Adiós a los grillos

Vuelvo a casa. Estas tierras del Bajo Ampurdán han entrado también en el tiempo otoñal. Los colores son dulces, la luz tamizada. Hago mi paseo habitual por el campo. Me acerco, como cada día, a los viejos cipreses del minúsculo camposanto.

Este día de primeros de octubre ha sido magnífico. El cielo azul ha aparecido amueblado de unas blancas, ligeras, vaporosas, pasajeras, pequeñas nubecillas. Los trabajos del día, desarrollados durante la mañana dentro de una luz clara y fuerte, han estado por la tarde nimbados por una vaga, mórbida luz dorada. He oído, lejana, la detonación de la escopeta de un cazador y he visto, sobre los pinares obscuros, como se disolvía en el aire el pequeño copo blanco de la descarga. Pasó un carro crujiendo, en la cuesta del camino. El labrador, arado en mano, ha ido dibujando los surcos, al paso de su caballo. Las golondrinas han ido dibujando todo el día curvas graciosas alrededor del hombre y del caballo. Lentamente, ha pasado un rebaño por la carretera, arrastrando una nube de polvo irisada. Los horizontes, han tenido una claridad seca y precisa; en el aire, las cosas se han dibujado con una prodigiosa exactitud. A lo lejos, sobre el horizonte, en el rectángulo de una viña, he visto como se movían, ajetreadas, maravillosamente precisas, unas figurillas. Están preparando la vendimia. Estas vendimias modestas, en estas viñas tan pequeñas, tienen un gran encanto. Cuando el vino se pagaba a treinta y cinco céntimos el litro, el cultivador venía a la vendimia con una cara huraña. Ahora se paga a tres pesetas y todo tiende a las escenas alegres y pomposas. ¿Tendrá la mitología también relación con el dinero? La tarde se ha ido deslizando lentamente, como una gota de claro aceite dorado descendiendo por un plano de inclinación muy suave. Entre dos luces veo desaparecer rápidamente, por el recodo de la carretera, montada en una bicicleta, una bella silueta alargada. Me quedo un momento pensativo. Enciendo mi pipa. Todo pasa…

En el viaje de retorno a casa, miro la hora. Son las seis y está rápidamente obscureciendo. El aire es fresco y húmedo. Veo cómo, de golpe, se encienden las luces de un pueblo lejano. Del campo se levanta una ligera neblina que pone, sobre las lejanías, una grisácea fumosidad. El campo está en calma. El concierto veraniego de los grillos ha terminado. ¡No! Todavía se oye, raro y disperso, algún rezagado.

Me paro un momento a escuchar. Me figuro el pequeño animal rasgando sus élitros entre sí y pasando de tarde en tarde uno de estos élitros sobre su vientre como un arco sobre un contrabajo. El élitro es el arco; el vientre, la caja de resonancia. De estos rasgueos y fricciones nace la llamada melopea de los grillos, el cri-cri incesante del insecto en las noches de primavera y de verano. En las noches de bochorno, este cri-cri del serrucho de los élitros —porque el arco musical del grillo es mucho menos fino que un arco de violín— llega sin embargo, a tener una cierta pastosidad. En general, la melopea es un poco ágria. Ahora, es infinitamente dulce, divinamente melancólica: es un pequeño ruido que se va alejando, que parece como si descendiera en lo insondable, como si se hundiera, evocativo e implacable en las profundidades del otoño.

Parece como si el grillo, durante el verano, hubiera ido dando cuerda a su diminuto, insignificante, fantástico reloj y que de pronto la máquina se hubiera estropeado y roto. El minúsculo engranaje no funciona ahora más que intermitentemente y por casualidad. Y estos últimos rasgueos son como si el grillo se despidiera de este mundo antes de naufragar en la infinita eternidad, en el piélago inmenso del vacío.