«Esta mujer está llena de misterios», murmuró para sus adentros D’Artagnan.

En aquel momento se sintió dispuesto a revelarlo todo. Abrió la boca para decir a Milady quién era, y con qué objetivo de venganza había venido, pero ella añadió:

—¡Pobre ángel, a quien ese monstruo de gascón ha estado a punto de matar!

El monstruo era él.

—¡Oh! —continuó Milady—. ¿Os hacen sufrir mucho todavía vuestras heridas?

—Sí, mucho —dijo D’Artagnan, que no sabía muy bien qué responder.

—Tranquilizaos —murmuró Milady, yo os vengaré, y cruelmente.

«¡Maldita sea! —se dijo D’Artagnan—. El momento de las confidencias todavía no ha llegado».

Necesitó D’Artagnan algún tiempo todavía para reponerse de este breve diálogo; pero todas las ideas de venganza que había traído se habían desvanecido por completo. Aquella mujer ejercía sobre él un increíble poder, la odiaba y la adoraba a la vez; jamás había creído que estos dos sentimientos tan contrarios pudieran habitar en el mismo corazón y al reunirse formar un amor extraño y en cierta forma diabólico.

Sin embargo, acababa de sonar la una; hubo que separarse; D’Artagnan, en el momento de dejar a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el adiós apasionado que ambos se dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva entrevista para la semana siguiente. La pobre Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D’Artagnan cuando pasara por su habitación, pero Milady lo guió ella misma en la oscuridad y sólo lo dejó en la escalinata.

Al día siguiente por la mañana, D’Artagnan corrió a casa de Athos. Estaba empeñado en una aventura tan singular que quería pedirle consejo. Le contó todo. Athos frunció varias veces el ceño.

—Vuestra Milady —le dijo— me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado de equivocaros al engañarla; de una forma o de otra, tenéis un terrible enemigo encima.

Y al hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de diamantes que había ocupado en el dedo de D’Artagnan el lugar del anillo de la reina, cuidadosamente puesto en un escriño.

—¿Veis este anillo? —dijo el gascón glorioso por exponer a las miradas de sus amigos un presente tan rico.

—Sí —dijo Athos—, me recuerda una joya de familia.

—Es hermoso, ¿no es cierto? —dijo D’Artagnan.

—¡Magnífico! —respondió Athos—. No creía que existieran dos zafiros de unas aguas tan bellas. ¿Lo habéis cambiado por vuestro diamante?

—No —dijo D’Artagnan—: es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa francesa, porque, aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ha nacido en Francia.

—¿Este anillo os viene de Milady? —exclamó Athos con una voz en la que era fácil distinguir una gran emoción.

—De ella misma; me lo ha dado esta noche.

—Enseñadme ese anillo —dijo Athos.

—Aquí está —respondió D’Artagnan sacándolo de su dedo.

Athos lo examinó y palideció, luego probó en el anular de su mano izquierda; le iba a aquel dedo como si estuviera hecho para él. Una nube de cólera y de venganza pasó por la frente ordinariamente tranquila del gentilhombre.

—Es imposible que sea el mismo —dijo—. ¿Cómo iba a encontrarse este anillo en las manos de Milady Clarick? Y sin embargo, es muy difícil que haya entre dos joyas un parecido semejante.

—¿Conocéis este anillo? —preguntó D’Artagnan.

—Había creído reconocerlo —dijo Athos—, pero sin duda me equivocaba.

Y lo devolvió a D’Artagnan sin cesar, sin embargo, de mirarlo.

—Mirad —dijo al cabo de un instante—, D’Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o volved el engaste para dentro; me trae tan crueles recuerdos que no estaría tranquilo para hablar con vos. ¿No venís a pedirme consejos, no me decíais que estabais en apuros sobre lo que debíais hacer?… Esperad… Dejadme ese zafiro: ese al que yo me refiero debe tener una de sus caras rozada a consecuencia de un accidente.

D’Artagnan sacó de nuevo el anillo de su dedo y se lo entregó a Athos.

Athos se estremeció.

—Mirad —dijo—, ved, ¿no es extraño?

Y mostraba a D’Artagnan aquel rasguño que recordaba debía existir.

—Pero ¿de quién os venía este zafiro, Athos?

—De mi madre, que lo tenía de su madre. Como os digo, es una antigua joya… que jamás debió salir de la familia,.

—Y vos, ¿lo… vendisteis? —preguntó dudando D’Artagnan.

—No —contestó Athos con una sonrisa singular—; lo di durante una noche de amor, como os lo han dado a vos.

D’Artagnan permaneció pensativo a su vez; le parecía ver en el alma de Milady abismos cuyas profundidades eran sombrías y desconocidas.

