Will Graham hizo sentar a Crawford junto a una mesa de picnic, entre la casa y el océano, y le ofreció un vaso de té helado.
Jack Crawford miró la casa vieja y simpática cuyas maderas cubiertas de litre plateado resplandecían en la diáfana luz.
—Debí haberte agarrado en Marathon cuando salías de trabajar —dijo Crawford—. No querrás hablar de este asunto aquí.
—No quiero hablar de eso en ninguna parte, Jack. Tú tienes que hacerlo, de modo que adelante. Pero no se te ocurra mostrarme ni una sola fotografía. Si trajiste algunas, déjalas en tu portafolio, Molly y Willy volverán pronto.
—¿Qué es lo que sabes?
—Lo que publicaron el Herald de Miami y el Times —respondió Graham—. Dos familias asesinadas en sus casas con un mes de diferencia. Una en Birmingham y otra en Atlanta. Las circunstancias eran similares.
—Similares no. Las mismas.
—¿Cuántas confesiones hasta ahora?
—Ochenta y seis cuando llamé esta tarde —manifestó Crawford—. Todos locos. Ninguno conocía los detalles. Destroza los espejos y utiliza los pedazos rotos. Ni uno solo lo sabía.
—¿Qué otra cosa les ocultaste a los periodistas?
—Que es rubio, diestro y realmente fuerte, calza zapatos número cuarenta y cinco. Un verdadero Hércules. Las impresiones son todas de guantes de goma.
—Eso lo dijiste en público.
—No es muy hábil con las cerraduras —comentó Crawford—. Utilizó un cortavidrio y una ventosa de goma para entrar en la última casa. Ah, su sangre es AB positiva.
—¿Lo hirió alguien?
—Hasta ahora no lo sabemos. Analizamos su semen y saliva. Abundan sus secreciones —Crawford contempló el mar calmo—. Will, quiero hacerte una pregunta. Lo leiste todo en los periódicos. El segundo caso fue ampliamente comentado en la televisión. ¿Se te ocurrió alguna vez llamarme?
—No.
—¿Y por qué no?
—Al principio no había muchos detalles del primer caso, el de Birmingham. Podía haber sido cualquier cosa, una venganza, un pariente.
—Pero supiste de qué se trataba después del segundo.
—Sí. Un psicópata. No te llamé porque no quise. Ya sé con quién trabajarás en este caso. Cuentas con el mejor laboratorio. Con Heimlich en Harvard, Bloom en la Universidad de Chicago…
—Y te tengo aquí a ti, arreglando unos malditos motores de lanchas.
—No creo que fuera de mucha utilidad, Jack. Ya no pienso más en eso.
—¿De veras? Atrapaste a dos. Los dos últimos que tuvimos los atrapaste tú.
—¿Y cómo? Haciendo las mismas cosas que haces tú y los demás.
—Eso no es del todo cierto, Will. Es la forma en que piensas.
—Creo que se han dicho muchas estupideces sobre mi modo de pensar.
—Llegaste a conclusiones sin que nunca nos explicaras cómo lo hiciste.
—Las pruebas estaban a la vista —respondió Graham.
—Seguro. Seguro que estaban a la vista. Y después aparecieron muchas más. Antes del arresto teníamos tan pocas que difícilmente hubiéramos podido continuar.
—Tienes la gente necesaria, Jack. No creo que yo pueda mejorar en nada el equipo. Me mudé aquí para alejarme de todo ese ambiente.
—Lo sé. La última vez te hirieron. Ahora pareces estar bien.
—Lo estoy. Pero no es el hecho de quedar herido. A ti también te lastimaron.
—Me hirieron pero no en esa forma.
—No se trata de haber sido herido. Decidí simplemente que ya era suficiente. No creo poder explicarlo.
—Por Dios, te aseguro que comprendería perfectamente bien que ya no pudieras volver a enfrentarlo.
—No. Mira… siempre es feo tener que verlos, pero en cierta forma te las arreglas para poder funcionar, siempre y cuando estén muertos. El hospital, las entrevistas, eso es lo peor. Tienes que apartarlo de tu mente para poder seguir pensando. No me creo capaz de hacerlo ahora. Podría obligarme a mirar, pero me resultaría imposible pensar.
