Epílogo, perplejidad

Hasta ahora nos habíamos figurado, tanto nos lo habían dicho, que la felicidad de los pueblos y de los hombres radicaba en el progreso indefinido. Ahora nos dicen lo contrario: que la felicidad está en el regreso, en volver atrás.

Ante el problema de saber si los ferrocarriles, autobuses, túneles, comunicaciones internacionales, conferencias de intercambio, asambleas y, en general, todo lo que entendemos por progreso material une a los pueblos y modifica la naturaleza humana, tengo la sospecha que nuestros abuelos, que presenciaron inventos quizá mayores que los que hemos visto, eran más escépticos. El primer ferrocarril de España fue, como todo el mundo sabe, el de Barcelona a Mataró. Pasado el pueblo de Mongat, por la carretera de Francia, hay un momento que el ferrocarril y la carretera pasan rozando el mar. Hay en este punto, una casa de campo, un mas viejo y decrépito, que tiene escrito, sobre unos ladrillos de su fachada, una décima que dice:

Esta casa de campaña

Sita a la orilla del mar,

Por su frente vio pasar

El primer carril de España,

Si de Mongat la montaña,

Un inglés agujereó,

Toda la España aplaudió,

El genio de Barcelona,

Que con vapor, proporciona,

Ir volando a Mataró.

¡Ir volando —y volando es un decir— a Mataró! Esto es todo. No nos hagamos más ilusiones. La voz de nuestros antepasados es sabia. El progreso material sirve para ir volando a Mataró y basta.

Sin embargo, el cientificismo moderno no ceja en querer deducir del puro empirismo de los motores y de las máquinas de quitar el polvo, una transformación de la naturaleza humana y el comienzo de una época nueva. Se pretende invertir los términos del pecado original. Se quiere substituir la tristeza y la debilidad natural del hombre por el optimismo que produce correr a mil kilómetros por hora y desarrollar hasta el infinito los medios materiales. Creen que el problema de la paz y de la tranquilidad humana dependen del mejoramiento del motor de explosión o de la telegrafía sin hilos. Divinizar el tornillo, el cambio de marchas y la carburación.

Yo he conocido un señor, en Barcelona, que había vivido muchos años en Filipinas y era articulista de profesión. Cuando se producía un gran raid de aviación y unos chóferes cualesquiera —americanos o rusos, franceses o italianos— daban la vuelta al mundo en media hora o recorrían sesenta mil kilómetros sin probar bocado, aquel señor se sentaba en su mesa y elaboraba un artículo, radiante y optimista. «Nos encontramos en los albores de una nueva época —escribía aquel señor—. Ya no hay distancias. El hombre está abatiendo, uno tras otro, los obstáculos que encuentra en su progreso. El linaje humano está triunfando por doquier. Los pueblos se acercan cada día más, se conocen y de este conocimiento está naciendo el amor. Pronto veremos latir al unísono todos los corazones humanos. ¡Cuánta nobleza hay en la seguridad de saber que estamos viviendo la época más interesante y más progresiva de todos los siglos!…», etcétera, etcétera.

Uno ha superado ya tantas cosas en la vida, que incluso se pueden superar estas adorables tonterías. En el fuero interno de aquel señor se asociaban las grandezas del progreso material con los grandes mitos de la época —la paz universal, la igualdad, el socialismo, la solidaridad, etc., etc.—, mitos casi todos sangrientos, o mejor dicho sanguinarios y de una vulgaridad mental tan grande que los de las religiones populares más primitivas —la mitología griega, por ejemplo— parecen a su lado agudezas exquisitas. Por esto yo me figuraba siempre aquel señor como el representante más autorizado de la cultura del ictiosauro y de la serpiente con plumas. Me sentía enfrentado con la selva virgen, con el plasma primitivo, con lo más profundamente informe del mundo cósmico. Y pensaba que quizá nosotros estamos más cerca de la barbarie primitiva que no lo estuvo Sexto Empírico, que vivió hace dos mil años, desentrañando, lúcido y frío, la magia popular y las facilidades del charlatanismo.

Muchas personas han creído, en efecto, que estábamos pasando la época más brillante de la historia, el momento en que el género humano en tanto que impulso progresivo ha llegado al cénit. Sin embargo… ha venido la catástrofe. Catástrofe que ha sido más trágica que todas las anteriores porque el progreso material ha podido aumentar su nocividad hasta el infinito. Nuestra época contará con las catástrofes más grandes, más dolorosas, más aparatosas del paso del linaje humano sobre la tierra. Y así, ante la realidad, algunos espíritus europeos o llamados europeos, no totalmente cretinizados, han debido reconocer la dificultad de compaginar el optimismo del progreso con la paz y la tranquilidad de los hombres. Y han hablado de una época de transición. Pero yo recuerdo que cuando a Chesterton le decían que estábamos pasando una época de transición, decía: «Sí, estoy conforme con que estamos pasando una época de transición, pero a mi entender esta época empezó en Adán y Eva». Otros, pasando sin solución de continuidad del blanco al negro, hablan ya de decadencia y dicen que se iniciará de un momento a otro y que se anunciará oportunamente su principio, como se anuncia, en el drama famoso, el principio de la guerra de los treinta años. Bueno.

Ha venido, pues, la catástrofe y en el momento en que se nos aseguraba que los corazones iban a latir al unísono. Ya veremos si podremos continuar yendo volando a Mataró, como decían nuestros abuelos. Y ahora la elucubración es de sentido contrario. Ahora hay que encerrarse en sí mismo, bastarse a sí mismo, partir de la idea de que todo lo que había sido tenido como bueno hasta ahora es dañino y al contrario: que todo lo que hasta entonces fue mal visto es excelente.

Hay razones, me parece, para quedar perplejo. El mundo de hoy es un mundo dominado por la perplejidad. Sin embargo, algo se ha ganado. Las ilusiones se han desvanecido. En muchos aspectos de la vida la eliminación de las ilusiones es saludable y positiva. Las ilusiones hay que reservarlas para aliñar las pasiones del amor y humanizar la ironía, para hablar con los amigos, para simplificar la vida.