Caldetas

Desciendo en Caldetas y voy a dar una vuelta por el pueblo. Quizás no es el mes de mayo el mejor tiempo para ir a Caldetas. Deambulo por el paseo de los ingleses. No hay nadie. Me parece que todo el paseo es mío. Las torres están todavía cerradas. La clientela estival no ha aparecido todavía. La tarde es gloriosa y el silencio divino. Llego hasta los pinares de la playa y escucho pasar el viento por los pinos. El mar está en calma. Hay una ligera brisa de garbí y unas olas menudas, gráciles… con un pequeño penacho de espumilla soleada, mueren sobre la arena dorada de la playa dando un ahogado chasquido. Y un cielo alto, grande, de un azul claro, lavado, juvenilmente terso, por el que se mueven, dulce y lentamente, unas nubecillas de nata, exquisitas.

Aquí está el pueblo. En Caldetas —pienso— las cosas al menos son claras. Los ricos se han colocado delante y los pobres detrás. En definitiva, sospecho, que semejante disposición ha sucedido casi siempre, pero mi pregunta es esta: ¿Hemos ganado algo haciendo esto? Caldetas es un pequeño cafarnaum arquitectónico. Sería difícil decir en una o dos palabras en qué estilo ha sido construida esta estación veraniega. Veo una casa de estilo moro. Un poco más allá, hay otra de estilo gótico. Aparece luego una casa de estilo suizo, de alta montaña, una casa de Davos o de Zermatt, con unos tejados agudísimos recubiertos de ladrillos divinamente planchados, perfectamente bruñidos. ¿Qué clase de forma tendrán —me pregunto— las honorables personas obligadas a vivir bajo esos techos agudísimos? ¿Tendrán estos tejados alguna ambiciosa causa final? ¿Estarán destinados a crear una humanidad nueva, distinta de la actual, una especie de espárragos humanos, cimbreantes y esbeltos? ¿Y estos ladrillos tan finos que recubren los puntiagudos tejados no habrán sido planchados con afán para que la nieve resbale sobre ellos convenientemente y no ocurran desgracias irreparables? Si se presentara un buen invierno de nieves estos tejados harían un magnífico papel y el efecto que producirían sería considerable, Pero pasan los años, pasan los inviernos y a pesar de lo cómodo y agradable que resultaría para la nieve resbalar sobre estos ladrillos no se decide a hacerlo. Los tejados piden nieve y el sol es cada día más fuerte.

Continuando el paseo aparecen de pronto ante mi vista una serie de torres del estilo llamado germano-holandés. Estos saben a lo mejor lo que quieren. Estos quieren vivir dentro de la casa de la mejor manera posible —no digo de la manera más bella— y que los que pasen por la calle se fastidien. Lo cual es un punto de vista respetable aunque poco caritativo. ¿Pero qué no habrá, como arquitectura en Caldetas? No faltará, sin duda alguna, el renacimiento español, el herrerismo más puro y más estricto, hecho con orejas de gato y ladrillos de canto. Pero ya comprenderá el lector que uno no puede estar en todo, como vulgarmente se dice.

Decir que Caldetas es de este o de aquel estilo, que en el pueblo predominan estas o aquellas formas, sobrepasa, pues, las posibilidades humanas. Y ya se sabe que en Europa, lo que no tiene estilo es de estilo «liberty», que yo me atrevería a traducir por estilo burgués. Y donde en Caldetas se ve más el «liberty» —en Caldetas y no digamos en Barcelona— es en el remate de los edificios, en los tejados para entendernos. En este aspecto hay en este pueblo una variedad y una intensidad de genialidad y de caprichismo que impresiona literalmente. Por no faltar nada incluso hay muestras de la «mansarde» francesa.

¡Qué problema ese, el de rematar los edificios, más complejo! ¿Será cierto que los catalanes no sabemos terminar las cosas? ¿Nuestro cacareado individualismo necesitará la válvula de los tejados de las casas para manifestar sus impulsos más profundos, evitándose así la producción de otros considerables estropicios? ¿Será verdad que nuestro reposo individual y el de nuestras familias y amigos depende, en su mayor parte, del grado de libertad de que disponemos en el momento de rematar nuestros edificios?

Yo no sé por qué será; pero lo cierto es que Cataluña, en el asunto de los tejados, no ha tenido suerte. A pesar de los insuperables, graciosísimos remates de nuestras casas de campo y de nuestras casas populares, es difícil encontrar una casa moderna acabada con tino. Propietarios y arquitectos, cuando llegan al momento de cubrir, corren alelados a pedir el consejo de sus peores enemigos. Y aun a veces no se llega ni a eso: se pide consejo al primer asno o caballo que se encuentra. Y lo digo porque en Barcelona hay dos docenas de remates de edificios absoluta y constantemente visibles que no pueden tener más que un origen zoológico.

