se parara a contemplarlas.
Tenían grandes ojos de color azul. Era una exhibición sorprendente y Graham se quedó mirándola durante un buen rato. Sabía que eran solamente muñecas Kewpie pero se sentía el centro de su atención. Eran tantas las que lo miraban. Muchas personas se pararon para contemplarlas. Muñecas de yeso, todas con el mismo rulito ridículo, sin embargo sus miradas fijas le habían provocado un cosquilleo en la cara.
Graham comenzó a relajarse un poco. Muñecas Kewpie mirándolo fijo. Se dispuso a beber un trago, se atoró y lo escupió sobre su pecho. Manoteó para encender la luz de la lamparita de la mesa de noche y sacó la caja del cajón de la cómoda. Buscó los informes de la autopsia de los tres niños Leeds y sus diagramas del dormitorio principal y los desparramó sobre la cama.
Allí estaban las tres manchas de sangre en línea oblicua en el rincón y las otras en la alfombra. Encontró las medidas de los tres chicos. Hermano, hermana, hermano mayor. Coincide. Coincide. Coincide.
Habían estado sentados en fila contra la pared mirando hacia la cama. Un público. Un público muerto. Y Leeds. Atado por el pecho contra la cabecera. Dispuesto como para que pareciera que estaba sentado en la cama. Por eso tenía la marca de una atadura y estaba manchada la pared encima de la cabecera.
¿Qué estaban observando? Nada; todos estaban muertos. Pero tenían los ojos abiertos. Estaban mirando una actuación en la que las estrellas eran el maniático y el cadáver de la señora Leeds, además del señor Leeds sentado en la cama. Espectadores. A los que el loco les podía mirar las caras.
Graham se preguntó si habría encendido una vela. La luz vacilante habría simulado una expresión en sus rostros. Pero no se encontró ninguna vela. Tal vez se le ocurriera hacerlo la próxima vez.
Ese primer y pequeño nexo con el asesino dolía y pinchaba como una sanguijuela. Graham mordió la sábana, abstraído en sus pensamientos.
«¿Por qué los movió nuevamente? ¿Por qué no los dejó como estaban?», se preguntó Graham. «Hay algo que usted no quiere que yo sepa sobre su persona. Vaya, hay algo que lo avergüenza. ¿O se trata de algo que usted no puede permitirse que yo sepa?».
«¿Les abrió los ojos?».
«¿La señora Leeds era encantadora, verdad? Usted encendió la luz después de degollarlo para que la señora Leeds pudiera verlo desplomarse ¿no es así? ¿Era desesperante tener que usar guantes cuando la tocó, verdad?».
Tenía talco en la pierna.
No había talco en el baño.
Parecía que alguna otra persona hubiera expresado esas dos verdades en voz baja.
«¿Se quitó los guantes, no es así? El polvo cayó de un guante de goma cuando se lo quitó para tocarla ¿NO ES ASÍ, HIJO DE PUTA? La tocó con sus manos desnudas y luego se puso nuevamente los guantes y borró sus impresiones. Pero ¿LES ABRIÓ LOS OJOS, cuando no tenía puestos los guantes?».
Jack Crawford contestó el teléfono la quinta vez que sonó. Había atendido varias veces el teléfono durante esa noche y no estaba aturdido.
—Jack, soy Will.
—Sí, Will.
—¿Sigue estando Price en Huellas Ocultas?
—Sí. No sale mucho ya. Está trabajando en el índice de impresión única.
—Creo que debería venir a Atlanta.
—¿Por qué? Tú mismo dijiste que el tipo que trabajaba aquí era bueno.
—Es bueno, pero no tanto como Price.
—¿Qué quieres que haga? ¿Dónde tendría que buscar?
—En las uñas de las manos y los pies de la señora Leeds. Están pintados, es una superficie lisa. Y las córneas de los ojos de todos. Creo que se quitó los guantes, Jack.
—Cielos, Price va a tener que salir a toda carrera —dijo Crawford—. El funeral se realizará esta tarde.