La guarnicionería de los cumplidos

Este país de trancas, de intemperantes y de endiosados es, sin embargo, el país de los cumplidos. Aparentemente, esos sentimientos deberían excluirse. En la práctica conviven perfectamente.

En «El castellano viejo», un maravilloso cuento de Mariano José de Larra, de una permanente y ácida actualidad —que releo ahora en la antología de los mejores cuentos españoles que ha editado en dos volúmenes la Editorial Plus Ultra— se escribe lo siguiente:

«Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que, para dar y recibir cada plato, nos aburrimos unos a otros,

—Sírvase usted.

—Hágame usted el favor.

—De ninguna manera.

—No lo recibiré.

—Páselo usted a la señora.

—Está bien ahí.

—Perdone usted.

—Gracias». Etc., etc.

Los etc., etc. son míos, y con ellos se sobreentiende que el diálogo hubiera podido ser mucho más largo, tan largo como suelen ser estos diálogos cuando se producen, o sea, casi cada día.

En el momento de pasar las puertas, suele darse la misma grotesca situación.

—Pase usted.

—Después de usted.

—De ninguna manera. Pase.

—Adelante. Pase usted.

—No faltaría más. Está usted en su casa…

—Muchas gracias. Pase, por favor.

—¡No, señor! Pase usted.

—Esta es su casa, le repito.

—No haga usted cumplidos. Pase, señor.

—Los cumplidos los hace usted.

—Pero, por Dios, pase usted. Etc., etc.

Cuando estas frases del repertorio se agotan, los interlocutores suelen pasar juntos, y entonces acontece a menudo, si la puerta no es muy ancha, que en la prisa que les da por pasar, se echan uno encima del otro, con los pisotones correspondientes. Y éstos son considerados movimientos de urbanidad, y las frases, tenidas por delicadezas sociales exquisitas.

Y cuando decimos aquello de «está usted en su casa» o «esta es su casa», ¿qué queremos dar a entender? ¿Qué sentido tienen estas soberbias majaderías? Aparte del indicio que representan del gusto que se siente en esta península de hablar en camelo —todo el mundo, de arriba abajo, habla en camelo—, yo no veo que estos grandes ofrecimientos tengan el menor sentido. Para tener algo que ver con la auténtica hospitalidad, son demasiado grandilocuentes. En un Diccionario del siglo pasado, muy corriente, que poseo, se señala en una de las acepciones de la palabra cumplimiento, la siguiente: «Ofrecer una cosa por pura ceremonia, en la confianza de que no se aceptará la oferta». ¡Claro! En la confianza de que no se aceptará la oferta, y en la más segura todavía de que si la oferta fuera aceptada, en ningún caso se le daría curso. Es decir: ganas de hablar por hablar, gusto del camelo. Y, en definitiva, lo de siempre: la luna en un cuévano.

Pero lo curioso es que estas frases hay que saberlas y hay que decirlas, de tarde en tarde, a la gente, porque son consideradas como formando parte del acervo de la urbanidad nacional mínima y de la delicadeza de sentimientos. Tengo la impresión de que hay personas que si no se las oyen decir de tarde en tarde, se consideran postergadas y humilladas en extremo. Así como hay otras que si no las pueden decir al menos una vez al día, les parece que sufren de estreñimiento sentimental y anímico.

Un día presencié varias escenas de este tipo desarrolladas para el uso de un señor extranjero, por un amigo mío. Cuando el extranjero, totalmente pasmado, se hubo marchado, mi amigo me dijo:

—No creo que se pueda ser más hospitalario…

—¿Cómo dices?

—Decía que somos un pueblo verdaderamente…

—¿Y por qué?

—¿Es que no me has oído?

—¿Pero es que has dicho algo concreto? ¿Es que hablabas en serio?

—¡Hombre!

—Si después de haber dicho veinte o veinticinco veces «esta es su casa», «esta es su casa», «esta es su casa»… este señor te hubiera pedido, pensando hacerte un favor, para dormir aquí, ¿qué hubiera sucedido?

—Lo más seguro es que mi mujer me hubiera echado una bronca de las que ella estila.

—Entonces, si te parece, lo dejaremos.

A la luz cruda de la vida actual, quiero decir a la luz del estraperlo, estas afectadas ceremonias resultarían macabras si no fueran tan vulgares y corrientes. A uno le roban la respiración, pero siempre es a base del muy señor mío y de mi mayor consideración, del mi distinguido y querido amigo, y de en la esperanza de que quedará usted sumamente complacido, se reitera de usted afectísimo seguro servidor que atentamente le estrecha la mano… Un día, uno de estos caballeros profesionales de esta clase de mandangas me dijo en su casa:

—Aquí, ¿comprende usted?, sin cumplidos. ¡Esta es su casa!

—Me contentaría con muchísimo menos —contesté con indiferencia.

—¿Decía usted? —El caballero acompañó su pregunta de la más luminosa de sus sonrisas.

—Decía que me contentaría con muchísimo menos.

—No le comprendo a usted.

—Sí, claro. Era para decirle a usted, etc., etc.

El caballero me había comprendido, desde luego, perfectamente.

Toda esta guarnicionería de la época de los Austrias que se ha quedado pegada, engorrosamente, sobre nuestras espaldas, no tuvo jamás ningún sentido. Hoy, resulta absolutamente grotesca. Cervantes, que vivió en la época de los bandidos de chambergo, ha dejado escrito en uno de sus libros: «…que la mano que me pides y quieres darme, no sea por cumplimiento, ni para engañarme de nuevo…, etc». Ahora el chambergo no existe, pero se hace lo mismo, y si no con tanto énfasis, al menos con una afectación totalmente falsa e insincera, excesiva. Ello forma parte del teatro de nuestra vida, teatro que en otros lugares se representa mejor, desde luego, pero que deberíamos de una vez eliminar, por aburrido, cursi y bestia, para volver a nuestra simplicidad, a nuestra magnífica tosquedad nativa. Digo nuestra magnífica tosquedad, y eso en todos los órdenes, sin olvidar el literario, desde luego. Ganaríamos tiempo y, sobre todo, seriedad. Hay cosas que no se pueden hacer ni siquiera pensar, hablando y escribiendo sencillamente. Esto —dirán ustedes— son nimiedades, fruslerías. Son nimiedades importantísimas. Estas nimiedades aclaran las maneras de ser más profundas y ayudan, en cada instante, a situar las cosas perfectamente.