De Blanes, en tren, voy al Empalme. El tren sigue la margen izquierda del Tordera. Este río, en la última parte de su curso, tiene un fluir perezoso y ondulante. Sus arenas son blancas y rosadas y límpidas sus aguas. Sus ribazos están llenos de cañas y de arbolado. Los huertos, caligráficamente cultivados, mueren en las laderas de las montañas. En este atardecer melindroso de verano, el paraje, fresco y umbroso, tiene una gran paz. El último soplo de la marinada hace repiquetear dulcemente las hojas de los árboles y cimbrea el penacho de los cañaverales. Hay una luz encarnada y amarillenta, de retablo. Sobre un monte violáceo se ve el castillo de Palaffols decrépito y arruinado, nimbado de vapores azulados.
Del Empalme voy a Sils, donde me es forzoso pasar la noche. «Sils, butifarras sense fils». ¿Dónde están las butifarras? La productora —una sirvienta gordezuela y rubicunda— me contesta con una carcajada profunda e impenetrablemente estúpida. Es todo lo que logro saber en Sils, de las butifarras. Al día siguiente, tomo el autobús que va a Santa Coloma de Farnés. Es miércoles, día de mercado…
Los mercados continúan teniendo un gran interés, a pesar de haber perdido mucho en los últimos años. Hace ya tiempo que todo se va combinando para matar los mercados. Los mercados son la quintaesencia de la libertad de comercio. Con una apariencia de candor, algunos economistas los han combatido. Lo que encarece las cosas —han dicho— es que pasan por demasiadas manos. Suprimamos los intermediarios y la vida se abaratará. Hemos suprimido intermediarios y, sin embargo, las cosas son cada vez más caras. Cuando los mercados son florecientes, la vida es abundante. Cuando los mercados decaen, el hambre, para la mayoría, está a dos pasos.
Queda todavía, en algunas poblaciones, un rescoldo de mercado. Es una sombra del esplendor pasado. Uno va a ellos como si fuera a visitar una antigualla. Sin embargo, su fuerza de atracción es tan grande que uno siente que de tener el estómago como a los veinte años, se podría todavía pasar en ellos el rato agradablemente, incluso sin salir del fondo de la provincia o de la comarca en que uno vive. Estos mercados pueblerinos, tan divertidos, tan diversos, tan llenos de color y de densa humanidad; ¡columnas de la sociedad, esencia del comercio, barómetros de la seguridad y de la vida! Fue contemplando un mercado que un poeta ochocentista escribió la cuarteta que va a continuación, digna de ser cantada con música de Mozart:
Grato es ver hoy en verdad
Cual comercio, industria y arte
Florecen por todas partes
Y auguran prosperidad.
¿Les interesa a ustedes el nomadismo comarcal o son ustedes unos perfectos sedentarios? En el primer caso, se pueden correr los mercados… El lunes, mercado en Torroella de Montgrí; el martes en Barcelona —pero ¡cuántos barceloneses ignoran que el martes es mercado en Barcelona!—; el miércoles en Santa Coloma; el jueves en Figueras; el viernes en La Bisbal y el sábado en Gerona. Y el domingo, a descansar, como hizo el Supremo Hacedor después de haber creado el mundo. Esta es la vida que yo he visto hacer a modestos tratantes de ganado de blusa en la época fabulosa de la prosperidad. Armados con una libreta de diez céntimos, un lápiz inverosímil y sin punta, una aritmética perfecta, un golpe de vista genial y unas faltas de ortografía asombrosas, estos hombres braceaban negocios por doquier y nos hacían agradable la vida. Y estos eran los marchantes modestos. Luego había hombres de más alcance que se asomaban a la provincia de Lérida y dormían en el tren. Éstos tenían ya envergadura, mecanógrafa y copiador de cartas. ¡Poca broma!
