En la Maresma, el viento dominante es el garbí, llamado en castellano leveche y en científico, sudoeste. Es viento húmedo, fresco, deshuesado, mórbido, que levanta en el mar un oleaje picado y molesto para las embarcaciones pequeñas y que en definitiva es un oleaje sin trascendencia. Frente a la costa nudosa, el rizado del garbí sigue voluptuosamente las formas ondulantes de las arenas; en la tierra, penetra insidiosamente en todas partes. Crea en verano la frescura de las sombras, de los interiores de las casas, de las piedras, el repiqueteo de las hojas de los árboles. En invierno produce la humedad intensa, que penetra hasta los huesos y hace tiritar la piel, como una pequeña fiebre, en los recodos de sol más blanco, azulado y más fuerte.
En la Maresma, hay mucho textil, considerables fábricas de género de punto. El garbí es el viento de las camisetas y de los calcetines. Hace como un engrase propicio a las máquinas, a la primera materia, a la manera un poco lánguida de los operarios. Si esta atmósfera de humedad densa tuviera que crearse, no sería posible. El garbí sopla seguido, manso, monótono —a veces dura hasta tres días—, va arrastrando las nubes bajas hacia el norte, pone sobre la tierra, las plantas y las hierbas una capa de rocío y la industria queda lubrificada como si la Providencia, que es tan sabia, dejara caer, intermitentemente, gotas de aceite del cielo.
Es el viento de las jaquecas y de las migrañas, del dolor de cabeza y del reuma, de las depresiones y de las convalecencias. Pasa por las cañas dando un gemido, hincha un poco la ropa puesta a secar en los terrados y a veces sopla, de manera cómica y fumosa, en las chimeneas, de arriba a abajo. Es el viento de los atardeceres de Barcelona, tan melancólicos, obsesivos y desamparados. Es el viento del estómago vacío, del destello intuitivo genial, el viento de la máxima bondad o de la máxima perversidad. Es el viento que empaña las luces verdes y las luces rojizas y pone un hálito grasiento y rezumante sobre los arcos voltaicos. Uno pasa y se para de pronto ante la luz del balcón de un tercer piso —en los barrios inciertos— y va viendo cómo la luz, cómo los ojos de un enfermo, decae lentamente…
Un poeta catalán medieval, conocido sólo de los eruditos y llamado por ellos Cerveri el Joven, ha cantado el viento de garbí. ¿Tuvo este poeta alguna relación de parentesco con el famoso juglar Cerveri de Gerona? Es un problema a dilucidar. Sus versos, a mi entender, son curiosísimos.
El vent de garbí,
tan fí,
m’enerva,
fa obsessionar,
estimar,
sobre l’herba
Cuando en un prólogo reciente, don Alberto Puig recogió los tres primeros versos de la estrofa, muchas personas creyeron que formaban parte de alguna poesía de don Juan Maragall. Y sin embargo, son del poeta cuatrocentista. A mi entender, el haber recogido el poeta en sus versos la cosa obsesiva que produce el viento de garbí, implica una observación consumada de la realidad. Obsesión y concretamente obsesión de carácter sensual. El poeta, en otra estrofa, precisa.
El vent de garbî
carmí,
a Nausica
afua la teta
sepia, rosadeta
i la hi pinta.
En cierto modo, el poeta tiene razón —si es que los poetas no tienen siempre razón—. Este viento saca punta a las cosas, hace que todo tienda a puntiagudizarse, a tener una presencia indubitable. Esto es algo diabólico y puede tener, en la vida doméstica, consecuencias muy graves. Con su pobreza de medios expresivos, con la dureza característica de la época, con la angostura natural del mundo gótico, el poeta trata de dar una idea de la gravedad de estos efectos.
El vent de garbí
Violí,
desfibra
l’entrellat,
del notariat
de la vida.
No es necesario señalar al lector la pobreza musical de Cerveri el Joven. Es un poeta anquilosado, como la mayoría de poetas de su tiempo. Digamos, por otra parte, que hasta aquí, el poeta ha querido dar una idea de los efectos positivos —trágicamente positivos— del viento de garbí. Sin embargo, como observador afinado de la realidad, no podía haber desdeñado el otro conjunto de efectos que este viento produce: los efectos de acedía, de abandono, de letargo, de deshuesamiento que el céfiro proyecta. El viento produce un estado de indolencia profunda.
El vent de garbí
caragolí
m’aviva
el son;
i m’adorm
la geniva.
Esta es quizá la estrofa de la poesía de una factura más redonda y cumplida. En ella, el poeta no parece tan rígido, ni tan monótono como en las anteriores. Insistiendo sobre los mismos efectos del viento y llevando sus conclusiones a un terreno casi de grandeza, Cerveri añade, melancólicamente:
El vent de garbí
i el ví
m’emporten,
dolçament,
ràpidament
a l’stix morta.
No hemos querido copiar toda la poesía del viejo poeta medieval a pesar de que supongo que para muchos de los lectores hubiera resultado un documento completamente inédito. Hemos prescindido de algunas estrofas —tres o cuatro— que nos parecen inferiores a las copiadas en este escrito. En la «Revue Hispanique» de New York está el texto completo de la poesía y no creo que exista del poeta un tiraje aparte.
Esta es la visión que del viento de garbí tuvo un poeta del siglo XIV. ¿Qué se podría hoy, añadir a ella? Yo por mi parte —no sabiendo versificar— no podría añadir nada de provecho.