—Will, estos están todos muertos —dijo Crawford lo más suavemente que pudo.
Jack Crawford escuchó el ritmo y la sintaxis de sus propias frases en la voz de Graham. Había oído a Graham hacerlo en otras oportunidades, con otras personas. A menudo, en medio de una animada conversación, Graham adoptaba la forma de hablar de su interlocutor. Al principio Crawford pensó que lo hacía deliberadamente, que era una treta para mantener el ritmo.
Pero más adelante Crawford se dio cuenta de que Graham lo hacía involuntariamente, que a veces trataba de evitarlo y no podía.
Crawford metió dos dedos en el bolsillo de su chaqueta. Arrojó luego sobre la mesa dos fotografías boca arriba.
—Todos muertos —repitió.
Graham lo miró durante un instante antes de tomar las fotos. Eran simples instantáneas: una mujer seguida por tres niños y un pato, llevando una canasta de picnic junto a la orilla de una laguna. Una familia de pie detrás de una torta de cumpleaños.
Depositó nuevamente las fotografías sobre la mesa al cabo de medio minuto. Las puso una sobre la otra y dirigió su mirada a la playa, a lo lejos, donde el chico en cuclillas examinaba algo en la arena.
La mujer lo observaba, apoyada su mano sobre la cadera mientras la espuma de las olas se arremolinaba en torno a sus tobillos. Se inclinó hacia atrás para sacudirse el pelo mojado pegoteado sobre la espalda.
Graham, haciendo caso omiso de su visita, observó a la mujer y al muchacho durante un lapso igual al que había dedicado a mirar las fotos.
Crawford estaba contento. Con el mismo esmero que había puesto para elegir el lugar de la conversación, cuidó que la satisfacción no se reflejara en su rostro. Le pareció que había conseguido a Graham. Tenía que dejarlo recapacitar.
Aparecieron tres perros increíblemente feos que se echaron junto a la mesa.
—Dios mío… —murmuró Crawford.
—Probablemente son perros. La gente los abandona continuamente por aquí cuando son pequeños —explicó Graham—. Puedo deshacerme de los más o menos lindos y el resto se queda dando vueltas por el lugar hasta que son más grandes.
—Están bastante gordos.
—Molly tiene un corazón muy blando y le dan lástima.
—Qué buena vida debes pasar aquí, Will. Con Molly y el chico. ¿Cuántos años tiene?
—Once.
—Es un lindo muchacho. Va a ser más alto que tú.
—Su padre lo era —afirmó Graham—. Tengo suerte de poder estar aquí. Lo sé.
—Quería traer a Phyllis a Florida. Me gustaría conseguir un lugar para instalarme cuando me jubile y dejar de vivir como un topo. Ella dice que todas sus amigas están en Arlington.
—Siempre quise agradecerle los libros que me llevó al hospital pero nunca lo hice. Hazlo por mí.
—Lo haré.
Dos pequeños y coloridos pajaritos se posaron sobre la mesa esperando encontrar algo dulce. Crawford los observó mientras daban pequeños saltitos de uno a otro lado hasta que finalmente volaron.
—Will, este degenerado parece actuar siguiendo las fases de la luna. Asesinó a los Jacobi en Birmingham la noche del sábado 28 de junio, noche de luna llena. Mató a la familia Leeds en Atlanta anteanoche, 26 de julio. Un día antes de cumplido el mes lunar. De modo que si tenemos suerte, todavía nos quedan un poco más de tres semanas hasta que vuelva a actuar.
»No creo que tú quieras esperar aquí en los cayos y enterarte del próximo caso por medio del Herald. Caray, no soy el Papa, no estoy diciéndote lo que debes hacer, pero quiero preguntarte una cosa: ¿mi opinión significa algo para ti, Will?
—Sí.
—Creo que las posibilidades de atraparlo rápido son mayores si tú nos ayudas. Vamos, Will, anímate y danos una mano. Ve a Atlanta y a Birmingham a echar un vistazo y luego pasa por Washington.
Graham no contestó.
Crawford esperó hasta que cinco olas rompieron en la playa.
Se puso entonces de pie y se echó la chaqueta de su traje sobre un hombro.
—Conversaremos después de la comida.
—Quédate a comer con nosotros.