Metió el anillo no en su dedo sino en su bolsillo.

—Oíd —le dijo Athos cogiéndole la mano—, ya sabéis cuánto os amo, D’Artagnan; si tuviera un hijo no lo querría tanto como a vos. Pues bien, creedme, renunciad a esa mujer. No la conozco, pero una especie de intuición me dice que es una criatura perdida, y que hay algo de fatal en ella.

—Y tenéis razón —dijo D’Artagnan—. También yo me aparto de ella; os confieso que esa mujer me asusta a mí incluso.

—¿Tendréis ese valor? —dijo Athos.

—Lo tendré —respondió D’Artagnan—, y desde ahora mismo.

—Pues bien, de verdad, hijo mío, tenéis razón —dijo el gentilhombre apretando la mano del gascón con un cariño casi paterno—; ojalá quiera Dios que esa mujer, que apenas ha entrado en vuestra vida, no deje en ella una huella funesta.

Y Athos saludó a D’Artagnan con la cabeza, como hombre que quiere hacer comprender que no le molesta quedarse a solas con sus pensamientos.

Al volver a su casa, D’Artagnan encontró a Ketty que lo esperaba. Un mes de fiebre no habría cambiado a la pobre niña más de lo que lo estaba por aquella noche de insomnio y de dolor.

Era enviada por su ama al falso de Wardes. Su ama estaba loca de amor, ebria de alegría; quería saber cuándo le daría el conde una segunda entrevista.

Y la pobre Ketty, pálida y temblorosa, esperaba la respuesta de D’Artagnan.

Athos tenía un gran influjo sobre el joven; los consejos de su amigo unidos a los gritos de su propio corazón le habían decidido, ahora que su orgullo estaba a salvo y su venganza satisfecha, a no volver a ver a Milady. Por toda respuesta tomó una pluma y escribió la carta siguiente:

No contéis conmigo, señora, para la próxima cita; desde mi convalecencia tengo tantas ocupaciones de ese género que he tenido que poner cierto orden. Cuando llegue vuestra vez, tendré el honor de participároslo.

Os beso las manos.

CONDE DE WARDES.

Del zafiro ni una palabra: ¿quería el gascón guardar un arma contra Milady? O bien, seamos francos, ¿no conservaba aquel zafiro como último recurso para el equipo?

Nos equivocaríamos por lo demás si juzgáramos las acciones de una época desde el punto de vista de otra época. Lo que hoy sería mirado como una vergüenza por un hombre galante era en ese tiempo algo sencillo y completamente natural, y los segundones de las mejores familias se hacían mantener por regla general por sus amantes.

D’Artagnan pasó su carta abierta a Ketty, que la leyó primero sin comprenderla y que estuvo a punto de enloquecer de alegría al releerla por segunda vez.

Ketty no podía creer en tal felicidad. D’Artagnan se vio obligado a renovarle de viva voz las seguridades que la carta le daba por escrito; y cualquiera que fuese, dado el carácter arrebatado de Milady, el peligro que corría la pobre niña al entregar aquel billete a su ama, no dejó de volver a la Place Royale a toda velocidad de sus piernas.

El corazón de la mejor mujer es despiadado para los dolores de una rival.

Milady abrió la carta con una prisa igual a la que Ketty había puesto en traerla; pero a la primera palabra que leyó, se puso lívida; luego arrugó el papel; luego se volvió con un centelleo en los ojos hacia Ketty.

—¿Qué significa esta carta? —dijo.

—Es la respuesta a la de la señora —respondió Ketty toda temblorosa.

—¡Imposible! —exclamó Milady—. Imposible que un gentilhombre haya escrito a una mujer semejante carta.

Luego, de pronto, temblando:

—¡Dios mío! —dijo ella—. Sabrá… —y se detuvo.

Sus dientes rechinaban, estaba color ceniza; quiso dar un paso hacia la ventana para ir en busca de aire, pero no pudo más que tender los brazos, le fallaron las piernas y cayó sobre un sillón.

Ketty creyó que se mareaba y se precipitó para abrir su corsé. Pero Milady se levantó con presteza.

—¿Qué queréis? —dijo—. ¿Y por qué me ponéis las manos encima?

—He pensado que la señora se mareaba y he querido ayudarla —respondió la sirvienta, completamente asustada por la expresión terrible que había tomado el rostro de su ama.

—¿Marearme yo? ¿Yo? ¿Yo? ¿Me tomáis por una mujerzuela? Cuando se me insulta no me mareo, me vengo, ¿entendéis?

Y con la mano hizo a Ketty señal de que saliese.