Es abradable en todo tiempo, y sobre todo cuando el paso de los años le conduce a uno a contemplar las cosas con un poco de desasimiento, recibir buenas noticias de los demás, comprobar sus triunfos económicos y sociales, su fama creciente, sus progresos y, en general, lo que sobreentendemos al hablar de la recompensa a los afanes humanos. En mi ánimo, una buena noticia referente a alguna de mis amistades es tan balsámica como pueda serlo para el interesado mismo. El lector me comprenderá, pues —y me envidiará—, si le digo que menudean en mis sentidos las emociones más agradables. Ello sucede cuando observo el creciente número de millonarios que me rodea. De millonarios y de multimillonarios. Mi receptividad por los triunfos ajenos me produce vivos placeres.
Viajando uno se encuentra con personas que conocen y tratan a nuestros amigos —a esos amigos que a veces uno pasa años sin ver.
—¿Y ese también lo es? —pregunto a veces.
—¡Ya lo creo!
—¿Y este?
—También, desde luego.
—¿Y aquel?
—Todavía no. Aquél va todavía demasiado al despacho, se ocupa excesivamente de sus asuntos, no parece haber tomado aún la embocadura. Pero no se preocupe. Todo se andará.
—Me da usted buenas, encantadoras noticias.
—¿Dice usted encantadoras?
—¡Claro! A mí me satisface ver que mis amigos y conocidos prosperan y marchan a velas desplegadas. No he sido jamás avaro de mis sentimientos. Soy un hombre expansivo y franco. ¿Es usted más cerrado, su formulación cordial es más morosa? Le compadezco. Si es usted así, la Naturaleza le ha privado de uno de los placeres mayores que en la vida pueden darse.
—Me permitirá… ¿A qué cree usted que es debida la frondosidad de millonarios cuya elaboración presenciamos?
—¡Pero, hombre! La cosa está clarísima; se cae de clara. Es debida a que las personas a que estamos aludiendo poseen virtudes obvias, una luminosa inteligencia y una tenacidad admirable.
—¡No sea usted temerario! Por una vez se ha dejado usted arrastrar por la facilidad, tan cómoda, de la retórica.
—Gracias por lo de «por una vez». Amable. ¿Pero cree usted en serio que mi afirmación es temeraria?
—Lo sospecho.
—Oigamé usted un momento. Antes, en la época antigua, se decía: «Ese señor es comerciante. Como tal, tiene mucho mérito. Vende mucho, cada día más. Y cada vez más barato. Con su extremada viveza y actividad llega a marear a sus clientes y corresponsales. Es un tipo genial». ¿Me sigue usted, amigo?
—Perfectamente.
—Pues bien: dígame usted. Hábleme con sinceridad. ¿Qué tiene más mérito para un comerciante, qué requiere más virtud e inteligencia: hacer lo que le acabo de describir (es decir, trabajar mucho, vender al máximo y cada vez más barato, para llegar, desde luego, a un cierto resultado), o, por el contrario, trabajar cada día menos, vender lo menos posible, a precios cada vez más altos, y hacerse indefectiblemente millonario? ¿Me lo quiere usted decir? Mi argumento ha de darse por valedero. Creo que en el segundo de los casos el mérito es considerable.
—Se puede ser un tipo sorprendente, pero no tanto…
—Amable. En todo caso, los escritos que no tienen sorpresa se caen de las manos.
—¿Habla usted en serio o en broma?
—¿Tiene usted alguna razón para dudar de mi sinceridad? Usted se empeña en dudar de que esos numerosos señores cuya rápida elaboración como millonarios estamos presenciando no poseen una poderosa inteligencia, unas acendradas virtudes, una vista de águila. ¡No sea usted cicatero, por Dios! Déjeme usted, al menos, el placer de creer que esos amigos son, indiscutiblemente, importantes.
—Es usted generoso…
—¡Claro! Cuando era joven y leía la literatura romántica, me emocionaba. ¿Ha sido usted joven alguna vez, amigo? Cuando llegaba uno al capítulo del campo, leía la página de la aparición de la primavera, la descripción de las flores con sus tallos esbeltos, sus corolas fragantes, sus pistilos titilantes, uno sentía que allí había algo. Estas páginas no se olvidan jamás. Su incorruptible belleza las hace inmortales. Pues bien. Hágase usted cargo. Para mí esta eclosión de fortunas me recuerda la vieja página romántica. Veo aparecer a mis amigos como millonarios…
—Como las setas en la húmeda descomposición otoñal…
—No me cambie la estación, ¡por favor! Veo aparecer a estos amigos, millonarios, ricos, como el florecimiento de un rosal. Míreles usted en la cara. ¿No se da usted cuenta? ¿No se da usted cuenta de que tienen una rosa en la cara?
—La rosa de la sagacidad…
—Sí, señor. La rosa de la inteligencia, de la virtud, de la mirada de águila. Si las rosas tuvieran ojos, tendrían el mismo aspecto que el de esos acaudalados ciudadanos.
—Tipos de ésos ha habido que en poco tiempo doblaron su fortuna.
—¿Por qué se extraña? Para una inteligencia poderosa, el mundo de hoy no tiene dificultades. Les va como un guante…
—Y cuando de golpe se dobla una fortuna, ¿qué sucede en el domicilio del interesado?
—Pues que le salen entonces dos rosas en la cara. Es entonces cuando a la señora se le desvanecen todas las dudas. «Sí; realmente —dice la señora—, mi marido es algo serio, trabajador, formal. ¡Y qué guapo!» Porque ha de saber usted que el dinero embellece a los seres humanos bastante más que el régimen de zanahorias y espinacas. Hasta los chicos se disponen entonces a considerar a papá bajo una luz más tierna y más amable. Todo eso a mí me satisface, porque yo estoy interesado que en las familias reine la paz y la tranquilidad.
—¿Hasta dónde quiere llegar con su juego?
—¡No sea usted reticente! Estamos separados por un simple problema de valoración. Usted cree que el mérito de un comerciante, la justificación de su fortuna, es el trabajo, la actividad, la tenacidad, la utilidad social. Yo creo que tiene más mérito todavía hacerse millonario sin hacer nada, cerrando prácticamente el despacho y dedicándose a pasear. Desde el punto de vista del mérito, el problema dialéctico está fallado, creo, a mi favor. Claro está que la cosa tiene sus matices y atenuantes. Usted es un hombre del pasado, de la época boba, de la moral anticuada. Yo pretendo tener ante mi época una abertura de compás mayor… Creo que no deben ponerse límites a la inteligencia, sobre todo a la inteligencia de nuestras amistades.
—¿Pero qué tiene que ver la inteligencia con todo eso? Es pesado…
—Sí tiene que ver. Y tiene que ver, porque si supiera usted lo bobos, lo tontos, lo estúpidos que son, todavía le sorprendería más lo que estamos contemplando cada día, en cada instante.