La gran propiedad de la Barcelona moderna, es precisamente esa: contener muchas calles y no tener ninguna. Por contraste, trataremos de explicarnos. Aquí está la Rambla o las Ramblas. La Rambla es una calle auténtica. La rue de Rivoli, en París, es una calle. El Corso en Roma es una calle. En la Rambla, hay una rasante y un alero en el remate de las casas. Probablemente no hay calle en el mundo que aspire a ese glorioso nombre que no contenga estos dos sagrados elementos. ¿Podría esto decirse de la mayoría de las calles de Barcelona? ¡No, por Dios! La línea quebrada de los remates barceloneses, su delirante anarquía evoca una ciudad en la que sus habitantes no se han puesto aun de acuerdo para vivir entre sí pasivamente, es decir, como vecinos. Para existir una calle es indispensable un punto de unanimidad. Sin esta condición, una ciudad puede ser muy grande, muy aparatosa y muy rica y faltarle el «quid divinum».

Tomadas una por una, las casas de la Rambla, son feas. La lepra comercial que cuelga de sus fachadas las acaba de estropear. De acuerdo. Pero una calle no es una sucesión de casas magníficas desligadas y personales. Si las casas son bellas, mejor que mejor. Pero lo importante es su integración. Una calle es una sensación de casas unidas por los vínculos de la vecindad y de la interdependencia urbana. Las casas de la Rambla son feas, pero están unidas por un espíritu común, por una cinta invisible que las funde en un mismo destino ciudadano. Esto las sublimiza. Esto crea la calle. La Rambla es un órgano completo que forma parte de un conjunto mayor sin solución de continuidad sino por integración y fusión completa.

Y ya que hemos aflorado el tema de las calles, hablemos un momento de las plazas. Después de todo, Caldetas es un barrio de Barcelona. ¿Y Barcelona, no es por ventura la capital de la Maresma? En Barcelona —o sea en Caldetas— está permanentemente planteado el problema de la plaza de Cataluña. ¿Por qué es tan fea la plaza de Cataluña? Pues porque no es ni plaza, ni encrucijada, ni cuatro cantones, ni nada. ¿Qué es una plaza? Una plaza es un espacio de aire colocado delante de un gran edificio. Delante del Palazzo Pitti, en Florencia, hay un espacio de aire que no contiene nada. Ello constituye una de las plazas más extraordinarias del mundo. ¡En ella no está más que el Palazzo Pitti! Delante de los dos edificios del arquitecto Gabriel —el Ministerio de la Marina y el Hotel Grillon— está en París un espacio de aire llamado nada menos que la Plaza de la Concordia. En medio de la plaza hay un obelisco auténtico. Sin el obelisco, la plaza de la Concordia sería igualmente grandiosa. En todo caso, aparte de eso, en la plaza no hay nada, absolutamente nada. Quiero decir que no hay más que los dos edificios de Gabriel a la entrada de la rue Royale.

¿Y qué decir de la Plaza del Popolo, en Roma, que es, probablemente, la mejor plaza de Europa? En el centro hay otro obelisco auténtico, pero lo que realmente hace la plaza son las pequeñas cuatro iglesias, simétricamente puestas en los cuatro ángulos, dibujadas y construidas por Miguel Ángel.

En mi época de estudiante en Barcelona, había en la plaza de Cataluña unas palmeras y decía la gente que en verano transitaban camellos por ella. Hacían el trayecto entre la camisería Comas y el bar Canaletas. No sé. Yo pasaba entonces las vacaciones en el pueblo y no pude ver nunca los dromedarios. Sin duda, en octubre, los retiraban. Luego trataron de arreglar esta plaza con estatuas, árboles, surtidores y planos superpuestos. ¡Nada! La plaza es tan fea hoy como en mis tiempos de estudiante. Y es que hay que desengañarse. La llamada plaza de Cataluña no será una plaza hasta que no sea un espacio de aire —desnudo o lleno, con estatuas o sin ellas, con árboles o sin arbolar— colocado ante un edificio importante. ¿Dónde está este edificio? No lo hay. Hasta que no lo tengamos, será inútil todo lo que pueda hacerse y gastar dinero en la plaza será totalmente irrisorio, absurdo y vano.

Una plaza es pues, un edificio con una determinada cubicación de aire delante. Una calle, para que exista, requiere una cierta unanimidad en las edificaciones que la flanquean. ¿Pero cuándo ha existido en la época moderna, unanimidad para algo? Yo recuerdo un momento de una relativa unanimidad: cuando, en 1918 o 1919, teníamos todos la gripe.

En Caldetas, naturalmente, tampoco ha habido unanimidad en ningún momento.