Todos estos pueblos de la Maresma son iguales. Hay unas casas delante del mar, sobre la playa, que forman el antiguo barrio de pescadores. Estas casas, están separadas en dos grupos —el de levante y el de garbí— por la riera. La riera baja del minúsculo valle interior en forma abrupta y rápida. En sus márgenes se levantan unos edificios que suelen ser, en cada pueblo, los más burgueses. Estos edificios, forman la Rambla. Al anochecer, las señoritas y los jóvenes de la localidad se pasean por ella. Generalmente, estas rieras están a seco. Son exhaustas y polvorientas. Unos árboles las sombrean. Cuando llueve, se desbordan, arrastran mucha arena y producen unos estropicios meridionales y tartarinescos. Luego, a ambos lados de la Rambla se extienden plazas, calles, casas, donde viven los ciudadanos y donde, cuando les llega la hora, mueren.
Se puede perfectamente imaginar el crecimiento fabuloso de estos pueblos, de uno cualquiera de ellos. En este caso, el núcleo urbano que resultaría sería como la actual Barcelona. Barcelona tiene la constitución básica uniforme de un pueblo de la Maresma. No hay ninguna razón física que se oponga a que estos pueblos lleguen a ser, con el tiempo, lo que es Barcelona. En definitiva, Barcelona es el pueblo de la Maresma que tiene más habitantes —tiene algunos, pocos, más que Mataró—; Barcelona es la capital de la Maresma.
Si un día os encontráis en uno de estos pueblos, seguid la riera contra corriente, hacia el interior y después de andar unos kilómetros, encontraréis, recóndito, soleado, extático, otro pueblo. De Vilassar de Mar, llegaréis a Villassar de Dalt; de Arenys de Mar, a Arenys de Munt; de Caldetas a Sant Vicens de Montalt. Estos pueblos debieron formarse cuando las poblaciones de la costa no pudieron mantenerse en ella por el terror producido por las invasiones de los pueblos del mar. Por eso desde el mar son invisibles. Desde estos minúsculos pueblos campesinos —que yo adoro porque tienen un recogimiento adormecido en el zumbar de las abejas y en la sinfonía de los olores de las hierbas secas y una densa, divina, paz— se ve la gran falda de tierra, cuenco elegantísimo que desciende lentamente hacia la costa y el mar en lontananza. En el estío, los días de gran calma, cuando el mar del golfo es de color de estaño fundido y el sol pone sobre las aguas un punto de nebulosidad, se percibe casi desde ellos el balanceo profundo, el flujo y reflujo abisal del mar. Y entonces, es cuando se ve el mundo desde aquí como en la lejanía; uno se siente en seguridad frente a sus movimientos indiscernibles y fatales.
Las poblaciones de la costa son agitadas, prietas, industriales. Poblaciones de paso, con el trajín de la carretera al lado, su vida tiende a dispersarse de puertas afuera. Los pueblos del interior, en cambio, tienen la dulzura de su botánica exquisita. Rodeados de luminosos algarrobos y de rosados almendros, los setos vivos, erizados de pitas, con el verde brillante de naranjos y limoneros en las fachadas de las casas, las hurtadas hondonadas aromadas de romero, espliego y tomillo, las viejas higueras de los huertos minúsculos… —estos pueblos parecen concentrados hacia dentro, mirar hacia dentro. Me gustan más esos pueblos que aquellos.
Y luego hay la Maresma: la falda de tierra que cae dulcemente hasta el mar desde estos montes de perfil tan dulce, sobre los que se recortan, a la hora del crepúsculo, las siluetas de unos pinos y en los que anidan estos pueblos recoletos. Tierra pobre y pedregosa en la vertiente —tierra de viñas— se convierte, al filo de la costa, en una inmensa huerta feracísima. La Antología griega contiene la llamada corona de Meleagro. La corona de Meleagro es el primer prefacio de la Antología. En ella, la musa, presenta a los poetas de los epigramas comparándolos con una flor o con un fruto de la tierra. La enumeración forma una corona que contiene los olores, los colores, las formas más lozanas y frescas. Sainte-Beuve tiene escrito que la corona de Meleagro es la puerta del jardín de las Hespérides. En un tono un poco menor —en el tono de los tubérculos, verduras y legumbres— el jardín de las Hespérides es la Maresma.
