Blanes. Don Joaquín Ruyra

En Blanes, busco la sombra de don Joaquín Ruyra, el prodigioso escritor fallecido hace relativamente poco tiempo, Después de haber contemplado los grandes, magníficos relojes de sol que tienen muchas fachadas de la blanca y graciosa villa, pregunto a un transeúnte:

—¿Dónde estará la casa de don Joaquín Ruyra?

—Es esta que tiene usted enfrente. Esta misma.

—¿Habrá alguien en ella?

—No sé. No creo. Hable con el impresor…

Estamos en la calle mayor de Blanes, la calle principal para ir a la Maestranza y a la playa. La casa es grande y típicamente ochocentista. Los bajos están alquilados para tiendas. En el centro hay una puerta, con una escalera un poco obscura —gusto de Gerona— que sube al piso principal. Del pomo de esta escalera se levanta un hierro que mantiene una lámpara. En los altos, hay un gran terrado cubierto que se asoma a la calle a través de unos arcos. Un alero cubre estos arcos. La casa es de dimensiones grandes, ancha, patriarcal. Es una gran casa de campo incrustada en un núcleo urbano.

En los bajos de la casa hay una pequeña imprenta pueblerina. El establecimiento se llama: Blandonia.

Esta palabra no me gusta. Es feísima. La blandura puede tener también un límite. Llamo, entro y espero un momento. En la imprenta, que es muy alta de techo, veo una pequeña máquina plana y los cajones con los plomos de las letras. En las paredes, pegados, hay programas de cine y prospectos deportivos. El local tiene el color negruzco, de engrudo, que suelen tener las imprentas.

Don Joaquín Ruyra pasaba los veranos en Blanes y los inviernos en su casa de la calle de Bretón de los Herreros, en Barcelona. Este fue el ideal por excelencia de la burguesía, en este país, durante los últimos decenios. Cuando llegaba el otoño, el señor Ruyra, con su señora, la criada, las maletas y los cestos se marchaba a Barcelona en segunda, en el tren de marina. En aquella época para ir de Blanes a la estación del misino nombre se utilizaba una tartana que había sido amarillenta, bastante desvencijada. El tartanero —que tenía una corta blusa azulada— emitía de tarde en tarde, alguna palabrota, relacionada, generalmente, con alguna víscera humana. Entonces, la señora Ruyra bajaba los ojos y su marido, don Joaquín, se reía levemente, por debajo de sus bigotes lacios. Cuando aparecía el buen tiempo, el señor Ruyra, con su señora, la criada, las maletas y los paquetes, regresaba a Blanes en segunda, en el misino tren de marina. En la estación de Blanes se tomaba la tartana para ir a la población del misino nombre. El tartanero emitía las palabrotas, la señora Ruyra se ruborizaba, el señor Ruyra, disimuladamente se reía un poco por debajo de los bigotes lacios. Esta es la vida que hizo hasta que murió, a más de ochenta años, el gran escritor. ¡Qué magnífica placidez! ¡Qué agradable seguridad!

Aparece el impresor. Es un hombre de media edad, con unos cabellos grises, una cara gris, una bata grisácea. Un honrado artesano.

—Señor impresor… —le digo.

—Usted dirá… —El impresor me ha tomado por un viajante del comercio—. Esto me encanta.

—En realidad, señor impresor, yo no pretendo decir nada. Al contrario. Aspiro a que sea usted el que hable. Vengo en busca de recuerdos de don Joaquín Ruyra…

Al oír la última frase, el impresor emite un profundo suspiro, como si se hubiera quitado un peso de encima…Mi aclaración le calmó. Un instante pasó por su mente que mi presencia era de mal agüero. ¿Quién será este señor? —debió preguntarse—. ¿El Fisco, los Transportes, la Campsa[1]?

—Sin duda conoció usted mucho a don Joaquín Ruyra… —me atrevo a insinuar.

—Le traté, sí, señor, bastante. Cuando el señor Ruyra estaba en Blanes venía casi cada día a esta casa. Aquí se reunía con sus amigos: el señor Coma Soley, el dibujante Junceda y los escritores de la localidad. Era un hombre buenísimo, más bueno que el pan.

—Aquí pasaba los veranos…

—Sí, señor. Solía llegar con las golondrinas, en abril. Y su vida era muy plácida. Venía a la imprenta. Iba luego al Centro Católico. A veces salía a pescar un rato con la caña. Casi nunca traía nada y sus amigos le hacían bromas amables. Escribía. Poco. Pasaba más tiempo corrigiendo las pruebas que escribiendo los originales. En las pruebas era muy meticuloso.

—¡Claro! Así era en otros tiempos…

Quedamos un momento suspensos, el impresor y yo, mirándonos en la cara.