Por la mañana, al ir a tomar el autobús, veo ya la magia del mercado reflejada en el mundo exterior. Los payeses están risueños y tienen un aire de absoluta conciencia. Las payesas, con su cara ovalada por el pañuelo negro, tienen en los ojos la alegría que da la etapa final de los negocios. El autobús se llena de pollos, gallinas, conejos y pichones, de canastas de huevos, de cestos de frutas y verduras, de hortalizas y de legumbres. Viene también el marchante de corbatas y el dentista, el curial y el vicario recién ordenado, todavía tierno. El chofer parece conducirnos a todos —a hombres y cosas— a hacer una ofrenda a alguna rústica y ligeramente flácida Pomona. Nos acompaña una pomposa nube de polvo.
En el pueblo me paseo por el mercado. Hace todavía calor. El sol es fuerte. Las calles están cortadas por una zona radiante y una zona de sombra. Las payesas están sentadas en el borde de la acera, con sus cestos en el suelo. Los pollos, tan brillantes, tan eufóricos, con este aire de enchufado eterno que parecen tener, son deslumbradores. Y los pequeños cerdos con el hocico entre los barrotes de las jaulas tienen un aspecto filosófico y plácido que enamora. «Epicuri de grege porcumi». Epicuro, ¡qué mal comprendido ha sido usted! Y aquí están los conejos. ¿Hay algún animal más dotado para gustar el bienestar que produce la disciplina que el conejo? ¡Qué magnífico animal! En Cataluña, el conejo es el pollo del pobre, uno de los alimentos más apreciados por el proletariado industrial. ¡Arroz con conejo! Barcelona, Sabadell, Tarrasa, Manresa… En realidad, nuestra economía interior tiene en el conejo casero una piedra de toque infalible: tantos conejos por corte de traje y tantos cortes de traje por tantos conejos. Si este paralelismo —agricultura-industria— se rompe… ¡hay cuando se rompe el paralelismo entre los cortes de traje y los conejos caseros! Y luego hay el ganado bovino, tan suave y tranquilo. ¿Hay algo más tierno y delicado que ver pasar una bella y esbelta señorita por la pupila diáfana, ligeramente acuosa, de un becerro? Y las palmípedas —patos y ocas— de las que hay dos clases, las mudas y las que gritan. No creo que pueda haber una imagen más cumplida de la discreción que un pato mudo… ¡Pero quién podría describir todos los animales y plantas que pululan en los mercados pueblerinos!
A los mercados se puede ir a comprar y a vender, pero también se puede ir a no hacer nada: es decir a comer en fonda y a tomar café. En este caso uno va al mercado —y es el caso de la inmensa mayoría de las personas que en esta época los frecuentan— a percibir las palpitaciones de los tiempos y a enterarse de las noticias de la época. Como noticias, sin embargo, hay pocas. Habiendo desaparecido los sacamuelas, los oradores hipocráticos, los vendedores de novelas de cordel y de «Almas que lloran», los explicadores de crímenes célebres, pintados en los grandes cartelones, los mercados flojean un poco de información. Todo se transforma y modifica. Y lo que más se transforma es la ciencia. Las hierbas curativas y medicinales, los pintorescos métodos, las virtudes sublimes de algunos animales, se sirven hoy en forma de específicos, de obleas o de pastillas y generalmente de granulado espumoso y pimpante. En cada época, el hombre tiene su manera de morir específica. Sin embargo, el mundo continúa rezumando magia por los cuatro costados y vale más no pensar en lo que pasaría si la magia desapareciera.
Después de comer, voy al café y me siento en la mesa redonda con unos payeses amigos. Se habla de todo con la parsimonia de los payeses.
—A mí me parece que la guerra será muy larga… —dice un payés, echándose la gorra hacia adelante y pasándose la mano por el cogote.
—Pues a mí me parece que la guerra será corta… —dice otro payés, echándose la gorra hacia atrás y pasándose la mano por la frente.
—¿Y por qué le parece a usted que la guerra será larga?
—No sé…
—¿Y a usted, por qué le parece que la guerra será corta?
—No sé…
En estas aparece un amigo, un joven muy apuesto y distinguido, con gafas de concha, que dice ser viajante de estiércol. Nos levantamos todos y entre grandes muestras de respeto lo hacemos sentar en la mesa. En un mercado, un viajante de estiércol es tan importante o más que la criatura en un bautizo, las miradas de toda la mesa se concentran sobre el viajante. Se hace un silencio penoso. Nos disponemos todos a poner la oreja sobre el mundo para saber las últimas novedades.