Desde las Mataró «potatoes» a la alubia blanca de Malgrat, desde los guisantes frescos a las ferruginosas acelgas, desde el coliflor pomposo a las moradas berenjenas, a las sabrosas habas, a la lechuga rizada y tierna… ¿qué no produce en grandes cantidades la Maresma? La tierra esta admirablemente cultivada. ¡Qué gusto da formar parte de un país en que la gente sabe cultivar la tierra! El regadío —admirable obra del individualismo— es perfecto. Al atardecer, andando por estos huertos se oye el glu-glu voluptuoso del agua que la tierra aspira. ¡Y qué admirable diligencia! Este es un país que cambia constantemente de aspecto. A veces aparece cubierto de la madeja de las cañas para esperar las judías. Otras tiene la tierra el color verde áspero de los campos de patatas; o los verdes glaucos de las habas y de los guisantes; o los ácidos verdes del coliflor, o los más claros —casi amarillentos— del maíz azucarado. Y las fresas, ¡qué excelentes son las fresas y fresones de la Maresma! Parecen tener, concentrado, todo el fresco primaveral con un átomo de luz de sol mezclado. En esta comarca no parece que exista por ahora, la posibilidad de que la gente se deje morir de hambre. Éste —dicho sea de paso— es uno de los acuerdos mejores que pueden tomarse.
Ésta es una comarca catalana. Normal, ecuánime, ponderada —como se decía antes—. Hay un orden perfecto. Este orden es obra del cálculo, obedece a un plan material de rendimiento. Pero este orden —y esto parece un milagro— coincide con un orden de belleza y de armonía en el paisaje que el rústico quizá no sospecha y al que obedece ciegamente. Una gran huerta, primorosa, voluptuosamente cultivada. Al fondo unas lomas mansas, suaves, de una dulzura de líneas inefables. Las vides, los algarrobos, los olivos cubren sus vertientes azucaradas. Sobre alguna de estas lomas, hay una ermita blanca. Estas ermitas están dedicadas, en una forma u otra, a la Virgen del Mar, la Virgen que aparece, salvadora, en los naufragios. El milagro no puede ser más humano, ni más considerado. La puerta de la ermita, con su remate ligeramente pomposo recuerda las viejas camas de matrimonio del país, anchas y nudosas. Desde la ermita se ven muchos pueblos, enjalbegados, blancos, rutilantes, asentados, sucesivamente, sobre la sinuosidad de la playa. En verano, a la hora de la siesta, con una lente, se podrían ver, desde la ermita, las acacias de bola del paseo, de sombra fresca y corta y un señor, en mangas de camisa, sentado en una mecedora, con un cigarro en la boca, medio dormido, el brazo vencido por el peso abrumador del periódico. Las cigarras, cantan. El cielo azul, es de una insondable monotonía. En el horizonte, el garabato de un vapor, con un poco de humo encima, navega lentamente.
Y así pasa la tarde apacible, un poco soporífera. En el campo, las pequeñas figuras curvadas de los payeses crean, infatigables, tenaces, el nuevo paisaje del tiempo. El agua corre por las acequias y el sol saca, del agua, unos destellos. En los pueblos, las fábricas de género de punto van haciendo calceta. Al anochecer, sale, hacia el mercado central, la recua de carros cargados de hortaliza hasta los topes del toldo. Estos carros llevan un fanal grasiento y arrastran una pequeña luz de luciérnaga, rojiza. Las rieras soplan ahora un pequeño viento de tierra. Si hay luna se ve el mar rizadillo. En invierno, este viento, hace tiritar a los marineros y gemir las cuerdas de los barcos.