Crawford meneó la cabeza.
—Volveré más tarde. Debe de haber mensajes en el Holiday Inn y tengo que hacer unas cuantas llamadas. De todos modos agradécele a Molly de mi parte.
El automóvil alquilado por Crawford levantó una fina capa de polvo que se depositó sobre los arbustos próximos al camino de grava.
Graham volvió junto a la mesa. Tenía miedo de que ése fuera su último recuerdo del cayo Sugarloaf: hielo derritiéndose en dos vasos con té, servilletas de papel cayendo de la mesa impulsadas por la suave brisa y Molly y Willy allá lejos en la playa.
Atardecer en Sugarloaf: las garzas inmóviles y el disco rojo del sol haciéndose más grande cada segundo.
Will Graham y Molly Foster Graham estaban sentados sobre un tronco desteñido arrastrado por la marea, sus caras tenían un tinte anaranjado por el reflejo del sol poniente y sus espaldas estaban envueltas en sombras violáceas. Ella le tomó la mano.
—Crawford pasó por la tienda para verme antes de venir aquí —dijo—. Me pidió la dirección. Traté de llamarte. Creo que de vez en cuando deberías contestar el teléfono. Vimos el automóvil cuando llegamos a casa y dimos vuelta hacia la playa.
—¿Qué más te preguntó?
—Cómo estabas.
—¿Qué le contestaste?
—Que estabas bien y que debería dejarte tranquilo. ¿Qué quiere que hagas?
—Ver unas pruebas. Soy especialista forense, Molly. Has visto mi diploma.
—Lo que vi fue cómo remendaste una rajadura en el papel del techo con tu diploma —Se sentó a horcajadas sobre el tronco para mirarlo de frente—. Si extrañaras tu otra vida, lo que hacías antes, supongo que hablarías de ello. Jamás lo haces. Ahora estás tranquilo, cómodo y comunicativo, y eso me encanta.
—¿Lo pasamos bien, verdad?
Ese único y lento parpadeo le indicó que debería haber dicho algo mejor, pero ella insistió antes de que pudiera corregirlo.
—Lo que hiciste por Crawford fue malo para ti. Él tiene muchas otras personas, supongo que todo el bendito departamento. ¿Es posible que no pueda dejarnos en paz?
—¿Crawford no te lo contó? Fue mi jefe las dos veces que dejé la Academia del FBI para volver al campo de batalla. Esos dos casos fueron los únicos de ese tipo que jamás había tenido y hace mucho tiempo que Jack está en el FBI. Ahora se le ha presentado otro. Esta clase de psicópata es muy poco común. Él sabe que yo he tenido experiencia.
—Sí, así es —respondió Molly. Por la camisa desabrochada de Will podía ver la curva de la cicatriz sobre el estómago. Era sobresaliente y de un dedo de ancho y jamás se bronceaba. Corría desde la cadera izquierda y se torcía hasta alcanzar las costillas del lado opuesto.
Se la había hecho el doctor Hannibal Lecter con un cuchillo el año anterior a que Molly conociera a Graham. Casi lo llevó a la tumba. El doctor Lecter, apodado por los periódicos «Hannibal el Caníbal», era el segundo psicópata que había atrapado Will Graham.
Cuando salió finalmente del hospital, presentó su renuncia a la Oficina Federal de Investigaciones, abandonó Washington y se puso a trabajar como mecánico de motores diesel para lanchas en un astillero de Marathon, en los cayos de Florida. Se había criado haciendo ese tipo de trabajo. Dormía en una casa rodante en el astillero hasta que apareció Molly y su destartalada mansión del cayo Sugarloaf.
Él se sentó también a horcajadas sobre el tronco y aferró las manos de Molly. Los pies de ella se deslizaron bajo los de Graham.
—Muy bien, Molly. Crawford cree que yo tengo un olfato especial para los monstruos. Es casi como una superstición.
—¿Y tú piensas como él?
Graham contempló tres pelícanos que volaban en fila sobre los bajíos del mar.