—Usted sabrá, probablemente, señor impresor, que don Joaquín Ruyra tenía gran afición a las matemáticas.

—No, señor. Sobre esto no sé nada. No recuerdo haberle oído nunca hablar de estas cosas.

Este es uno de los aspectos de Ruyra más ignorados: su pasión por los problemas geométricos y matemáticos. Yo sospecho que sobre estas cuestiones llegó a escribir más o menos. Su prosa tan clara, su frase tan acabada, su construcción tan perfecta, ¿serán una consecuencia del rigor y de la atención a que obligan las matemáticas?

Pregunto al impresor si podremos visitar la casa del señor Ruyra.

—Será difícil —me contesta—. En la casa no hay nadie. Yo no tengo las llaves. Los sobrinos del señor Ruyra, que son sus herederos, viven fuera de Blanes, en la ermita del Vilá. Su albacea es el señor cura párroco.

—¿En la casa, habrá papeles…? —pregunto.

—No creo que haya nada.

—¿Habrá libros?

—Pocos habrán. Yo sospecho que estas cosas estarán en Barcelona. Ruyra seguía la vieja costumbre de trabajar en invierno y descansar en verano.

—No es mala costumbre…

—¡Qué ha de ser, san cristiano! Yo creo que en verano pensaba las cosas y en invierno las escribía. Era un poco tardo en sentarse en la mesa. No improvisaba jamás. Antes de coger la pluma tenía que ver el asunto muy claro, haberle dado la vuelta por todos los lados.

—¿Y quién tendrá las cosas del señor Ruyra en Barcelona?

—Su albacea de allí, que es según tengo entendido el señor cura párroco de Santa Teresita.

—Por lo que veo el señor Ruyra tenía gran confianza en los señores cura párrocos.

—Sí, señor. Y yo sospecho que para las fincas que tenía hacia Gerona dejó de albacea a uno o varios señores cura párrocos.

—¿En los últimos años, Ruyra, escribió algo?

—Sí, señor. Estaba metido en un trabajo de mucho empeño: una biografía del doctor Turró que los médicos le habían encargado, para darle, en la época roja, un pedazo de pan. En aquella época, Ruyra fue literalmente expoliado.

—¿Usted tiene alguna idea de este trabajo? ¿Lo terminó? ¿Quedó interrumpido? ¿Le oyó decir algo sobre este encargo?

—No recuerdo nada.

¡Qué lástima que la gente recuerde tan poco las cosas! Uno va detrás de las sombras de los hombres que uno ha querido y admirado y generalmente no se encuentra nada. Uno busca sobre todo los reflejos de los momentos dramáticos de la vida de estos hombres y cuando se tiene la ilusión de que el reflejo está cerca, uno lo ve disolverse en el vacío incierto del pasado. Raros son los hombres y más raras todavía las mujeres que gusten de conservar los viejos papeles, los recuerdos, que cultiven su memoria poblándola con las temblorosas sombras del tiempo perdido. Las mujeres sobre todo tienen una verdadera obsesión en destruir los papeles. Son incendiarias. No se conservan en este país, ni las viejas correspondencias amorosas. Nadie gusta de cultivar su memoria. Tabla rasa. Empezar de nuevo cada día. Todo es nada. Sin duda por esto queda a menudo este país como estúpidamente aniñado.

Ya dije que el doctor Turró y don Joaquín Ruyra fueron, en su adolescencia y juventud, amigos inseparables. Allá por el año 80 del siglo pasado fueron los cisnes románticos del Tordera. Turró, de la margen derecha. Ruyra, de la margen izquierda. Todos los testimonios están conformes en afirmar que Turró y Ruyra fueron entonces contraopinantes. No creo que lo fueran mucho. La Maresma es un país tan dulce, tan construido, flota sobre la ordenada maravilla de estas cuestas un pensamiento tan equilibrado, tan mate, casi diría tan tímido, que toda reacción ha de ser benigna y bien hablada. Turró, aferrado al mundo infinitamente pequeño que Pasteur acababa de alumbrar, no se separó un solo momento de una línea de realismo terrenal. Ruyra evolucionó hacia un realismo mágico, divino, celeste y puso detrás de los menores detalles un halo espiritual. Y éstas son curvas de vida perfectas porque un artista tiene la obligación de ser un hombre más completo que un investigador por la razón de ser, la pluma, un instrumento de más vasta captación que un microscopio. ¿Describía Ruyra, en la biografía de su amigo Turró, las etapas sucesivas de estos movimientos? ¿Aprovecharía Ruyra este trabajo para hablar del proceso de su vida espiritual? A mí me parece que el punto esencial de la vida de Ruyra es su tránsito al realismo mágico —esta luz de ermita que flota en el trasfondo de su obra—. Creo que esto tiene en la existencia de este artista un valor superior a sus preocupaciones ortográficas e incluso a su obsesión por los problemas geométricos y matemáticos. Pero esta sensacional biografía, ¿estará terminada? ¿La podremos leer algún día? ¿No habrá sido interrumpida por la vejez y la muerte implacables?

