Un día hablaba con un payés sobre la vida en el campo. Era en la época en que yo creía, como creen todavía muchísimas personas, que la existencia humana podía concebirse sólo sobre los adoquines y el asfalto. Me producía un auténtico escalofrío pensar en los atardeceres en las casas de labor, en las masías, atardeceres largos, inacabables, solitarios. Debe ser —pensaba— como estar dentro de un pozo. Y ahora que sobre estas tonterías han pasado tantos años y ha llovido tanto, recuerdo que le decía al payés:
—¿Qué hacen ustedes en invierno, al atardecer, cuando los trabajos del campo han terminado y hay que recogerse en casa?
—Al atardecer —me contestó el payés sentencioso— damos de comer a los animales.
—¿Y luego?
—Luego, nos acercamos al fuego, nos sentamos a la lumbre y pensamos.
—¿Y cada día hacen ustedes lo mismo?
—No. No hacemos cada día lo mismo. Muchas veces sólo nos sentamos.
Don Rafael Puget, de Manlleu, conoce los payeses y la vida del campo. Tiene fama de ser un gran humorista. En todo caso tiene un buen sentido excepcional. Desde luego, es un conversador intrépido, de una riqueza anecdótica inusitada. El más gran conversador del país en estos años aciagos… Cuando don Rafael Puget ve a un payés en actitud pensativa, empieza a temblar. Me pregunta:
—¿En qué cree usted que piensan los payeses cuando en invierno, acurrucados al lado de la lumbre se pasan horas y horas en actitud meditabunda, en actitud filosófica, el cuerpo colocado en la pose del «Penseur» de Rodin, la frente aparentemente llena de problemas grandiosos, mientras con gesto displicente van echando leña al fuego? ¿No lo sabe usted?
—No, señor.
—Pues a pesar de la gravedad de su actitud, a pesar de su frente nublada, arrugada y pensativa, a pesar de la profundidad insondable en que parecen estar sumidas sus facultades y sus ánimos, a pesar del gesto displicente con que echa leña al fuego, el payés no piensa más que en una cosa alegre y placentera: en engañar al amo.
De Santa Coloma de Farnés voy al valle del Ter con la intención de pasar unas horas en Amer y La Sallera. El viaje es corto pero es como pasar a otro país. En contraste con los tonos exhaustos, pobres y amarillentos del llano, de la brutalidad del sol y de la dureza de la luz, aquí tiene ya todo un punto de suave decaimiento otoñal. Los maizales —el maíz para las vacas— tienen un suave color acuoso y denso y las bayas y encinas de las laderas aparecen nimbadas de un vapor perezoso y dorado. El aire es suave y húmedo y el cielo está cubierto de errantes nubes grisáceas. De las chimeneas de las casas de campo sale un hilillo de humo lento que hace evocar la intimidad. La dulzura de la luz, la aparición de los grises ponen sobre el campo un gran silencio, una atonía ingrávida. Este es un país de payeses. Los payeses se dan en los ambientes átonos. Algunos llevan todavía la barretina encarnada.
El viaje es monótono. El autobús anda lentamente, resoplando. Voy leyendo el periódico. A mi lado está sentado un payés, de blusa, la gorra ladeada, los ojillos redondos y vivos y la nariz afilada. Tiene las orejas muy pequeñas y aparenta tener unos cuarenta y cinco años. De tanto en tanto, el payés, da al periódico una mirada a hurtadillas, con el rabillo del ojo. Al fin, la curiosidad le vence y me pregunta con una sonrisa:
—¿Qué? ¿Qué dice el periódico? ¿Malas noticias?
—Pues dice lo de siempre: que hemos de estar contentos, que hemos de ser optimistas y que si aquí estamos mal, peor están en otras partes.
—Es un consuelo bien magro —me contesta el payés poniendo de pronto una cara muy seria—. Un consuelo bien magro.
—¿Por qué? ¿Es que a usted las cosas no le van bien?
—Yo, pobre de mí, sufro mucho y no se dónde iremos a parar.
—¿Qué le pasa?
—Las gallinas se me vuelven cluecas…
—No se preocupe. El periódico dice que hay que estar contento.