—Molly, un psicópata inteligente, especialmente un sádico, es muy difícil de atrapar por varias razones. En primer lugar porque no existe un motivo que se pueda rastrear. De modo que esa posibilidad queda descartada. Y generalmente no podrás contar con ninguna ayuda por parte de soplones. Verás, en la mayoría de los arrestos es más importante el papel de los soplones que el de los detectives, pero en casos como éste no hay soplones. Quizás él ni siquiera sabe lo que está haciendo. De modo que debes aprovechar todas las pruebas que tengas y deducir lo demás. Tienes que tratar de reconstruir su forma de pensar. Tratar de encontrar pautas.
—Y seguirlo y enfrentarlo —señaló Molly—. Tengo miedo de que si te lanzas tras ese maniático, o lo que sea, te haga lo mismo que te hizo el último. Exactamente. Y eso es lo que me aterra.
—Nunca me verá ni conocerá mi nombre, Molly. La policía será la encargada de detenerlo si es que lo encuentran. Yo no. Todo lo que Crawford quiere es otro punto de vista.
Ella observó el sol color púrpura que parecía desparramarse sobre el mar. Unos cirros altos resplandecían sobre él.
A Graham le encantaba la forma en que Molly giraba la cabeza, ofreciéndole con gran naturalidad su peor perfil. Podía ver latir el pulso en su cuello y recordó súbita e intensamente el sabor a sal en su piel. Tragó y dijo:
—¿Qué demonios puedo hacer?
—Lo que ya has decidido. Si te quedas aquí y ocurren nuevas muertes tal vez eso te haga odiar este lugar, a la hora señalada y todas esas tonterías. Si fuera así, no me harías realmente ninguna pregunta.
—¿Y qué responderías si te hiciera una pregunta?
—Quédate aquí conmigo. Conmigo. Conmigo. Conmigo. Y Willy, lo incluiría también a él si sirviera de algo. Se supone que debo secarme los ojos y agitar mi pañuelo. Si las cosas no funcionan bien, tendré la satisfacción de que hiciste lo correcto. Durará tanto como el toque de silencio. Entonces podré volver a casa y conectar un solo lado de la manta eléctrica.
—Estaré detrás de todos.
—No lo creo ni por un minuto. Qué egoísta soy, ¿verdad?
—No me importa.
—A mí tampoco. Esto es tan agradable y pacífico. Todo lo que te pasó antes contribuye para que lo sepas. Para que lo valores, quiero decir.
Él asintió.
—No quiero perderlo por nada del mundo —dijo Molly.
—No. No lo perderemos.
Oscureció rápidamente y Júpiter apareció, bajo, en el sudoeste.
Crawford volvió después de la comida. Se había quitado la chaqueta y la corbata y arremangado la camisa para parecer más informal. A Molly le parecieron repulsivos los gruesos y pálidos antebrazos de Crawford. Le daba la impresión de ser un maldito mono sabio. Le sirvió una taza de café bajo el ventilador del porche y se sentó junto a él mientras Graham y Willy salían a darles de comer a los perros. No dijo una sola palabra. Las mariposas golpeaban suavemente contra las persianas.
—Tiene muy buen aspecto, Molly —dijo Crawford—. Ambos lo tienen, delgados y bronceados.
—Diga lo que diga se lo llevará, ¿verdad?
—Sí. Tengo que hacerlo. Es preciso. Pero le juro por Dios, Molly, que trataré de que sea lo más llevadero posible para él. Ha cambiado. Qué gran cosa que se casaran.
—Cada vez se siente mejor. Ya no sueña tan seguido. Estuvo realmente obsesionado por los perros durante un tiempo. Pero ahora sólo se ocupa de ellos; no habla de ellos constantemente. Usted es su amigo, Jack. ¿Por qué no puede dejarlo en paz?
—Porque tiene la mala suerte de ser el mejor. Porque no piensa como los demás. Porque no sé cómo nunca se ha encasillado.
—Él cree que usted quiere que vea unas pruebas.
—Quiero que vea unas pruebas. No hay nadie mejor para eso. Pero tiene esa otra cosa además. Imaginación, percepción, lo que sea. Pero esa parte no le gusta.
—Si usted la tuviera tampoco le gustaría. Prométame algo, Jack. Prométame que se encargará de que no se acerque demasiado. Creo que lo destruiría tener que luchar.
—No tendrá que luchar. Puedo prometérselo.
Molly ayudó a Graham a preparar su equipaje una vez que terminó con los perros.