La patrulla pasó; se oyó el ruido de los pasos que se alejaban y el murmullo de las voces que iba debilitándose.
—Ahora —dijo Felton—, estamos salvados.
Milady lanzó un suspiro y se desvaneció.
Felton continuó descendiendo. Llegado al final de la escala, y cuando sintió que faltaba apoyo para sus pies, se pegó como una lapa con las manos; llegado por fin al último escalón se dejó colgar en la fuerza de las muñecas y tocó el suelo. Se agachó, recogió la bolsa de oro y lo cogió entre sus dientes.
Luego levantó a Milady en sus brazos y se alejó con presteza por el lado opuesto al que había tomado la patrulla. Pronto dejó el camino de ronda, descendió por entre las rocas y llegado a la orilla del mar, dejó oír un toque de silbato.
Una señal parecida le respondió y cinco minutos después vio aparecer una barca ocupada por cuatro hombres.
La barca se aproximó tan cerca como pudo a la orilla, pero no había suficiente fondo para que pudiera tocar tierra; Felton se metió en el agua hasta la cintura, porque no quería confiar a nadie su precioso peso.
Afortunadamente la tempestad comenzaba a calmarse, y, sin embargo, el mar estaba todavía violento; la barquilla saltaba sobre las olas como una cáscara de nuez.
—¡A la balandra! —dijo Felton—. Remad con rapidez.
Los cuatro hombres se pusieron a los remos; pero la mar estaba demasiado gruesa para que los remos hicieran mucha labor.
Sin embargo, se iban alejando del castillo; era lo principal. La noche era profundamente tenebrosa y resultaba ya casi imposible distinguir la orilla desde la barca; con mayor razón no se habría podido distinguir la barca desde la orilla.
Un punto negro se balanceaba en el mar.
Era la balandra.
Mientras la barca avanzaba por su parte con toda la fuerza de sus cuatro remadores, Felton desataba la cuerda, luego el pañuelo que ataba las manos de Milady.
Luego, cuando sus manos estuvieron desatadas, cogió agua del mar y se la arrojó al rostro.
Milady lanzó un suspiro y abrió los ojos.
—¿Dónde estoy? —dijo.
—A salvo —respondió el joven oficial.
—¡Oh, a salvo, a salvo! —exclamó ella—. Sí ahí está el cielo, aquí el mar. Este aire que respiro es el de la libertad. ¡Ah…, gracias, Felton, gracias!
El joven la apretó contra su corazón.
—Pero ¿qué tengo en las manos? —preguntó Milady—. Parece como si me hubieran quebrado las muñecas en un torno.
En efecto, Milady alzó los brazos; tenía las muñecas magulladas.
—¡Ay! —dijo Felton mirando aquellas hermosas manos y moviendo suavemente la cabeza.
—¡Oh, no es nada, no es nada! —exclamó Milady—. ¡Ahora me acuerdo!
Milady buscó con los ojos a su alrededor.
—Está ahí —dijo Felton, empujando con el pie la bolsa de oro.
Se acercaban a la balandra. El marinero de guardia dio una voz a la barca, la barca respondió.
—¿Qué barco es ése? —preguntó Milady.
—El que he fletado para vos.
—¿Dónde va a conducirme?
—Donde vos queráis, con tal que a mí me dejéis en Portsmouth.
—¿Qué vais a hacer en Portsmouth? —preguntó Milady.
—Cumplir las órdenes de lord de Winter —dijo Felton con una sombría sonrisa.
—¿Qué órdenes? —preguntó Milady.
—Entonces, ¿no comprendéis? —dijo Felton.
—No; explicaos, os lo suplico.
—Como si desconfiase de mí, ha querido custodiaros él mismo y me ha mandado en su lugar a hacer firmar a Buckingham la orden de vuestra deportación.
—Pero si desconfiaba de vos, ¿cómo os ha confiado esa orden?
—¿Creía acaso que yo sabía lo que llevaba?
—¡Ah, claro! ¿Y vais a Portsmouth?
—No tengo tiempo que perder: mañana es 23, y Buckingham parte mañana con la flota.
—¿Parte mañana para dónde?
—Para La Rochelle.
—¡Es preciso que no parta! —exclamó Milady, olvidando su presencia de ánimo acostumbrada.
—Tranquilizaos —respondió Felton—, no partirá.
Milady temblaba de alegría. Acababa de leer en lo más profundo del corazón del joven: la muerte de Buckingham estaba escrita en él con todas las letras.
—¡Felton… —dijo—, sois grande como Judas Macabeo! Si morís, moriré con vos: he ahí todo lo que puedo deciros.
—¡Silencio! —dijo Felton—. Hemos llegado.
En efecto, tocaban la balandra.
Felton subió el primero a la escala y dio la mano a Milady, mientras los marineros la sostenían porque el mar estaba todavía muy agitado.
Un instante después estaban sobre el puente.
—Capitán —dijo Felton—, esta es la persona de quien os he hablado y a quien hay que conducir sana y salva a Francia.
—Mediante mil pistolas —dijo el capitán.
—Os he dado ya quinientas.
—Es cierto —dijo el capitán.
—Y aquí están las otras quinientas —añadió Milady, llevando la mano a la bolsa de oro.
—No —dijo el capitán—, yo no tengo más que una palabra y se la he dado a este joven; las otras quinientas pistolas no se me deben hasta llegar a Boulogne.
—¿Y llegaremos?
—Sanos y salvos —dijo el capitán—, tan cierto como que me llamo Jack Buttler.
—Pues bien —dijo Milady—, si mantenéis vuestra palabra, no serán quinientas pistolas, sino mil lo que os daré.
—¡Hurra por vos, hermosa dama! —exclamó el capitán—. ¡Y ojalá Dios me envié con frecuencia clientes como Vuestra Señoría!
—Mientras tanto —dijo Felton—, conducidnos a la pequeña bahía de Chichester, antes de Portsmouth; ya sabéis qué hemos convenido que nos llevaréis allí.
El capitán respondió ordenando la maniobra necesaria, y hacia las siete de la mañana el pequeño navío arrojaba el ancla en la bahía designada.
Durante esta travesía, Felton había contado todo a Milady: cómo, en lugar de ir a Londres, había fletado el pequeño navío, cómo había vuelto, cómo había escalado la muralla colocando en los intersticios de las piedras, a medida que subía, crampones, para asegurar sus pies, y cómo, finalmente, llegado a los barrotes, había atado la escala. Milady sabía lo demás.
Por su parte, Milady trató de alentar a Felton en su proyecto; pero a las primeras palabras que salieron de su boca, vio de sobra que el joven fanático tenía más necesidad de ser moderado que reafirmado.
Convinieron que Milady esperaría a Felton hasta las diez; si a las diez no estaba de vuelta, ella partiría.
En tal caso, suponiendo que estuviera libre, se reuniría con ella en Francia, en el convento de las Carmelitas de Béthume[193].