—La vaca no tiene leche…
—¡Hay que ser optimista!
—Tendrán que operar a mi mujer…
—Elevemos nuestros corazones.
—Sufro…
—Debe de ser una equivocación.
—Sufro mucho, le digo que sufro mucho…
—Le repito que debe de ser una equivocación.
Etcétera, etcétera.
Los payeses se quejan siempre, continuamente. ¿Qué sabemos de los payeses? Lo que sabe de ellos el señor Puget. Hay al parecer dos escuelas. En algunos documentos, se idealiza al payés. La bondad natural del hombre, el estado de naturaleza, la civilización corruptora, etc., etc. El payés aparece con el corazón en la mano, ganándose el pan con el ácido úrico del sudor de su rostro, haciendo una vida frugal, virtuosa y sencilla. Circula asimismo una imagen pesimista de los payeses. Es una imagen antigua que tiene en su haber excelentes testimonios literarios. Casi todos los observadores que se han asomado a la vida de la gente del campo, sobre todo los observadores de ciudad, los observadores que podríamos llamar de asfalto, han llegado a la conclusión de que los campesinos son ignorantes, zafios, egoístas, cazurros, aviesos, astutos, herméticos y cerrados. Está es hoy, en términos generales, la opinión que se tiene de los payeses. Son mal considerados.
Quizá las dos posiciones son exageradas y lo mejor es ver las cosas de frente. No he creído nunca que los payeses como clase sean mejores o peores que los otros elementos de la sociedad. Quizá por ser más vieja en cuanto a tal, en cuanto a clase, utiliza más hábilmente la negociación, la diplomacia, el segundo juego y la tercera jugada. Creo además que los payeses hacen muchas cosas porque no tienen más remedio que hacerlas y que cualquier ciudadano colocado en la misma situación —incluso el santo más santo— haría lo propio.
Digámoslo claro: la sorpresa, la sorpresa creciente que están produciendo los payeses no sólo aquí, sino en todas partes, proviene simplemente de que son conservadores. Ahora bien: dado que el mundo se está saturando desde hace más de un siglo de la psicosis de la revolución, dado que no sabríamos vivir ya sin la utilización constante de la palabra revolución, la existencia de una clase instintivamente conservadora, ha producido, produce y producirá —si las cosas continúan como ahora— un asombro tan grande, una sensación de novedad tan inquietante que ante este hecho, las reacciones serán de puro mareo. Y se llegará a formar aquí, como se ha formado en otros países la convicción de que los campesinos son una rémora, un peso muerto, una substancia insoluble en el llamado nuevo orden, una fuerza pasiva y destructora. Me parece que esto puede quedar sentado, no sólo aquí sino fuera de aquí, perentoriamente al menos.
Ahora bien: preguntamos a las personas que conocen un poco la vida del campo:
—¿Y por qué los payeses son conservadores?
Su respuesta es esta: los payeses son conservadores porque el trabajo que realizan, la labor que llevan a cabo, los cuidados que desarrollan, les fuerzan a serlo. Un hombre que se mueve en un medio sistemáticamente hostil no tiene más que un camino para subsistir: afinar la prudencia, agudizar el sentido, dormir, como quien dice, con un ojo abierto… Mi idea, pues, es esta; todo hombre que vive en un medio caótico, se convierte instintivamente, en un conservador. Toda persona que vive en un ambiente de inseguridad, se convierte en un ser prudente. Los payeses son conservadores porque es la clase de la sociedad que contiene menos aventureros.
¿Que la prudencia puede ser tan excesiva hasta convertirse en odiosa? De acuerdo. Pero ¿cómo graduar la prudencia? ¿Por decreto? ¿Matando payeses como mandó que se hiciera Stalin en el momento del primer plan quinquenal? No creo que pueda señalarse en un decreto la prudencia legal de los payeses, como no puede legislarse, desde la «Gaceta», el grado de amor que han de tener los padres por los hijos y los hijos por los padres, ni el cariño que han de desarrollar las esposas por sus esposos respectivos.
En definitiva, el conservadurismo de los payeses es a veces tan fuerte que no conserva nada y es no sólo inservible, sino contraproducente. La codicia rompe el saco. Esto se ve a cada momento.