Octubre… En esta época empieza a refrescar el tiempo, la savia de los árboles se retira, los días se acortan, el viento y la lluvia son más ásperos, la tierra entra en un cansancio lánguido. Por la noche, las luciérnagas brillan mortecinas en la oscuridad y el canto de los grillos parece ahogarse, lejano, en la humedad de las hierbas. Por la noche, en cambio, las estrellas parecen acercarse, pierden su borrosidad estival y empiezan a despedir, otra vez, sus punzantes destellos. Aquí está Sirio, prodigioso y blanco, que me hará compañía en mis solitarios paseos de invierno.
Por la mañana, al levantarme, oigo, desde el cuarto del hostal, una música lejana. Pregunto a la criada de qué se trata y me dice que tal día como hoy, celebra el pueblo su fiesta mayor pequeña.
—La pequeña, ¿eh? —digo.
—Sí, señor. La pequeña.
A algunos pueblos, minúsculos generalmente, se les ocurre celebrar su fiesta mayor o menor por este tiempo y hasta más entrado el otoño. Estas fiestas suelen tener un encanto de melancolía. ¡Qué suave y bello resulta escuchar, desde lejos, unas sardanas en uno de estos pueblos, con la luz del otoño en el aire, viendo temblar el oro del crepúsculo en la vieja fachada de la iglesia, tan morena, con las mazorcas de maíz colgadas en los porches y en las ventanas, inhiestos y ensoñados los paternales cipreses del cementerio! La música llega como flotante y difuminada, el ritmo parece haber perdido su dureza, la línea melódica se dibuja lentamente sobre la dulzura otoñal del campo, tan bien cultivado, ligeramente empañado en la ternura de la niebla opalina. Es sobre este fondo rústico y melancólico, silvánico y triste que se me aparece la música de don José Ventura y cómo ella debió ser el alma de este ampurdanés tan grande —y así su cuerpo–. Anduvo Ventura en su tiempo, tocando la tenora por estos irrisorios pueblos, encorvado de espaldas, el bigote lacio, vestido de negro, los ojos hundidos, la cara amarillenta. Su música es otoñal, crepuscular, sollozante. Ventura añora; trata de evadirse hacia el mundo de la paz y de los cipreses.
Hace años, vi en Figueras, un retrato de Pep, muy bonito: llevaba unos pantalones a cuadros, una financiera, un gran lazo negro de corbata y puños de celuloide, redondos. Tenía el codo apoyado en un objeto de arte —objeto rematado con un tiesto y una minúscula palmera. El cuerpo tiene la rigidez del hombre que no sabe que hacer: si quedarse o marcharse de la fotografía. Un viejo músico, que anduvo con él en su orquesta, lo describió diciendo que era un hombre de media altura, muy flaco, enjuto de rostro, buen amigo y excelente compañero, afable aunque muy serio, de pocas palabras, siempre lejano y abstraído, con una cara de tempestad.
Pep escribió más de cuatrocientas sardanas. La mayoría de ellas se conservan. No todas tienen, naturalmente, la misma calidad. El punto más alto a que llegó el artista fue la melodía del «Cant dels ocells», que en opinión de Strawinsky y de Wanda Laudowska es la melodía más grande que existe. Todas las sardanas de Pep, tienen sin embargo un sello inconfundible: la limpieza melódica, el sentimentalismo popular, la sensibilidad melancólica —todo envuelto en la trama, payesa y cazurra del flautín, la tenora y la chirimía. En la época de Ventura, la chirimía, figuraba todavía en las coblas. Con este bagaje, Pep y sus músicos iban de pueblo en pueblo. Pep era considerado, primero, un innovador: a él se debe el tránsito del magro contrapaso a la sardana larga, que ha quedado, desde entonces, como una forma modélica. Era tenido, luego, como excelso compositor. A pesar de encarnar un sentido de innovación, sus melodías tuvieron, en vida del artista, un éxito inmenso. Éxito comarcal, desde luego, porque entonces, la sardana era música estrictamente ampurdanesa. Finalmente, era considerado un ejecutante prodigioso. Pep, en la cobla, tocaba la tenora. Los testigos oculares, ya deben quedar pocos, os dirán, para subrayar su emoción y la ternura que el músico ponía en las notas de su instrumento, que cuando Pep tocaba la tenora «parecía que se dormía…»
Éste «parecía que se dormía…», es, en las sardanas, la clave de todo —y es precisamente, lo que se va perdiendo–. Frente a los que entienden esta música como un furioso vendaval de tramontana, hay que postular una concepción tierna, dulce, mate, melódica, de las sardanas. Para las orquestas la visión de Pep adormecido sobre la melodía, puede ser el mejor consejo. Por otra parte, las sardanas no han de saltarse, sino que han de —pase la palabra— arrastrarse. Han de arrastrarse casi como un monótono monólogo campesino. Han de arrastrarse con una cazurrería un poco pesadota, vaga e incierta. Para comprender las sardanas, el atolondramiento y la inconsciencia de la juventud son inservibles. Se requiere estar casado y a ser posible padre de familia…
Este era el gusto antiguo —el gusto que puso en sus melodías el gran artista lúcido y triste.
