A últimos de agosto, encontrándome en un restaurante, en Barcelona, el camarero me ofreció unas setas.
—Tome usted unas setas —me dijo—. Están muy bien…
Rechacé, en el acto, la sugestión del productor, y no precisamente por la posibilidad de que las setas estuvieran mal. No. Pudo haber llovido en uno u otro punto del país con oportunidad y aparecer una magnífica floración de setas. Pero los hábitos de la vida humana son diametralmente contrarios a los caprichos de la Naturaleza, a los instintos del megazoo —para decirlo con palabras del filósofo Cournot— y en este punto mi tradicionalismo es insobornable: yo no puedo comprender el perfume y el gusto exquisito de las setas sin haber caído el tiempo en las dulzuras suaves del otoño. La seta es un asunto otoñal como la butifarra, y por las mismas razones que son un asunto otoñal el tocino, la alubia blanca y la melancolía.
Ignoramos todas o casi todas las cosas esenciales de la vida; pero lo que positivamente sabemos es que lo que en general llamamos la sociedad tendía, antes de la guerra, en algunos aspectos del terreno culinario, al menos, a lo extemporáneo. Entusiasmaba a las gentes comer melocotones en Navidad, habas en otoño, uvas en febrero e higos secos en agosto. Los periódicos subrayaban estas necedades… Una vez fui invitado a almorzar en un gran restaurante de los bulevares. Era en noviembre y la gran novedad del almuerzo consistía en las cerezas. El almuerzo fue espléndido: un souflet de langostinos exquisitos, una liebre en civet inolvidable y unos quesos de finísima consistencia. Aún me parece oír el agradabilísimo, el indescriptible ruidillo crepitante, de la corteza del pan al romperse. La gente dedicó, sin embargo, sus mejores elogios a las cerezas. Pero las cerezas como todo lo que no está en sazón, como lo que ha crecido artificialmente, fueron lo que desentonó del almuerzo. Parecían cerezas de vidrio. No tenían perfume alguno. La carnosidad de la fruta, que en mayo es sabrosísima, sabía a frigorífico. Cuando aparecieron las cerezas entre los pequeños bloques de hielo, debí poner una cara un poco escéptica. El anfitrión me insinuó que las cerezas resultaban a un franco cada pieza.
—Entonces serán magníficas —respondí—. Vamos a ellas francamente…
En el sistema del mundo vegetal, las setas plantean el problema del comensalismo y del parasitismo. Las setas son comensales —o parásitos— de los pinos, alcornoques, encinas, robles, hayas, etc. Las setas nacen a la sombra de estos árboles, respiran el aire impregnado de sus efluvios y viven de la corrupción otoñal de las cortezas, ramas y hojas que estos árboles desprenden. El lenguaje recoge, en algunos casos, el hecho del comensalismo: el pinetell, comensal del pino; el sureny, comensal del suro, del alcornoque, etc. No puede negarse que los hongos tienen una manera de presentarse en la superficie de la tierra modesta y sencilla y, sin duda, los poetas versados en cosas de humildad los cantaron en alguna poesía y con seguridad los comieron abundantemente, rindiendo así a la humildad la máxima pleitesía. Muchas setas no llegan a romper la costra de humus y de hojarasca que les recubre y así para buscarlas hay que hurgar la tierra con unos garfios; otras más vitales llegan a poner sobre el planeta sus pequeñas protuberancias irrisorias, un poco ajamonadas, bastante monstruosas; algunas, como la lleterola, sacan su talle fino y esbelto, muy vibrátil, estriado y encima presentan el caparazón oblicuo, un poco achulado, blanco y de color de rosa.
En las buenas tardes del otoño, la gente sale a buscar setas. Las pequeñas montañas cubiertas de pinos del país se pueblan de voces lejanas y de griterío. La gente remueve la tierra y la hojarasca, que despide un perfume mohoso, incitante y corrompido. Cuando aparece una floración, ¡qué delicia de colores compuestos, herrumbre y cardenillo! Las tardes son cortas. Las hierbas huelen intensamente. Los árboles secos, tocados de color de vinagre y de oro viejo tienen una pompa decrépita. El aire es vivo. En los rincones boscosos la humedad flota azulada y densa. El tiempo —la tarde— pasa raudo: la luz se disuelve en el crepúsculo. Otoño. Todo huye. Fugacidad. Tiempo de setas.
¡Qué divertidas son las formas de las setas! La huera pomposidad de sus curvas, la petulancia de su pequeñez, la espantosa hinchazón de sus protuberancias mínimas… Uno piensa, ante un hongo, en un enano fanfarrón y desaforado, desafiando la bóveda celeste. Su comicidad constituye quizá la entraña de lo grotesco —es decir, de lo grutesco—. En este aspecto, las setas están muy cerca de la petulancia y de la hinchazón humanas y tan absurda y risible es nuestra pedantería como la que sugieren y evocan las formas de las setas. Las setas son barrocas. Formas monstruosas —oigo decir—. Sí. Pero ni más ni menos monstruosas que las formas del cosmos. ¿Y los animales? ¿Y los peces? ¿Y los hombres? ¿Y las mujeres? Cuando se sale de la belleza entendida como una abstracción, como algo impensable, como algo inconcebible, todo se entenebrece. El mundo es agradable, pero es feo. Si el mundo fuera tan bello como dicen, ¿qué sentido tendría haber inventado esta sublime abstracción que llamamos la belleza? Monstruosos son los hongos, aunque al mismo tiempo delicadísimos. Agradables y feos. ¿Os habéis fijado en los radios que tienen debajo los caparazones de las setas? ¡Qué prodigioso, vivo, trémulo cincelamiento!
Pero lo más prodigioso quizá, de las setas es su color. Su riqueza colorística es tal; su suntuosidad, su finura, sus matices, sus sombras y colores son un tal misterio; sus irisaciones, sus verdes musgosos, sus verdes botellas, sus rosas pálidos, sus plateados grises; sus carmines violáceos, sus cardenillos amoratados, sus herrumbres verdosos, sus colores desvaídos, sus ferruginosos venenos, sus carnosidades equívocas, tiene una vida tan intensa —y tan corta— que no hay, en este punto, en la existencia orgánica, nada quizá que se les parezca. ¡Qué bella podría ser una naturaleza muerta con setas! Y a los literatos les digo ante las setas: ¡volvamos a lo terreno! Volvamos a la exactitud en los detalles. Tratemos de describir, graciosamente, la forma y el color de una seta. Y luego, las setas, a la parrilla, ¡son tan buenas! Guardando los flancos de una butifarra, constituyen uno de los platos más sabrosos, más finos, más terrenales, más perfumados de nuestra cocina. Pero comamos las setas en su tiempo, en sazón: cuando el año empieza a declinar y aparecen al sol las mazorcas de maíz y comienza la vendimia; cuando sobre el paisaje húmedo, con un poco de niebla en las lejanías, la luz dorada pone una punta de suave y plácida melancolía.