—Decía usted, señor impresor, que no recordaba nada…

—Eso decía, sí, señor.

—Pues es una verdadera lástima.

Hay otra pausa que yo invierto pensando en mis dos sucesivos fracasos: mi viaje a Malgrat y mi viaje a Blanes. A fin de cuentas, no sabemos de Turró y de Ruyra, a pesar de haber sido en su tiempo dos hombres absolutamente representativos, absolutamente nada.

—Aquí Ruyra será muy apreciado —digo al reanudar la conversación— por «El Rem dels Trentaquatre».

—Exacto. Para nosotros, de Blanes, este escrito es inmortal.

—No son ustedes solos en creerlo. En este punto hay unanimidad. En estas latitudes nadie ha superado a Ruyra describiendo el mar. En la adjetivación de los colores del fondo del mar fue un artista prodigioso, inimitable. A mí me parece que Ruyra amaba esencialmente el mar y los bosques. En la captación de los pequeños, misteriosos ruidos que en los atardeceres y en las noches tranquilas emiten los bosques, no tuvo rival. El mar, los bosques, ¿no son los dos paisajes, los dos espacios vitales del hombre solitario? Miguel Ángel Buonarroti escribía a Vasari: «Non si trova pace se non nei boschi». Y Monti, en su «Invito d’un solitario», escribía:

Viene, amico mortal, fra questi boschi

vieni e sarai felice…

—¿Cómo dice usted? —me pregunta el impresor con aire sorprendido.

—No, nada. Perdone. Decía que Ruyra debió amar mucho el mar y los bosques.

Un día, en Salamanca —hace ya muchos años—, hablando con el profesor Unamuno del sentimiento del paisaje en la literatura, salió en la conversación el nombre del novelista montañés José M. de Pereda, a quien Unamuno había conocido y tratado, y el de Joaquín Ruyra.

Unamuno me dijo que Pereda, a pesar de haber descrito paisajes que habían producido gran impresión en la gente de su época, incluso en las personas de sensibilidad de su época, era un hombre absolutamente incapaz de ver un paisaje hasta el punto que una vez le dijo, Pereda, que la Naturaleza le repugnaba absolutamente. Añadía que Ruyra era un paso igual al de Pereda, en lo que al paisaje se refiere y que ambos escritores eran, en este aspecto, intercambiables. Tanto los paisajes del escritor castellano como los del escritor catalán son paisajes de gabinete, completamente artificiales y totalmente extraños a la realidad.

De momento no supe que contestarle a Unamuno. Con referencia al autor de «El sabor de la tierruca», Unamuno fundaba lo que decía con pruebas de un peso tremendo. Unamuno tenía cartas de Pereda que demostraban que el primer sorprendido de que el público gustara de los paisajes que contenían sus novelas, era Pereda mismo. Unamuno no conocía personalmente a Ruyra y, por tanto, desconocía lo que pensaba de los paisajes que había descrito. Lo que sí conocía y a fondo el profesor, era la literatura que Ruyra había construido. Por lo que a Pereda hace referencia no supe, como ya dije, contestarle nada. En cambio, traté de disuadirle de la opinión que sobre Ruyra había formulado.

—Ruyra es un gran paisajista —hube de decirle.

—No creo —me contestó.

—Nadie como Ruyra ha sabido describir el mar…

—¡Por Dios!

Le pedí un ejemplar de «Marines y boscatges», que el profesor tenía a mano en su despacho, y leí varios trozos, al azar. Primero sobre el mar y luego sobre los bosques. Unamuno escuchó muy atento y fue animándose a través de la lectura.

—Esto tiene un cierto aire, en efecto —me dijo. Y después de una pausa añadió—: Verdad es que a mi el mar no me gusta…

Cuando a Unamuno se le daban razones, se batía en retirada rápidamente. Esto pude observarlo en Salamanca, en París y en Madrid, centenares de veces. Luego le leí unos fragmentos sobre paisajes boscosos.

—Desde luego, desde luego… —dijo—. Lo que pasa es que los bosques a mí me repugnan.

Esto sucedía en 1921. Es muy probable que en aquel momento yo sintiera por la obra literaria de Ruyra una admiración más tibia que la que el propio Unamuno sentía. Consideraba que era un escritor prodigioso, pero creía que sus descripciones eran estáticas, demasiado acabadas. Luego he ido dando vueltas por el mundo, he examinado reiteradamente la obra del escritor, he tratado de desentrañar la sensibilidad que contiene. Hoy no puedo menos que decir que esta obra me produce una gran envidia y una razonada y grave admiración.