Otoño

Almuerzo en el hostal de San Esteban de Bas y el país me gusta. Es un valle estrecho frente a las altas montañas de la Salud y de Collsacabra. Hay el río, unos maizales frescos, la carretera y un pequeño ferrocarril como un juguete.

El tiempo se ha dado a la lluvia y en la gran cocina ahumada del hostal hay una temperatura suave al lado de la chimenea. Han puesto en el fuego un gran leño de roble que produce unas pequeñas llamas blancas, deslumbradoras y fascinantes. En el rincón tibio, el tiempo pasa con una lenta, imperceptible desazón. El fuego absorbe nuestros ojos pero la imaginación se evade a campos más libres…

Nuestra vida transcurre entre el rincón del fuego y el espectáculo de la ventana abierta sobre el campo. Detrás de los cristales empañados se ve el valle metido en aguas, y sobre las laderas de los montes pasan lentamente los jirones de niebla azulada y fina. Debajo de la ventana se ve un huertecillo con aquel punto de petulancia graciosa que el orden da a los huertos. Se ven unas coles gordinflonas, el coliflor con blancos del Tiépolo, el perejil esbelto y los celestes puerros. La lluvia deja unas gotas brillantes sobre estos dulces, vegetales alimentos. Más allá de las tapias bajas del huerto, hay un prado minúsculo con unas vacas y un ternerillo. La vaca pace con una placidez grandiosa: el ternero salta y juega sobre la hierba húmeda y tierna. Más allá, de la chimenea de una masía desdibujado en el aire espeso, sale un hilo de humo soñoliento y se entrevén unas ristras de maíz sobre el balcón de madera, Por la carretera pasa una carreta de bueyes. El rumor sordo del río, lejano y presente, saltando por encima de las piedras, pone sobre la placidez del campo un punto de Misterio.

Cuando la lluvia se disipa un poco, se puede ir a dar una vuelta. El valle se estrecha, se ensancha, sigue el capricho de la curva del río —curva de la anguila y de la trucha. Todo es otoñal y las cosas parecen tener un cansancio y un abandono internos. Las laderas de los montes presentan un resplandor de rescoldo moribundo. Los árboles —castaños, encinas, robles, hayas— tienen aún pendientes las hojas muertas. Ya por pocos días… Una helada y el mundo vegetal se convertirá en una caligrafía de ramas secas. Es el momento de los colores incendiados, dorados, calientes —cardenillo oro, vinagre— y del toque del paisaje por la telaraña sutil y azulada de la niebla.

Es agradable andar por el campo en este tiempo. La atmósfera húmeda tiene una gran riqueza de matices: azules fugitivos, aguas verdes, rosados endebles, irisados, puntos de carmín. Uno siente en la cara el vaho fresco y suave de las telas de Renoir. Las lejanías se difuminan vagamente. Los jirones de niebla caminan sobre las alturas con una cachaza indiferente. Al pasar de la niebla asoma un picacho, un monte lejano, una masía remota perdida entre el verde de un prado en pendiente y un bosque amarillento. A veces aparece sobre una ladera un rebaño de corderos blancos, como figurillas de un belén pueril. Desde el valle, sumido en una paz profunda, un poco bovina, sobre la que cimbrean muy levemente, las siluetas de los chopos, estas apariciones y desapariciones del juego de la niebla constituyen una diversión ligera e infantil.

El valle y sus laderas están salpicados de masías. Dentro de la relatividad del país —pienso— estas viejas, fuertes y nobles casas, podrían ser confortables. Yo no puedo contemplarlas sin imaginar las grandes cocinas que deben contener, con sus fogones espaciosos, su gran chimenea de campaña, sus voluminosas vigas en el techo, el resplandor del fuego en las marmitas, la gran mesa patriarcal, los perros adormecidos en el suelo y los olores sabrosos de una cocina arcaica, sólida y convincente. En contraste con la perennidad de estas casas, de estas cocinas —pensamos— ¡cuán ridículos, cuán amargos resultan nuestros incesantes, nuestros histéricos, nuestros insensatos movimientos! Aquel punto de ataraxia y de serenidad que con tanto afán buscamos en la vida que se nos va alejando con la vida, ¿no estará quizá en el meridiano de estas casas, de estas cocinas antiguas, desde las que se ve, por una ventana, la veleta inmóvil del campanario y, por la otra, los cipreses del cementerio?

Recomienza a llover con una dulce mansedumbre, con una especie de universal resignación. Es hora de volver a casa. Anochece y las formas de las cosas parecen adormecerse en la vaguedad del crepúsculo… Se percibe sobre el rumor sordo del río, el ruido lineal y cristalino de un hilillo de agua en la cuneta de la carretera. En la semiobscuridad, se enciende de pronto una mancha de luz rojiza y desmayada en la ventana de una masía. Los payeses entornan las puertas. La campana deja caer un ángelus opaco que se diluye en el aire espeso con una voluptuosa melancolía. El paso lento de unos zuecos… La paz del valle sumido en la lluvia nos envuelve como una manta impalpable y densa.

El fuego. Volvemos a recogernos al amor de la lumbre. El gran leño de roble mantiene una llama clara y fija. El tiempo pasa con la misma aquietada, íntima zozobra. ¿Leeremos? Los libros… ¡qué miseria! ¿Hablaremos? Nuestra absurda pasión por hablar con las gentes, nos llevará por vanidad, fatalmente, ineluctablemente, a repetir alguna vieja tontería… ¿No será mejor pasar el rato contemplando pasivamente el fuego? Por la ventana llega, amortiguada, la caída persistente de una gotera del tejado… Es agradable en estos prolongados, largos silencios, ver el resplandor del fuego en las pupilas de este voluptuoso gato que comparte conmigo el fuego del hostal —en el punto de verde que tienen sus ojos ensimismados en las llamas blancas, pupilas de metal y de ágata…