—Este café… —dice el viajante.
—Es café-café… —contesta el camarero rápido y convencido.
—…Se parece mucho a la malta… Es magnífico.
El joven viajante entra en materia. Representa el abono universal autárquico, inodoro y eficaz. Lanza un panegírico de su mercancía, panegírico sin duda muy adecuado porque está esmaltado de palabras técnicas y de voces de las dos químicas, la orgánica y la inorgánica. El viajante habla con gran fluencia y así pasan siete u ocho minutos. De pronto vemos este espectáculo extraordinario: vemos como el viajante echa mano de su cartera de bolsillo y saca de ella un abultado sobre que coloca sobre la mesa.
—Este es el estiércol… —dice enfáticamente—. Es recientísimo.
Instintivamente nos hacemos todos un poco atrás para precavernos contra el hedor. No es para menos. Pero no pasa nada. El viajante saca el estiércol del sobre y nos acercamos a verlo. Nos encontramos con un producto o substancia muy parecida al marro de café comprimido, de un color de caoba, de aspecto excelente. Hubiera sido imposible sospechar que aquello era estiércol. No se parecía en nada al mejor estiércol que yo he visto: el del Circo Medrano de París. Sin embargo, era estiércol y según el viajante, excelente estiércol.
—Tiene el humus perfectamente asegurado —decía el viajante lleno de ilusión—. Es el estiércol perfecto, el abono del futuro, el fertilizante de los siglos venideros.
Luego, el viajante nos describe los esfuerzos titánicos que han debido hacerse para llegar a los estupendos resultados que tenemos ante la vista e hizo una descripción un poco dantesca —como suele decirse— de la maquinaria, hornos, alambiques, monumentales retortas, poleas y motores que se necesitan para crear aquel portento. Después de ello quedamos todos completamente convencidos del inmenso prestigio que tiene la inteligencia en nuestra época y rendimos una vez más acatamiento al progreso y al ingenio de la especie.
Levantamos la sesión. Con un viejo payés me dirijo a tomar el autobús. En el camino le pregunto qué impresión le había hecho el estiércol de cartera del viajante.
—Mucha maquinaria y poca…
—Y poca fuerza, ya comprendo —le digo para terminar la frase decorosamente.
—Sí, como usted quiera, .Mucha maquinaria y poca fuerza.
—¿Comprará usted este estiércol?
—Sin duda es un buen estiércol, pero no creo que debamos precipitarnos. Tengo más de setenta años y la experiencia me dice que el hombre tiene una gran disposición para transformar las cosas buenas en cosas malas. Ahora, el último invento consiste en convertir pequeñas cantidades de estiércol bueno en grandes cantidades de estiércol malo. Esto no lo critico: lo constato. Constato la falsificación. Los efectos, ya los está usted viendo. Nuestras legumbres saben ya todas a lo mismo, es decir, a nada. Se inventan toda clase de trucos para que la tierra produzca más pero no conozco ninguno destinado a producir cosas más sabrosas. Todos y cada uno de nosotros consideramos que las vidas de todos y cada uno de los demás hombres son un simple negocio. Esta es la esencia de la época. Las cebollas son cada vez mayores, pero cada vez más insípidas. ¿Se acuerda usted de los melones de secano? ¿Y de los melocotones de viña? ¿Y de aquellas cerezas duras como la piedra? Yo no me opongo a que la gente progrese. ¡Peor para ella! Si quiere progresar puede hacerlo hasta el año que viene. Lo que es absurdo es que uno tenga que progresar a la fuerza y que cuando uno va a la fonda a comer —cosa que de tarde en tarde debe hacerse— sea todo desabrido e insípido. Yo ya tengo muchos años y no quiero progresar más. A lo único que aspiro es a que me dejen morir en secano y rodeado, como solemos decir en las cartas, de las personas que más del agrado sean.
Los mercados tienen esto de bueno: permiten percibir las palpitaciones de los tiempos, ofrecen las luces y sombras huidizas de la época.