…Y ahora, terminada la audición, volveremos lentamente al pueblo. El crepúsculo avanza y todo queda ensombrecido. De pronto, en una vuelta del camino, aparece el entoldado. Lo han puesto en un rastrojo. Hay que ser optimistas. El entoldado es pobre y pequeño pero con sus espejos y sus trapos de colores, hace todavía un cierto efecto. Estos entoldados suelen acabar mal. Las primeras nieblas y humedades los deshinchan y quedan de una flacidez transida y enfermiza. Cuerdas y velas, palos y antenas quedan colgando en el aire lánguidamente. Las banderitas inmóviles chorrean tristeza. La música que se hace dentro de su tripa, es una música reumática, empapada de humedad, gangosa de vegetaciones y de musgos fríos. Las entradas de cornetín acaban en la paz del suicidio. Por la noche, la luminosidad que se filtra por sus paredes da al artefacto un aspecto de luciérnaga inmensa, perdida en medio de los campos, como un esperpento naufragado y exhausto. La musiquilla del verano, pasada por estas nieblas azuladas, es irrisoria. La flauta y el flautín, el fiscorno y el violín, dan a través de estas precipitaciones acuosas una nota acatarrada y turbia, irrisoria y triste. ¡Qué profunda desolación tiene el último vals en estos entoldados ilusorios, sobados y mohosos!
En el hostal hay mucho ajetreo. La cena. Las dos grandes columnas de la cena son la oca con nabos y el cordero asado. A menudo, se come muy bien, en estas otoñales efemérides. Los payeses devoran en silencio, a la luz incierta y azulada de los mecheros. Se han puesto en mangas de camisa: sobre la pared borrosa, se ven las manchas blancas de las camisas y las manchas negras de los chalecos. Los vasos de vino rosados ponen una irisación sobre las mesas. Luego, salimos todos a la calle a respirar la cena.
La noche se ha cerrado. La iluminación del pueblo es escasa. Hay un cielo bajo y espeso. Nos acercamos al entoldado. Alrededor del esperpento, los buhoneros y vendedores ambulantes han instalado sus lucecitas, sus tenderetes y ruletas. En esto, cae un chubasco fuerte. La gente, en un instante se dispersa. El entoldado queda vacío y mortecino. Es la catástrofe. No hay nada que dé una impresión más intensa de algo definitivamente irreparable que un chubasco o dos sobre estas fiestas. La gente, vestida de fiesta mayor, embutida en los trajes nuevos se refugia en las entradas de las casas y contempla, con la nariz al aire, como va cayendo la lluvia. El tiempo muere. Se hacen partidas de cartas sobre los cedazos de pasar el grano. Se alargan, si se puede, las sobremesas. Se escruta innumerables veces, el aspecto del tiempo. El ciclo se mantiene fofo y denso… Mientras tanto el barro se ha ido incrustando en los zapatos festivos. Han aumentado de peso. Habrá que ponerse los zuecos con un poco de paja dentro, porque el tiempo es fresco. Y entonces, por las calles obscuras del pueblo, se ve pasar a la gente bajo los paraguas enormes sobre los que saltan las gotas de lluvia que caen de los aleros y se oyen las pisadas sordas y lentas de los zuecos. El sarao se traslada a la cuadra dominical. La orquesta sopla. La iluminación, vaga. Las chicas ríen. El sarao da vueltas en una atmósfera húmeda y fría.
Cae otro chubasco y luego amaina y aparecen, entre las nubes, las estrellas. Agradable vagar por el pueblo. Hay un cielo aparatoso, con nubes rotas, tocadas por una luna pálida y cadavérica. Las nubes son de un color amarillento; las partes despejadas del cielo, de un azul insondable y remoto. Cielo del Greco. Voy andando. A veces, un olor exquisito de hierbas me para; otras me detiene un rumor ahogado y lejano, como un hondo suspiro. El otoño, es la estación de los buenos olores, de los rumores apagados, de la luz tamizada, de las formas maduras.
Hasta mí llega el olor de unas manzanas asadas. Los escurrimbres de la lluvia, gotean todavía, mansamente, de los aleros. Alguien cierra una ventana queda, imperceptiblemente. Se ve una lucecita tembloteante en el fondo del ojo de una puerta. La música del baile llega de una vaga, remota lejanía. La luna va declinando y su luz envuelve el cielo de una palidez espectral. Esta luz desvaída toca las paredes del pueblo con un aire de misterio. Las nubes pasan lentamente. El pasar sordo y acompasado de los zuecos… Y así rueda la noche, el cielo y las estrellas.