Los caracoles

Anochecido, los chicos del hostal me invitan a salir al campo a buscar caracoles. Acepto. Me calzo unos zuecos, cojo un paraguas, me dan un farol de aceite y echamos a andar por el primer sendero. Hay que vivir en el campo para apreciar la cantidad de pequeñas, insignificantes emociones —¡pero tan agradables!— ligadas a los caracoles. Al trasponer la puerta hemos sentido ya los olores deliciosos, embriagadores de la tierra. Ha dejado de llover, pero el aire es húmedo y denso. Nos movemos como sombras en la opacidad de la niebla. Las linternas ponen un vaho flotante y lechoso en la atmósfera espesa. Las viejas paredes, los arbustos, los matorrales, exhalan un perfume caliente.

A la luz del farol, descubrimos un mundo de maravilla. Las pequeñas gotas de agua brillan, suspendidas en las briznas vegetales, como diminutos diamantes. La humedad pone sobre las hojas un charolado deslumbrador. La luz irisa las alas, vagamente rosadas, de un insecto. El aire, grasiento, tiene un vago resplandor de perla. En el ángulo de luz de la linterna, el suelo aparece como un deslumbrador escaparate de joyería. De pronto se ve brillar un caracol. El pequeño animal se arrastra lentamente, dando pequeñas sacudidas. Tiene casi todo el cuerpo fuera. El pomposo y solemne caparazón, de color negruzco listado de amarillo Greco, es húmedo y bruñido. Sobre el trenzado de las hierbas, sus largos cuernos de cascabel se mueven briosos y alegres como los velos de Salomé. A su paso queda una estela de espumilla blanca, plateada, como un hilo de nieve.

El caracol, tan modesto e insignificante en los días de tiempo seco toma con la humedad, un tal aspecto de fanfarronería extravagante, sus formas son tan irrisorias y solemnes que no hay en la fanfarronería de una revista de varietes nada que pueda comparársele. Si sumáis a la imaginación de un escenógrafo de primera fuerza la fantasmagoría de un artista locoide y le añadís los prodigios de la mecánica más o menos racional, no podréis construir un caracol.

Ante estos pequeños animales fantásticos, uno se siente agradecido. Tienen, primero, un positivo valor científico, después su calidad culinaria es evidente. Gracias a su rápida proliferación, los caracoles sirvieron a Méndel para fijar las leyes de la herencia, leyes importantísimas que rigen en definitiva las vidas animales y humanas en lo que puedan tener de permanente.

En los países de gran tradición culinaria, el caracol se come después de cogido, cuando está gordo y orondo. Si se leen las memorias de los autores romanos más o menos libertinos se ve que los caracoles eran criados artificialmente con plantas aromáticas y hasta con jugos de vinos generosos. En el campo, en Francia, se condimentan en «persillade» y son exquisitos. En las ciudades se comen en su época de mayor volumen, servidos en los alvéolos de un plato ad hoc, humeantes, chisporroteantes en su propia salsa corregida con una buena dosis de mantequilla. Para matar la melancolía de un atardecer frío de invierno en París, no hay cosa mejor que una docena de caracoles —o dos docenas— bien pertrechados con una botella de Penilly seco y ligero.

Aquí tratamos a los caracoles de una manera más celtíbera. Los comemos de una manera pobre y gótica, como corresponde a nuestra tradición de dureza. Una vez cogidos, los hacemos «ayunar», que equivale a encerrarlos en una caja sin comer ni beber, al seco. Los sometemos al tormento de matarlos de hambre. Tratado así, el caracol, al cabo de pocas semanas, muere quedando más que seco, resecado. Su tripa —que es lo que aprecia el gourmet—, desaparece. Para secarlo todavía más se le cuece a base de un gran golpe de fuego —en el horno de un panadero— lo que acaba por esterilizarlos. Luego, se hace una terrible y explosiva salsa picante —generalmente una vinagreta saturada de pimienta, pimentón y guindilla— en la que los caracoles son empapados sucesivamente. Ello me permite afirmar que el comer caracoles en este país consiste en absorber una salsa fortísima y nociva con algún vago caracol de acompañamiento. A pesar de estas peligrosas compañías, los caracoles son excelentes porque ilustran el paladar de los hombres y dan una gran entrada al pan y al vino. Al menos, eso es lo que yo creo. Los caracoles no hacen daño ni estropean el estómago, como suelen afirmar algunas personas distinguidas. Lo que hace daño positivamente es el pimentón y la guindilla que suele ponerse en la salsa con que suelen presentarse, Además, tomen ustedes buena nota: el caracol es un elemento situado en la línea de la más rígida autarquía.

Hay muchas, muchísimas clases de caracoles. Tenemos en nuestro país el caracol grande, parecido al de Borgoña, obscuro, con un vago reflejo aurífero listado generalmente de amarillo. Es el caracol solemne. Se le conoce con el nombre de caracol «boer» y es exquisito. Tenemos también el caracol claro, caliza de rayadillo, el «petit gris» de los franceses, más fino y suave de color que el cuello de las tórtolas y que llamamos la «monja». Una variedad intermedia entre las dos clases citadas, más obscuro que la «monja» es el llamado «joanet», que traducido literalmente al castellano quiere decir el «juanito». De las tres clases, yo prefiero, aun a trueque de pasar por ordinario, el caracol boer. Es decir, mi preferencia va, más que al caracol pequeño y claro, al grande y obscuro.

Y esto por una razón obvia. A consecuencia del trato draconiano que damos a los caracoles, debido al terrible ayuno a que le sometemos, resulta que al enfrentarse uno con el caracol pequeño pasa por la desagradable sorpresa de no encontrar nada dentro, ni los rabos ni la sombra del cascabel de los cuernos —aquellos cuernos tan graciosos que tocan el aire y se encogen, estremecidos, al chocar con las aristas de los diamantes de las gotas de rocío—. No hay nada dentro: el caracol se ha devorado a sí mismo. Con el punzón, uno hurga el caparazón elíptico. La rebusca es vana e infructuosa. El grande en cambio, tiene más posibilidades y siempre, más o menos, se le encuentra.

Verdad es que los caracoles son bonitos: sus colores, dibujos y formas tienen una gracia fabulosa, parecen obra de la fantasmagoría. Cuando están vivos, examinado el caparazón al microscopio, deja ver unos pelitos muy vibrátiles, dominados por una agitación incesante, vivísima. A pesar de ser animales situados en el entresuelo de la escala biológica —si no recuerdo mal el caracol es un invertebrado— su sensibilidad es extremada. Y en un aspecto, se parece al hombre: a medida que va poniendo años, se va volviendo blanco. En la vejez, todo se convierte en cal. Debido probablemente al régimen rigurosamente vegetariano que el caracol practica y a su notoria falta de preocupaciones, puede llegar a edades matusalémicas. Méndel y sus discípulos afirman que un caracol puede superar los veinte años perfectamente, lo que dice mucho en honor de la vida ordenada, discreta y pacífica que desarrollan estos considerados elementos.